Diario de la peste (19). La ruta del tren maya

En diciembre pasado decidimos celebrar la llegada del 2020 (quién nos iba a decir que no tendríamos nada que celebrar) siguiendo, en coche, la hipotética ruta del tren maya. Volamos a Campeche, donde rentamos una de esas camionetas americanas que parecen viejas y destartaladas, aunque sean del año, y nos alistamos a recorrer en doce días los 1400 kilómetros del futuro ferrocarril. No quiero aquí hacer la reseña de ese viaje lleno de prodigios. Aunque el verdadero milagro fue humano: dos matrimonios, tres niños de edades e intereses diversos y, sin embargo, gracias al influjo de Harmonía (la olvidada diosa griega de la concordia), cuyos poderes alcanzaron el Caribe mexicano, no hubo ni la sombra de un disturbio. Los niños aguantaron de buen talante el convento franciscano de San Bernardino y los adultos la enésima-última zambullida en la alberca. 

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Entre Escárcega y Xpujil se cruza la reserva de la biósfera de Calakmul y la reserva natural de Balamkú. Las construcciones ilegales y la invasión de terrenos son la norma. La selva, ladrillo a ladrillo, milpa a milpa, se estrecha. Un muro de pobreza separa artificialmente las dos reservas. La oferta turística ahí sólo se explica por la corrupción ejidal en complicidad con las autoridades. O viceversa. La veda de edificaciones debería ser absoluta. Y de cultivos. Ahora, con el plan de “sembrado vida”, se ha acelerado la destrucción. Para cualquiera debería resultar obvio que no debe ni puede incrementarse el flujo de visitantes, a riesgo de romper el precario equilibrio de la zona. Por ejemplo, la cueva de la que salen cada atardecer millones de murciélagos a polinizar la selva, conocida como el Volcán de los Murciélagos, está abierta al público sin control del número de visitantes ni de los autos, mal estacionados sobre la vereda. El riesgo sanitario por la inhalación del guano es alto. El artesanal acordonamiento anuncia una tragedia. 

Calakmul, enigmática y soberbia, está a ochenta kilómetros al sur de la carretera y la única conexión habilitada es una vía de escaso tamaño cuyo creciente tránsito afecta ya a la fauna, por atropellamientos y ruido. Edificar una estación de tren en esa zona sería un crimen ecológico, un derroche de recursos y un capricho. ¿La solución? Hacer de los pobladores custodios de esa riqueza incalculable, cómplices del desarrollo y no sus víctimas. Turismo de verdad ecológico, en tiendas de campaña equipadas y sostenibles. Como en las grandes reservas africanas. No a las cabañas con techo de lámina, basura sin control y drenaje abierto. Y un transporte colectivo, eléctrico y con horarios fijos, para entrar en la reserva y las ruinas.

En la ruta hacia Bacalar, la carretera atraviesa diversas ciudades mayas, todas sorprendentes. En Chicaná y Becán se notan los recortes del maltrecho y heroico INAH. No hay personal suficiente de custodia o guía, no hay folletería, la oferta editorial y de servicios al turista es prácticamente nula. Bacalar, como demostró un reportaje reciente del New York Times, y niegan las autoridades, enfrenta un riesgo evidente de colapso. Las construcciones ilegales a pie de laguna se suceden sin recato. El manglar y los estromatolitos –la evidencia de vida más antigua del planeta, que ya producían oxígeno hace 3,500 millones de años–, responsables de su paleta de color sin igual, están sometidos a “estrés ecológico”. El número de lanchas es excesivo. Hasta aquí, lo que está aún conservado. Luego sigue Tulum y Playa del Carmen, cuyo modelo de desarrollo debería ser un anti-ejemplo en el mundo entero.

La densidad de tráfico entre Playa del Carmen y Valladolid y entre esta ciudad y Mérida es muy baja, salvo las pipas dobles que absurdamente transportan la gasolina gastando gasolina. Claramente no hay masa crítica para hacer rentable el proyecto, que funcionaría bajo subsidio permanente. La costa está saturada y lo que procede es cuidar y mejorar los servicios. El interior no es recomendable crecer el flujo de turismo y requiere un plan maestro de turismo ecológico. El INAH necesita urgentemente recursos para estudiar, preservar y mostrar en condiciones ese patrimonio único.

Reviso el plan maestro del tren, en realidad un PDF de primero de carrera de arquitectura, y me sorprende que el tren no comunique Mérida con Cancún, la única ruta que podría tener un cierto movimiento natural de pasajeros y visitantes. Tampoco conecta Mérida con Progreso, su puerto, lo que sí podría conectar al sureste a otra escala con el comercio internacional.

La ruta del tren maya, en kilómetros, es el equivalente a hacer un tren entre Saltillo y Laredo, en la frontera de Estados Unidos, pasando por Monterrey (400 kilómetros), más un tren entre Mexicali-Tijuana (178 km), otro entre México y Querétaro (216 km), más uno que uniría Veracruz con Acapulco, el golfo con el pacífico a través del Nudo Volcánico (630 km), con paradas en Orizaba, Córdoba, Puebla, México, Cuernavaca, Iguala y Chilpancingo . 

López Obrador es uno de los mexicanos que más ha recorrido el país. Acumula miles de horas de carretera y conoce cada uno de los municipios del país, la mayoría de ellos visitados en muchas ocasiones. Sin embargo, su enfoque de los problemas nacionales no es específico, sino genérico. De ahí la ocurrencia del tren maya. 

Uno esperaría que con el caudal de información que, como testigo visual, tiene López Obrador del país, podría encontrar, proponer, soluciones concretas: entronques, represas, sistemas de riego, agroindustrias, turismo rural…, pero su visión es ideológica y simplificadora. Para él, todas las ciudades son la misma ciudad y todos los pueblos son el mismo pueblo. En todos, el pueblo bueno lo aclama en la plaza pública cada vez menos abarrotada y en todos repite el mismo discurso del resentimiento: los males son del pasado neoliberal. El futuro es magnífico. Y en el presente, él está ahí, dicharachero y ocurrente, entregado a un pueblo al que se pertenece. Lo único singular de sus recorridos son los puestos de barbacoa. Y, claro, la molestia, menor y pasajera, en su visión, del covid-19.

Diario de la peste (18). Eufemio Zapata enseña Palacio Nacional.

López Obrador rindió un no pedido quinto informe de gobierno (en su segundo año de ejercer el poder y tras ene mil ruedas de prensa y un uso abusivo del micrófono nacional) en el que insistió en dar la misma medicina caducada al paciente que ya tenía postrado y ahora enfermo de covid-19: más austeridad, más inversión pública en el sector energético y cero apoyos concretos a la iniciativa privada, motor de la economía. 

La imagen de López Obrador solo en Palacio Nacional me recordó la crónica de Martín Luis Guzmán, recogida en El águila y la serpiente, de la visita guiada que hace Eufemio Zapata, hermano de Emiliano, a un grupo de visitantes distinguidos, entre los que se encontraba el propio Guzmán. El momento histórico preciso es la toma de la ciudad de México, en 1914, por los ejércitos combinados de Villa y Zapata, tras los acuerdos de Xochimilco: 

No subimos por la escalera monumental, sino por la de Honor. Cual portero que enseña una casa que se alquila, Eufemio iba por delante. Con su pantalón ajustado, de ancha ceja en las dos costuras exteriores con su blusa de dril –anudada debajo del vientre– y con su desmesurado sombrero ancho, parecía simbolizar, conforme ascendía de escalón en escalón, los históricos días que estábamos viviendo: los simbolizaba por el contraste de su figura, no humilde, sino zafia, con el refinamiento y la cultura de que la escalera era como un anuncio. Un lacayo del palacio, un cochero, un empleado, un embajador, habrían subido por aquellos escalones a su oficio y armónica dentro de la jerarquía de las demás dignidades. Eufemio subía como un caballerango que se cree de súbito presidente. Había en el modo como su zapato pisaba la alfombra una incompatibilidad entre alfombra y zapato; en la manera como su mano se apoyaba en la barandilla, una incompatibilidad entre barandilla y mano. Cada vez que movía el pie, el pie se sorprendía de no tropezar con las breñas; cada vez que alargaba la mano, la mano buscaba en balde la corteza del árbol o la arista de la piedra en bruto. Con sólo mirarlo a él, se comprendía que faltaba allí todo lo que merecía estar a su alrededor, y que, para él, sobraba cuanto ahora lo rodeaba.
     Pero entonces una duda tremenda me saltó. ¿Y nosotros? ¿Qué impresión produciría, en quien lo viera en ese mismo momento, el pequeño grupo que detrás de Eufemio formábamos nosotros: Eulalio y Robles con sus sombreros tejanos, sus caras intonsas y su inconfundible aspecto de hombres incultos; yo con el eterno aire de los civiles que a la hora de la violencia se meten en México a políticos: instrumentos adscritos, con ínfulas de asesores intelectuales, a caudillos venturosos, en el mejor de los casos, o a criminales disfrazados de gobernantes, en el peor?
     Ya en lo alto, Eufemio se complació en descubrirnos, uno a uno y sin fatiga, los salones y aposentos de la Presidencia. Alternativamente resonaban nuestros pasos sobre la brillante cera del piso, en cuyo espejo se insinuaban nuestras figuras, quebradas por los diversos tonos de la marquetería, o se apagaba el ruido de nuestros pies en el vellón de los tapetes. A nuestras espaldas, el tla-tla de los huaraches de dos zapatistas que nos seguían de lejos recomenzaba y se extinguía en el silencio de las salas desiertas. Era un rumor dulce y humilde. El tla-tla cesaba a veces largo rato, porque los dos zapatistas se paraban a mirar alguna pintura o algún mueble. Yo entonces volvía el rostro para contemplarlos: a distancia parecían como incrustados en la amplia perspectiva de las salas. Formaban una doble figura extrañamente lejana y quieta. Todo lo veían muy juntos, sin hablar, descubiertas las cabezas, de cabellera gruesa y apelmazada, humildemente cogido con ambas manos el sombrero de palma. Su tierna concentración, azorada y casi religiosa, sí representaba allí una verdad. Pero nosotros, ¿qué representábamos? ¿Representábamos algo fundamental, algo sincero, algo profundo, Eufemio, Eulalio, Robles y yo? Nosotros lo comentábamos todo con el labio sonriente y los sombreros puestos.
     Frente a cada cosa Eufemio daba sin reserva su opinión, a menudo elemental y primitiva. Sus observaciones revelaban un concepto optimista e ingenuo sobre las altas funciones oficiales. “Aquí —nos decía— es donde los del gobierno platican”. “Aquí es donde los del gobierno bailan”, “Aquí es donde los del gobierno cenan”. Se comprendía a leguas que nosotros, para él, nunca habíamos sabido lo que era estar entre tapices ni teníamos la menor noción del uso a que se destinan un sofá, una consola, un estrado; en consecuencia, nos ilustraba. Y todo iba diciéndolo en tono de tal sencillez, que a mí me producía verdadera ternura. Ante la silla presidencial declaró con acento de triunfo, con acento cercano al éxtasis: “¡Ésta es la silla!”. Y luego, en su rapto de candor envidiable, añadió: “Desde que estoy aquí, vengo a ver esta silla todos los días, para irme acostumbrando. Porque, afigúrense nomás: antes siempre había creído que la silla presidencial era una silla de montar.” Dicho esto, se dio Eufemio a reír de su propia simpleza, y con él reímos nosotros…

Diario de la peste (17). El presente es perpetuo.

Uno de los instrumentos clave que utiliza para gobernar López Obrador es la denostación del pasado reciente. Y la promesa de un futuro promisorio. ¿Y el presente? Una lucha desigual contra los poderes fácticos; esa masa difusa de intereses inconfesables, alianzas contranatura y conspiraciones siempre al acecho. El presente es perpetuo, como en Viento enterode Octavio Paz. Pensamiento mítico, circular, sin solución posible. Atemporal, la 4T no tiene banderazo de salida ni final programático. Es una lucha de titanes. Y conforme se comenten errores, algunos nimios, otros monumentalmente costosos, el pasado se va haciendo cada vez más oscuro y sombrío; la lucha, en ese presente eterno, más difícil y desigual. 

Pero mañana (“hoy no se fía, mañana sí”) llegaremos a ese no-lugar donde los corderos pacerán junto a los lobos, antes feroces, ahora veganos. Un pensamiento no racional, sobre el que es imposible corregir, argumentar y proponer. Nada se puede cosechar de lo sembrado. Incluso los aciertos propios caen en esa caja trituradora de la dimensión espacio-temporal. La 4T es ese instante infinitesimal que sucede esperando a Godot. La 4T es la no-respuesta del físico cuántico sobre la vida/muerte del gato de Schrödinger. En el presente no hay reformas, triunfos parciales, procesos de mejora, avances de gallo-gallina. Todo es definitivo y crucial. Y nada importa. Ni siquiera una pandemia. Y ya rumbo al precipicio, en plena caída libre (a 9.8 metros por segundo cuadrado), acusaremos al pasado (neoliberal, conservador, fifí, reaccionario, neoporfirista) de no proveer los paracaídas adecuados. Y felices, pueblo bueno y líder con principios, seguiremos soñando con el futuro, quizá con rostro de concreto, pero siempre en abiertas alamedas. ¡Nadie nos arrebatará la esperanza! Seremos flores de asfalto.

Diario de la peste (16) Cristo se detuvo en Éboli.

Para estar a tono con estos días de encierro obligado, que no tienen nada de felices y que si acaso sirven para algo es para prepararnos para lo peor, en términos humanos, sanitarios, sociales y económicos, me acordé de Carlos Levi y su Cristo se detuvo en Éboli

El pintor Carlo Levi era médico de profesión y estaba educado en la alta cultura judía de la Europa de entreguerras: era un lector sofisticado y un no mal intérprete de piano. Era el mayor de una de generación de turineses que incluía a Cesare Pavese (al que le hizo un retrato profundo), Giulio Einaudi, Leone y Natalia Ginzburg. El “grupo Einaudi” que moldearían la cultura italiana de la posguerra. 

Sin relación familiar con el otro legendario Levi de Turín, el indiscutible Primo, Carlo fue desde muy pronto, por vocación y acción, un rebelde contra la insana estulticia del fascio italiano. Además, era sobrino de Carlos Treves, uno de los líderes del partido socialista italiano. 

Encarcelado por actividades contra el Estado italiano, ambigua fórmula jurídica de los totalitarismos, Carlo Levi pasó tres años en prisión. Al salir fue desterrado a la Lucania profunda, en un castigo de inverosímil tonalidad feudal. Primero a Grassano y luego a Gagliano. Cristo se detuvo en Éboli son las memorias del año casi exacto que pasó en el segundo de estos pueblos. Pero la historia es aún más compleja, ya que el libro fue escrito como una forma de evasión mental mientras vivía refugiado en una casa de Florencia, en 1944, cuando la república de opereta de Saló había entrado en la misma demencia racial del Reich. Sobre él pesaban dos condenas a muerte: por judío y por partisano. De ahí su apenas perceptible aire nostálgico.

La identidad de Levi, su perfil idiosincrásico, tendría mucho más que ver con los círculos liberales y artísticos de Viena, Niza o Ginebra que con el Mediodía italiano: Cristo se detuvo en Éboli es el choque entre un ciudadano europeo de la era postindustrial y unos pobladores del mundo precristiano.

“Atado al potro” del paludismo, entre áridas barrancas y crueles precipicios, Gagliano era una cárcel con forma de pueblo: ni una tienda, ni un hostal, ni un café. Nada perturba su inmovilidad. Su único contacto con el mundo externo: una sinuosa carretera por la que circula un único coche, el encargado de recoger el correo en el pueblo vecino. En esa isla del archipiélago del Mezzogiorno se perpetúa un régimen de opresión medieval que tiene en el alcalde —maestro de la única escuela y dueño también de la única farmacia— y en el jefe de la policía —su hijo será el único voluntario del pueblo en la guerra de Abisinia— a sus instrumentos fácticos. Ambos, preceptivamente fascistas, y cuya relación con Roma es una transacción descarada: imitación ideológica a cambio del mando total sobre esos confines.

Con los ricos bosques arrasados siglos atrás, las tierras están dedicadas al cultivo de trigo, con un rendimiento que apenas alcanza para el autoconsumo. Sus dueños son familias nobles que viven en Nápoles o Roma y una vez al año regresan para cobrar, implacables, el pago del arrendamiento. Por ello, la mayoría de los hombres útiles para el trabajo han emigrado a América y sólo sobreviven los derrotados, los ancianos, los enfermos. Gagliano funciona como una sociedad matriarcal cuyo correlato masculino sucede en Nueva York o Buenos Aires. Levi encontrará en cada casa, junto a la estampa de la Virgen, la imagen de Roosevelt, verdadero patrono de la villa al que rezan en silencio las madres y esposas abandonadas.

Cristo se detuvo en Éboli es un libro a caballo entre la antropología y la literatura. A un tiempo diario personal y viaje a los infiernos de la mentalidad atávica, es en su conjunto un estudio del tiempo detenido y un involuntario homenaje al refrán “pueblo chico, infierno grande”. Campesinos que creen en los duendes, en los espíritus malignos y benignos; mujeres que viven de hacer pócimas de amor y brebajes para curar sus hijos enfermos de bocio y difteria, mientras esperan una carta, una noticia de América que nunca llega. Sorprende desde la óptica mexicana la escasez de fiestas y celebraciones: improvisadas coplas navideñas para pedir dinero en las casas de los notables del pueblo, un desangelado carnaval de una sola jornada sin transgresiones y un paupérrimo día de la Virgen (que enmascara un culto sincrético anterior, como en México) son las tristes etapas de un calendario ritual degradado y pobre, en donde el cristianismo no logró asentarse con fuerza (la única iglesia del pueblo está semiderruida y vacía incluso durante la misa del domingo) y los rituales paganos y politeístas se perdieron en la niebla del tiempo. Así, la vida queda determinada más por las estaciones y el clima que por su lectura simbólica o su recreación cultural.

Para los campesinos de Gagliano, el Estado es una entelequia abstracta que ha sido sinónimo de explotación, sea bajo el poder republicano, borbón o fascista. Un fastidioso engranaje que viene de fuera, con rostro de Recaudador de Impuestos y que exige inapelable el pago de una tasa anual por cabeza de ganado. En el caso de Gagliano y de esos años, a un precio superior al del costo de alimentar y cuidar a las tristes cabras que conforman toda su mesnada. De ahí el horrendo espectáculo que registra Levi del sacrifico de las cabras del pueblo para evitar un pago imposible.

Pero Cristo se detuvo en Éboli no es una articulada denuncia social o política, ni está escrito desde la atalaya de la superioridad intelectual: Levi registra con humanidad, atención a los detalles y empatía el destino de esa gente, individualizándolos, estableciendo con ellos unos lazos y unas relaciones de plena igualdad. Se convierte en el improvisado médico de la comarca. No es un entomólogo, es un vecino. Y esa es la mayor virtud del libro. La lectura remite inevitablemente al Comala de Juan Rulfo, otro pueblo de caciques y fantasmas. 

El destierro de Carlo Levi termina cuando la radio de Roma anuncia su nombre en la lista de amnistiados como medida de gracia tras la entrada de las tropas italianas en Addis Abeba, y Levi puede regresar, por un tiempo, a su trabajo de pintor en Turín. Estamos en mayo de 1936: los europeos afilan los cuchillos.

P.D. La imagen que ilustra esta entrada es un cuadro de Carlo Levi de su serie dedicada a Lucania (hoy Basilicata), la región donde estuvo desterrado.

Diario de la peste (15). El presidente visita Badiraguato.

Hasta el corazón de la Sierra Madre Occidental se desplazó López Obrador, en plena pandemia y dentro de una gira de tres días por cuatro estados, para supervisar el avance en las obras de la carretera que unirá el municipio sinaloense de Badiraguato con el municipio chihuahuense de Guadalupe y Calvo. Un improvisado puesto de supervisión, después de recorrer tres horas y media de terracería, fue el lugar elegido para la original ceremonia de “continuación de la obra”. Todavía dentro de los límites del municipio de Badiraguato, cerca del poblado de Las Tunas, y ante el imponente macizo de la Mesa de San Rafael. Las retroexcavadoras guardan momentáneo silencio. El público lo componen ingenieros de caminos con su casco y peto naranja de rigor. Y la prensa adscrita a la fuente. López Obrador, apoyado por unas notas, parece improvisar un discurso de casi cuarenta minutos.

Badiraguato, según el censo del año 2000, tenía una población de poco más de 42 mil habitantes. En el censo de 2010, la población era de menos de 30 mil habitantes. Una reducción de cerca del 30 por cierto. El censo de Sinaloa del 2015 reportaba 32 mil habitantes. Si pudiéramos estudiar con más detalles los datos demográficos, veríamos que esa disminución se da entre la población más joven, muerta por la violencia criminal o emigrada. Para que se entienda la magnitud del desastre habría que extrapolarlo a nivel nacional: en el año 2000, nuestro país tenía 101.7 millones de habitantes y en 2010, 117.3. Si México fuera Badiraguato, hubiera alcanzado la cifra de 73 millones de habitantes, la peor debacle de su historia, para estabilizarse a duras penas en los 75 millones. 

Badiraguato es uno de los vértices del llamado Triángulo Dorado de la droga, torpe metáfora que se usa para referirse a esa zona serrana entre Sinaloa, Chihuahua y Durango, sin caminos y de intimidante geografía, viejo territorio de Doroteo Arango antes de ser Pancho Villa. Es la zona de mayor producción en el mundo de amapola. Guarida y cuartel general de los narcotraficantes de Sinaloa, entre sus paisanos ilustres están el Joaquín “el Chapo” Guzmán, Ernesto Fonseca Carrillo, Miguel Ángel Félix Gallardo, Ismael “el Mayo” Zambada y los hermanos Beltrán Leyva. Es imposible transitar por esas serranías sin salvoconductos, como saben todos sus atribulados vecinos. Estamos, pues, en la zona cero de la violencia criminal de México.  

            En su discurso, López Obrador habló de los empresarios “chipocludos y machuchones” de la era neoliberal que no pagaban impuestos, habló del periódico Reforma, “prensa fifí” y “boletín de los conservadores”, explicó que el tapabocas no sirve para combatir el Covid-19 y aclaró que su temperatura corporal era de 36 grados. También señaló que esa sierra era ideal para su proyecto “Sembrando vida” y que ya cerca de 2,000 agricultores del municipio se habían inscrito por el jornal de cinco mil pesos que ofrece el programa para plantar árboles “frutales y maderables”. También dijo que en Badiraguato se está construyendo una universidad que, sin embargo, ya tiene 103 becarios y 91 alumnos. Habló del precio de garantía del maíz para los esforzados agricultores de la zona, de los 197 jóvenes inscritos en el programa de “jóvenes construyendo el futuro”, aprendices en talleres y fábricas cuyo salario también cubre el gobierno. Con legítimo orgullo, explicó que todos los estudiantes del nivel medio superior del municipio reciben su beca (1,264), así como los alumnos del nivel preescolar y escolar de familias de escasos recursos, que cifró en 4,641. Por respeto a la investidura, me niego a entrar al baile de cifras de los apoyos directos, “sin moches”, que el gobierno está repartiendo a los pobladores de Badiraguato.  Las palabras “narcotráfico”, “ley”, “violencia”, “monopolio legítimo”, “víctimas” no fueron requeridas en su discurso.

Después de una reparadora taquiza, servida con las manos por cada comensal, entre un selecto grupo de vecinos y trabajadores de la carretera, y de tener el gesto humano de ir a saludar de mano a una nonagenaria con la que mantiene correspondencia, sentada en un camioneta Ford Lobo Platinum Limited Crew, el presidente pasó a retirarse.

Diario de la peste (14). Saint-Exupéry: último accidente

Madrid-México: En el mostrador de Iberia, ya con el pase de abordar en la mano, la encargada del mostrador me pide, casi como por no dejar, que “haga el favor” de pesar la maleta, diminuta, que llevo de mano. No la miro horrorizado, ni he anticipado el desastre. Efectivamente, la maleta pesa once kilos y medio. Y me dice, con esa forma imperativa que tienen ciertos españoles en una situación de poder, que debo facturarla. No quise, no pude discutir. En sentido estricto, ella tenía razón: eso dice la ley. No llevaba bolsa de mano. La larga cola para llegar al mostrador, el tono, la presión que se intuye de la cola que sigue detrás de uno, y un estúpido convencimiento en que todo irá bien (en el que sigo creyendo de manera ya francamente irracional) me hicieron facturarla. La maleta solo llevaba libros. En Aeroméxico el problema se hubiera solucionado con cortesía y labia. Con un detalle: en México la ley no existe y los ciudadanos estamos indefensos. Eso sí, la vida cotidiana es dúctil y cómoda. En España, la ley se aplica, lo que produce ruido y molestias innecesarias en el día a día, pero uno está seguro como ciudadano. Y el que la hace, a la larga o a la corta, la paga.  

Lleva dos tipos de libros importantes. Los necesarios para un vuelo y estancia aeroportuaria combinadas de doce, trece horas (en un vuelo de día, además). Me dolió particularmente perder mi edición de El Quijote de Ediciones Castilla y encuadernada en Valencia por Alfredo Ortells Ferriz que llevaba como un amuleto en los vuelos trasatlánticos. Y los libros de la tesis que la doctoranda Santos me había pedido le trajera de España y que había recogido con sus padres –aún vivía Luciano– en Aranjuez. De la mano de Pedro Sorela, la tesis de Yai estaba dedicada a Tierra de los hombres, de Antoine de Saint-Exupéry. 

La falta de lectura para el avión me hizo entrar de emergencia a la librería-expendio de periódicos de Barajas. Había novelas best-sellersy libros prácticos (géneros que luego aprendí a respetar, por otras razones). Desolado dejaba ya la tienda, con las manos vacías, cuando sobre la caja vi un exhibidor de Tusquets. Y pude comprar una buena dotación de libros para volar. Gracias a esto, por cierto, descubrí a Leonardo Sciascia, a quien despreciaba sin conocerlo como un autor de novelas de género, y que desde entonces me acompaña como un autor de cabecera.

Los libros de Yaiza incluían rarezas y joyas: las memorias en francés de madame Saint-Exupéry (la legendaria Consuelo Suncín), las biografías canónicas de Stacy Schiff y Cate Curtis, el libro del gran Blas Matamoro y todos los libros de Saint-Ex en español y francés. Esta pérdida, sin embargo, nos obligó a hacer varias excursiones por las librerías de la calle Donceles para recuperarlos, y salvo alguno (el más necesario y especial), reponer y ampliar la pequeña biblioteca de Saint-Exupéry (juntos con otras maravillas).

Saint-Exupéry, quizá el autor más leído del mundo por su libro El Principito, tuvo un extraño destino como autor: se ganó la posteridad literaria con una obra maestra que opacó, hasta la fecha, al menos dos o tres libros del mismo valor o incluso mayor: Vuelo de nochePiloto de guerray el indiscutible Tierra de los hombres, que escribió después del accidente más grave de su carrera, al despegar de Guatemala en 1938 (otro accidente célebre de los varios que sufrió fue en el desierto de Libia, tres años antes). Pero si tuviera que recomendar a alguien que se adentrara en el humanismo apartidista de Saint-Ex, le recomendaría que empezara por Carta a un rehén

Escrito desde su incómodo exilio en Estados Unidos, que romperá para unirse a los aliados y morir en combate en 1944, el texto se llamaba originalmente Carta a León Werth. El nombre le suena a cualquiera por ser la persona a la que está dedicada El Principito, quizá la mejor dedicatoria de todas las que se han escrito. Pero como Werth había quedado en Francia, era un escritor surrealista, de tendencias anarquistas y padre judío, la prudencia obligó a ocultar su nombre. Es válido pensar que por compensar esa censura obligada es que quiso mencionar a su viejo amigo en el libro infantil y dedicárselo. Paradójicamente, Werth sobrevivió a la guerra y escribirá sobre el aviador, dibujante, juerguista, mujeriego, matemático y genio que fue su amigo (sí también perdí su libro sobre Saint-Exupéry, tel que je l’ai connu).

Carta a un rehéntiene algunas claves de la obra de Saint-Ex. A saber, que el hombre no es una realidad dada, sino una aspiración que se alcanza sólo desde la tolerancia y la creación; que la soledad y el aislamiento (él vivió tres años en el Sahara, y los consideró los más felices de su vida) es una oportunidad para detonar lo que uno de verdad lleva dentro: “El Sahara está más vivo que una capital, y si se desmagnetizaran los polos esenciales de la vida, la ciudad más abigarrada se vacía”; que la amistad no necesita de la presencia y exige no juzgar: “Cuando invito a un amigo a mi mesa le ruego que se siente, pero si cojea no le pido que baile”, y que es imposible filosóficamente que triunfe el fascismo, que rechaza “las contradicciones creativas” y quiere fundar por mil años “el robot del hormiguero”. “El orden por el orden castra en el hombre su poder esencial, que consiste en transformar tanto el mundo como a sí mismo”.

Si tuviera que quedarme con un pasaje del libro, escogería su recuerdo de la guerra civil española, cuando una patrulla anarquista lo detiene de madrugada, con una cámara de fotos y en una estación de trenes, y él ha olvidado su credencial de periodista. Teme por su vida, puede ser uno más de los fusilamientos arbitrarios de esos falsos justicieros: “las vanguardias revolucionarias del partido que sean no cazan hombres (no aprecian la sustancia del hombre) sino síntomas. La verdad contraria les parece una enfermedad epidérmica. Por un síntoma dudoso se despacha a los contagios al lazareto de aislamientos. El cementerio”. 

***

La banda número 7 de recogida de las maletas del aeropuerto Benito Juárez estaba ya apagada. La reclamación, inútil a todas luces, quedó hecha, el maloliente taxi se arrastraba por el Viaducto y de pronto me entró una inmensa duda: ¿qué pensará el ladronzuelo que se apoderó de nuestros libros de Stacy de la Bruyère y su Saint.Exupéry. Une vie a contra-courrant?

P.D. La imagen: Antoine de Saint-Exupéry, a bordo de un Lightning P-38, durante la guerra.

Diario de la peste (13). Luciérnagas en el Quijote.

Descubro, releyendo El caso Moro de Leonardo Sciascia, que Pier Paolo Pasolini cifró, en un ensayo titulado “El vacío de poder en Italia”, todos los males de su país en una metáfora: la desaparición de las luciérnagas. Era una metáfora, pero también una realidad: la contaminación de las acequias, y del campo italiano en general, había producido esa inesperada extinción. Para el poeta, escritor y cineasta, las luciérnagas representaban la salud de la campiña pero también su belleza. La Italia de la democracia cristiana (cuyo emblema era Aldo Moro y sus intrigas de poder) tenía enfermo a su país y, sobre todo, destinado a una fealdad impropia de su historia. El ensayo fue publicado en febrero de 1975 en Il Corriere della Sera, y después recogido en el libro misceláneo Escritos corsarios. Tras el secuestro y asesinato de Moro por las Brigadas Rojas, en 1978, el honesto intelectual que era Pasolini cambió de opinión sobre esa época y su líder más representativo. Aun así, la metáfora se sostiene. 

¿Cuál sería la metáfora adecuada para el gobierno de Andrés Manuel López Obrador? Como se trata de un sexenio a la vieja usanza priista, como el de Echeverría o López Portillo, donde todo se centra en la figura presidencial, habría que buscar en sus gestos, actitudes, decisiones y desplantes, la metáfora que lo defina. Rechazo, por supuesto, las metáforas buscadas por él mismo, de una modestia tan ostentosa que se vuelven su reverso, vanagloria facilona. Por ejemplo, rechazar vivir en Los Pinos (para instalarse en Palacio Nacional), el olvidado Jetta de los comienzos (sustituido por la inevitable caravana de camionetas) o el cacareado fin del Estado Mayor Presidencial (reemplazado por un sistema de seguridad civil, igualmente visible pero menos profesional.

Las opciones son infinitas. ¿Sahumado en copal en la merecida limpia antes de su discurso de toma de posesión en el Zócalo? ¿Enseñando la imagen del Sagrado Corazón de su cartera como “detente” ante el Covid-19? ¿El horrible beso-mordisco en la mejilla a la niña guerrerense? ¿El jugo de piña huasteco y el trapiche de tracción animal? ¿El sombrero de pan en Tenango? ¿Los tacos de barbacoa del Carnerito de Tulancingo, Hidalgo? ¿La sesuda disquisición histórica sobre la maldad de la Colonia, pese al Acueducto del Padre Tembleque, en Otumba? ¿El rechazo del gel antibacterial en plena expansión de la pandemia? 

La respuesta fácil sería el billete de lotería con el avión presidencial, donde todo es mentira, ilegalidad o demagogia. La realidad hecha cachitos, sin reintegro. Pero la relación de López Obrador con la aeronáutica es tal esperpento, desde la cancelación del aeropuerto en Texcoco hasta el espectáculo de su humildad fingida en vuelos comerciales, que más que metáfora, requiere un análisis profundo. Lo mismo pasa con la violencia y el atento saludo a la madre del Chapo Guzmán en su preocupante gira a Badiraguato. 

Para mí la imagen del sexenio, hasta ahora, sucedió hace pocos días en la Rumorosa. Ahí, atónito ante la belleza de ese paraje entre Mexicali y Tecate, y sin mencionar sus pinturas rupestres, que son lo que lo hacen único, arremetió contra unos gigantes y su contaminación visual, “transas del periodo neoliberal” y responsabilidad del “partido conservador”.

—¿Qué gigantes? —dijo Sancho Panza.

—Aquellos que allí ves —respondió su amo—, de los brazos largos, que los suelen tener algunos de casi dos leguas.

—Mire vuestra merced —respondió Sancho— que aquellos que allí se parecen no son gigantes, sino molinos de viento, y lo que en ellos parecen brazos son las aspas, que, volteadas del viento, hacen andar la piedra del molino. Y así se genera la energía eólica.

—Bien parece —respondió don Quijote— que no estás cursado en esto de las aventuras: ellos son gigantes; y si tienes miedo quítate de ahí, y ponte en oración en el espacio que yo voy a entrar con ellos en fiera y desigual batalla.

Diario de la peste (12). Decir adiós.

En la naturaleza la muerte sólo sucede, vacía de sentido moral. La vida es una lucha implacable por la existencia. Acercarse al abrevadero es jugar a la ruleta rusa; cruzar el río un bolado de muerte; cazar o ser cazado, a eso se reduce “un día más con vida”. En la naturaleza no existe ni la vejez ni las minusvalías. Un descuido y tu no-singularidad se convierte en parte de la cadena trófica. En la naturaleza nada está “ahíto de sí”. Todo está en tensión, en un “precario equilibrio”. En la naturaleza sólo hay supervivientes. Ahora que releo sin parar a Primo Levi (al que volveremos en este blog) pienso que en la naturaleza sólo hay hundidos al amanecer o salvados por el momento. 

El franco león o el oblicuo leopardo están sometidos a las mismas reglas: una patada de jirafa, una embestida de búfalo, un joven retador de melena negra, y todo termina. En la naturaleza, además, no hay desperdicio, todo se reintegra. Salvo el marfil de algún cuerno aún altivo o el calcio de alguna osamenta vencida, todo se come, pule, degrada, oxida y desaparece. El lamento de los grandes mamíferos ante el cadáver de un miembro de la manada, que puede ser desgarrador, es resignado, pero sobre todo es breve. No hay luto posible. Todo duelo es inestable. Los cazadores oportunistas y los carroñeros rondan ya cerca, en peligrosos círculos concéntricos. 

             Si tuviera que contestar qué nos hace humanos, pondría en primer lugar la conciencia, y esa conciencia es la cara amable de la conciencia del propio fin. La conciencia de la muerte (que uno ahuyenta incluso en epidemias y guerras) es el verdadero motor de la cultura. Es el elefante en la habitación. Lo que le da sentido al sinsentido de la vida. Y su lógica consecuencia es honrar a los muertos. No hay pueblos sin lenguaje (y su frontera, la poesía), sin fuego, sin tabú del incesto y sin ceremonias luctuosas. 

Quizá lo más perturbador del Covid-19 es que uno no puede despedirse de sus seres queridos, ni abrazar a la grey que los congrega en un velorio, ni llorar en compañía. Los testimonios que he leído en estos días sobre el tema me tienen sobrecogido. Y cada día le hablo a mis padres, para animarlos, pero también para suplicarles que sean rigurosos en su aislamiento. También para decirles, sin decirlo muchas veces, cuánto los quiero.  

Este confinamiento nos ha enseñado que solo lo verdadero es importante: los hijos, la música, el cine, la literatura, la danza, el amor, la conversación, la cocina, el arte, la amistad. Pero todo eso se desvanece en una pesadilla si uno no puede abrazar a sus mayores y con la mano en el corazón decirles buen viaje, gracias por las enseñanzas, que la tierra te sea leve.

Diario de la peste (11). Nuestra última oportunidad

Desde principios de febrero había clara evidencia de que la infección por coronavirus iba a golpear a Occidente de la misma forma en que lo estaba haciendo en Asia. Tiempo para pensar una estrategia común y tomar medidas transfronterizas. Nadie lo hizo y las consecuencias están a la vista. Y lo peor, cada país se rasca con sus propios medios: Europa es un senado de reproches y Estados Unidos, una isla.

Trump (como Bolsonaro) quiso negar la evidencia. Boris Johnson jugó la carta de su inteligencia extrema no compasiva: la única solución es la “inmunidad de manada”, con un detalle que le reveló el algoritmo desarrollado por los matemáticos del Imperial College de Londres: esto podía causar medio millón de muertos y la ruptura del sistema de salud británico. Y reculó a tiempo. Por suerte para él, antes de ser diagnosticado como positivo de la enfermedad. 

En España, la incompetencia de Sánchez-Iglesias ha sido manifiesta. La pareja de gobierno desatendió las señalas de alarma, invitó a sumarse a la marcha sobre el día internacional de la mujer a la ciudadanía y permitió partidos de futbol y actos públicos de toda índole hasta el 9 de marzo. Su rectificación ha sido dramática en los gestos e ineficaz en las medidas. Por ejemplo, los sanitarios españoles no fueron protegidos a tiempo y muchos están de baja por el virus. Si esto pasó en España (país desarrollado, democracia plena, sistema sanitario universal), qué esperar de nosotros. 

En México, la epidemia nos pega en el peor momento posible. López Obrador desprecia la técnica en favor de la ideología, la ciencia en favor de la superstición, la cultura en favor del folclor (no incompatibles, por cierto), la democracia representativa en favor de la democracia asamblearia y las instituciones en favor de la lealtad personal. Pero lo peor es su relación con la economía. Gobierna con el mantra liberal de la estabilidad macroeconómica (para mí algo positivo) pero desprecia lo que haría posible ese deseo (la inversión de la iniciativa privada). Su verdadero talón de Aquiles, ya antes del Covid-19, es la energía. Para todo fin práctico, la reforma energética ha sido cancelada. Y bajo una quimera de buen nombre, “Salvar a Pemex”, ha desperdiciado recursos valiosos, hoy más necesarios que nunca.

Creo, a diferencia de muchos críticos de López Obrador, que Hugo López-Gatell es un funcionario competente y un médico formado con los más estrictos estándares y que en sus manos (previo lavado exhaustivo) estamos en buenas manos. El problema es otro. El primero (y único) es que la personalidad narcisista de López Obrador se niega a reconocer, incluso ahora, que la pandemia no es contra él, no es una conjura neoliberal ni una iniciativa de Calderón. Su plan es seguir con su plan original, incluida obras absurdas, becas populistas y división de la sociedad en amigos-enemigos. Gobierna sólo con dos herramientas: las conferencias de prensa matutinas (versión moderada del Aló Presidentede ya saben quién) y las giras de trabajo. Micrófono y plaza pública para una revolución blanda que cambie a México para siempre. Pocas alforjas para tan largo viaje. Todo lo demás es conservadurismo o tareas para Marcelo Ebrard. Así que la labor del López bueno es convencer al otro López de que estamos ante un escenario no previsto, no dirigido contra él y en el que tiene que modificar sus pautas de trabajo, pensamiento mágico y relación redentora con la sociedad. Lamentablemente, es epidemiólogo, no psiquiatra. Sólo así se puede entender que tras días de postergar las medidas que se requieren, soltara la frase del sexenio: estamos ante nuestra última oportunidad.

La ilustración: Foto fija de Dos tipos de cuidado, de Ismael Rodríguez, con Jorge Negrete (Jorge Bueno) y Pedro Infante (Pedro Malo). 

Diario de la peste (10). Carlos Rangel

Escribí el nombre de Carlos Rangel (Caracas 1929-1988) y no supe qué etiqueta ponerle para tranquilizar el instinto taxonómico que implica todo comentario sobre alguien. ¿Periodista? Sin duda lo fue, no sólo por su trabajo como editor de Momentoo su columna en el semanario Resumen, sino por el programa que por lustros hizo en la televisión de su país junto a su mujer Sofía Ímber. ¿Académico? Sin duda también, con estudios de posgrado en Estados Unidos y Francia en literatura comparada y maestro de la Universidad Central de Caracas y la New York University. ¿Diplomático? Sí, aunque la afirmación es ya más tímida por lo breve de su carrera. Sirvió, sobre todo, en la Embajada de Venezuela en Bélgica como primer secretario. ¿Intelectual? Definición que todo el mundo entiende pero que nadie sabe en realidad qué significa, yo incluido. Intelectual en el sentido de que podía hablar de los asuntos públicos y su voz tenía autoridad, era relevante, sin ser necesariamente ni un experto ni un protagonista de los temas a tratar. ¿Celebridad? Sí, pero no con los alcances de un político fantoche o un beisbolista de las mayores. Lo fue porque junto a Sofía Ímber formaba una pareja poderosa dentro de la alta cultura caraqueña. Ímber fue la creadora y directora del Museo de Arte Contemporáneo, la mejor institución de su tipo en América Latina hasta su inevitable pleito con la revolución bolivariana. Chávez incluso tuvo la delicadeza de destituirla en vivo durante la transmisión de su programa vespertino Aló Presidente

Carlos Rangel, periodista, académico, diplomático e intelectual venezolano, fue sobre todo un pensador liberal preocupado por la deriva totalitaria del continente. Su talante lo determinada su programa de televisión. En ese banal horror que se llama Venevisión de la familia Cisneros (gemelo ideológico de Televisa en México), se empeñó por muchos años en defender el periodismo de opinión exigente y la entrevista retadora. Rangel e Ímber no le daban a la audiencia lo que pedía (para eso estaba Miss Venezuela y ciertas telenovelas en la misma cadena) sino que le ofrecían contenido de alta calidad y apostaban por la inteligencia del telespectador y no a su modorra. Escribí ciertas telenovelas porque Venezuela fue la cuna (junto a Colombia) de una revolución en el formato y alcance de este género, que hunde sus raíces en la novela de folletín del siglo XIX. De la mano de José Ignacio Cabrujas, un pequeño grupo de escritores (Ibsen Martínez, Luis Zelkowicz y Alberto Barrera, por ejemplo) logró lo impensable: darle la vuelta al eterno cuento de la Cenicienta y hacer que la pantalla reflejara de manera más exacta los dilemas de la naturaleza humana. 

Si el talante de Rangel quedó atrapado en los archivos de la gran pantalla, su legado está en un libro: Del buen salvaje al buen revolucionario. Se trata de un intento serio, sistemático, de entender por qué América Latina es la expresión de un fracaso histórico, y Estados Unidos, la culminación exitosa del sueño europeo sobre América.

Escrito entre 1974 y 1975, el libro nace de una sugerencia de Jean François Revel. Por ello se publicó primero en francés, en Editions Robert Laffont, y por ello llevó el prólogo del autor de El conocimiento inútil. El libro de Rangel fue muy polémico en su momento, activamente combatido desde las universidades públicas y la prensa comprometida, incluso repudiado, y luego, lentamente, olvidado, aunque ahí están (como en El ogro filantrópicode Octavio Paz y en La tentación totalitariadel propio Revel, libros coetáneos) las claves para entender la fragilidad democrática de nuestro continente.

En esta relectura (no todo son relecturas, pero esta sí lo es) no me ha interesado tanto la tesis histórica de Rangel, que desprecia, quizá por ser Venezuela una parte relativamente marginal del Virreinato de la Nueva Granada, la fuerza civilizatoria de la Monarquía Hispánica en América para privilegiar los logros democráticos y ciudadanos de las trece colonias británicas de América del Norte. La tesis de Rangel es que las colonias hispanas se basaron en el trabajo esclavo (abierto de los africanos traídos a la fuerza y velado en el caso de los indígenas en las encomiendas y haciendas) y las colonias inglesas en el trabajo de los colonos. La América española era el reino de la Contrarreforma y el absolutismo, y las colonias inglesas, de la libertad religiosa y el derecho consuetudinario. 

Rangel ignora, por ejemplo, que la primera globalización comercial empezó en México con la ruta de la Nao de China. Tras la conquista de Filipinas por Felipe II, expedición organizada y financiada desde la Ciudad de México, España abrió una ruta comercial alterna a la ruta de la seda que conectó de manera comercial Asia, América y Europa a través de los puertos de Manila, Acapulco y Manzanillo, Veracruz y el puerto dulce de Sevilla, más la ruta terrestre por el centro la Nueva España.

En cambio, es deslumbrante el análisis político de América Latina, la necesidad del hombre providencial que por sí mismo puede rescatar a un país o una sociedad y cómo el caudillo decimonónico, dueño de vidas y haciendas, se trasmutó en el revolucionario justiciero. Así, la utopía arcaica del poblador original, puro y angelical, tiene su culminación lógica en la historia, tras una vulgata marxista mal digerida, en el Hombre Nuevo.

Las páginas del libro en que analiza a Juan Domingo Perón son inmejorables, la mejor explicación que he leído para entender cómo un país de los alcances de la Argentina se precipitó ciega a su destino latinoamericano por vía del populismo peronista. Lo mismo hace con el gobierno de Velasco en el Perú. 

Tres figuras son centrales: Víctor Raúl Haya de la Torre, el fundador del APRA peruano y el pensador más dotado del continente para proponer un modelo de izquierda democrática no dependiente de la Unión Soviética; Rómulo Betancur, el restaurador de la democracia venezolana, y la figura mercurial de Fidel Castro, culminación y semilla de todos los males latinoamericanos.

Para México, que analiza con una fineza y una precisión que recuerdan las palabras de Vargas Llosa sobre la dictadura perfecta pero dichas dos décadas antes, la parte más útil hoy es, sin embargo, el análisis del gobierno de Salvador Allende. El chileno interpretó su victoria electoral, en el marco de una democracia representativa e institucional, como una licencia, no concedida ni por las leyes democráticas ni por su espíritu, para hacer una revolución desde el poder, pacífica pero radical. Su fracaso fue el fracaso de tres generaciones de chilenos, y sus ecos, incluida la pútrida dictadura de Pinochet, llegan a nuestros días. Y digo la parte más útil para México hoy porque López Obrador ha dicho de sus años de estudiante en la UNAM que la figura que lo lanzó a la conciencia política fue Salvador Allende.  

P.D. Carlos Rangel se suicidó el 15 de enero de 1988. Imposible entrar en la mente del suicida, pero se sabe que es un comportamiento más genético que vivencial, aunque lo puede disparar hechos concretos. Su mujer decidió ir al programa de televisión compartido como un homenaje a su marido. Su gesto fue malentendido. Hoy sería linchada en las redes.