Diario de la peste (29). Cuba y el pasado

La denostación del pasado fue una de las herramientas que usó Fidel Castro para afianzarse en el poder. Luego lo repitió durante más de cincuenta años. Incluso tras su muerte sigue funcionando como mantra revolucionario. Gente relativamente alfabetizada puede aceptar que Cuba es un desastre, pero, al menos, dicen, gracias a la Revolución, dejó de ser el burdel/casino de los Estados Unidos. Ese es uno de los legados incuestionables de Fidel Castro, afirman con solemnidad. En el 2016, tras ejercer el poder durante casi sesenta años, murió entre sábanas de lino y heredó el cargo su hermano menor, y, sin embargo, “Cuba liberada” sigue siendo dogma de fe. 

Buena parte de la catástrofe de América Latina tiene que ver con la gravitación de la revolución cubana, el influjo de sus políticas y el aura heroica de sus dirigentes. No condenar abiertamente la revolución cubana, y la inmensa tragedia humana que significa, es el pecado original del continente. Una de sus excrecencias más tóxicas, el socialismo bolivariano de Hugo Chávez, sigue condicionando la política regional de manera inverosímil, a la luz de sus resultados, mentiras y lacerantes contradicciones. Y esto no solo es verdad para Bolivia, Ecuador, Nicaragua y ahora tristemente México, sino para España, cuya política está determinada, en parte, por un partido que nace de la financiación de Hugo Chávez y sus acólitos.

Pero no quiero discutir eso ahora (ya habrá ocasión de hacerlo), sino la hábil estrategia de Castro de hacer una condena en bloque del pasado para así justificar los errores y problemas del presente.

Vayamos a los datos:

Cuba, en 1958, era la quinta economía per cápita del subcontinente, solo detrás de Brasil, Argentina, Uruguay y Venezuela. Hoy es la antepenúltima, tras Nicaragua y Haití.

En 1957, Cuba fue el cuarto exportador neto del subcontinente (incluyendo Brasil). Venezuela, por el petróleo, ocupaba el primer lugar con 2,741 millones de dólares; Brasil, gigante industrial de la posguerra, el segundo con 1392; Argentina, carne y granos para medio mundo, el tercero con 975; Cuba con 845 millones de dólares, el cuarto, y luego México, con un pobre 745, dadas su población y cercanía con Estados Unidos. 

En 1958, Cuba produjo 190 mil llantas de automóvil; 19 millones de pares de zapatos, en sus más de 250 talleres y fábricas del ramo; 50 mil toneladas de papeles y cartón, más que Perú, Colombia o Venezuela; 700 mil toneladas de cemento, quinto de América Latina; 8 mil toneladas de mineral de hierro y 13 mil toneladas de cobre; 45 mil toneladas de petróleo crudo (refinó 1,200,000 toneladas, octavo en América Latina). En términos de generación eléctrica, produjo 1560 millones de KLW, el doble que toda Centroamérica.

En 1958, la islatenía 940,000 vacas lecheras, queprodujeron803,700,000 litros de leche cruda, con un promedio de consumo de 122 litros de leche al año. El ganado vacuno lo componían 7 millones de cabezas, más de una vaca por habitante.

Un habanero, después de desvelarse en algunos de los centenares de cabarés y centros nocturnos de la capital (sólo sobrevivió una versión fosilizada del Tropicana, tomada por el Estado, con muchas historias aún que contar sobre la diplomacia y el chantaje sexual), como el Monmatre, el Bambú, el Kibú o el Tally-So, muchos con música en vivo, podía sentarse ante su café del barrio (Cuba era el tercer productor de café del mundo, pero tenía prohibido exportarlo para garantizar el abasto ante el alto consumo local), para revisar morosamente la prensa del día. El Diario de la Marina, con el suplemento cultural en manos del poeta Gastón Baquero; el Información, de Santiago Claret; el ExcélsiorEl País, de la misma empresa; El Mundoy otros menos conocidos, incluidos los vespertinos (CrisolAlerta) y los nocturnos, como el combativo Prensa Libre

Una lectura más serena quizá lo llevaría buscar un ejemplar de la revista Bohemiao de Carteles. El día se presentaba lleno de opciones. ¿Conferencia en el Ateneo u obra en el Blanquita (siete mil asientos)? ¿Qué tal cine de media tarde? La Habana tenía el mayor número de salas de América y rivalizaba con París por el cetro mundial. Algunas salas eran verdaderas joyas art déco, como el Payret, el Lido o el Riviera. Además, tenían convenios con los grandes estudios americanos, cuyas producciones muchas veces se estrenaban en simultáneo. 

El primero de enero de 1959, por citar solo los cines con la letra a, La Habana recibió la noticia de la huida de Batista con estas salas: Actualidades (1,700 butacas), Águila de Oro (900), Alba (900), Alameda (1400), Alfa (1,600),Alkazar (1700), Ámbar (875), Ambassador (1300), Acapulco (1,500), América (1,775), Apolo (1,330), Arenal (1,141), Astor (1,527), Astral (2,400), Atlantic (1,500), Atlas (1,500)y Avenida (1,000). Ese es el dolor de La Habana para un infante difuntode Guillermo Cabrera Infante.

Academias, asociaciones artísticas y musicales amplificaban la oferta hasta volverla el sueño de todo urbanita. De manera más frívola se podía ir al galgódromo, el célebre hipódromo del Oriental Park o alguno de los dos frontones vascos con partidas de jai-alai, además de a las playas y balnearios que rodeaban la ciudad. Lo mismo pasaba en términos culinarios, merenderos populares, fondas de barrios y grandes restaurantes de abolengo. Las rosticerías de pollo eran muy celebradas en la periferia de la capital. Al final, si se iba a casa resignado, tenía delante la mejor oferta de televisión y radio de habla hispana, cuya riqueza en un solo ámbito, las radionovelas, daría para un libro entero.

El entramado de pequeños comercios (mercerías, tintorerías) y sus oficios (plomeros, pintores) se cruzaba con una gama de locales de lujo, grandes almacenes y tiendas de todo tipo y variedad. Los indicadores financieros (reservas de oro, deuda per cápita, capacidad de importación, producto interno bruto en términos de poder adquisitivo) eran los mejores de América Latina. 

 Cuba tenía una escena teatral importante, una bohemia periodística, una vida de cafés, una amplia y enfrentada república literaria (Lezama Lima, Alejo Carpentier, Nicolás Guillén, Dulce María Loynaz, Eliseo Diego…), una vida académica potente (la Universidad de La Habana era la décima del mundo en humanidades) y un entramado industrial y social complejo, de país desarrollado. Además de la conocida vida nocturna. Por ejemplo, existían 13 universidades, 21 institutos de segunda enseñanza, 19 normales, además de escuelas de comercio, artes plásticas, técnicas-industriales, y escuelas de periodismo y publicidad. Cuba era un receptor neto de población en eso años. 

La segunda línea aérea de Cuba, El Estrella Nacional, por detrás de Cubana de Aviación, tenía vuelos diarios a Nueva York, Washington, Tampa y Miami y conexiones con 29 ciudades más. El ferry de La Habana conectaba dos veces al día con Miami, y Transatlántica francesa cubría los grandes recorridos en barco con conexiones a París, Londres y Nueva York. Cuba recibía uno de cada tres turistas de América Latina. 

Estos indicadores se repiten en todos los niveles de la sociedad cubana, destacadamente en medicina (pioneros en medicina preventiva), educación (el índice de analfabetismo más bajo del continente, con un 8% de adultos iletrados, frente al 38% de México, por ejemplo, y la matrícula escolar con un 45% de mujeres, la más alta de América Latina) y el deporte, que el común de los mortales atribuye a la revolución. 

La mafia de Chicago, sí, tenía intereses en los casinos y los grandes hoteles de la isla. Había miles de prostitutas trabajando para el turismo internacional, enormes desigualdades de ingresos y un racismo lacerante, a flor de piel. Problemas que son un spa al lado de los que tiene hoy Cuba, destruida hasta sus cimientos. En alma y cuerpo. Desabasto, emigración, pirámide poblacional, baja natalidad, tasa de suicidios, represión, población carcelaria, enfermedades mentales, tarjeta de racionamiento…, todo controlado por un gran hermano que es el único empleador, el único partido, el único informador autorizado. Al abolir el mercado, por dogma, toda esta rica urdimbre social previa a la revolución se derrumbó, como los edificios de La Habana Vieja, carcomidos por el salitre.

Fue imperdonable la traición de Fulgencio Batista, quien, sabiéndose derrotado en las elecciones de 1952, decidió dar un golpe de Estado con el apoyo del corrupto generalato y los Estados Unidos. Quedarse en el poder sine dieexacerbó la justificada rebeldía en su contra. Pero mucho más grave fue la traición de Fidel Castro a su promesa, tras tomar el poder, de respetar la constitución de 1940 (vulnerada por Batista) y convocar a elecciones libres, elecciones que los cubanos siguen esperando desde entonces. 

(Con información de Luis González Amador, “Cuba en 1958: datos estadísticos”; Ernesto T. Brivio, Cuba, isla de las maravillas; “La Habana, una antigua ciudad de cines”; el Anuario 1958 de la CEPAL y diversas informaciones en línea.)

Diario de la peste (28). La batalla de las ideas.

La democracia enfrenta el mayor desafío de su historia. Sus enemigos, que antes la combatían fuera de sus valores, ahora usan sus mecanismos para acceder al poder de manera legítima y desde ahí vulnerarla. El fenómeno, que no es de izquierda ni de derecha, recorre de norte a sur y de este a oeste el mundo (Trump, Bolsonaro, Boris Johnson, Putin, Viktor Orbán, Andrés Manuel López Obrador…) se basa en la destrucción (o desnaturalización) de instituciones, la neutralización de los contrapesos (sociales, económicos, políticos, mediáticos) y en la polarización de las sociedades (la dialéctica del amigo-enemigo de Carl Smith, ideólogo del nazismo reconvertido por la academia de los sesenta en un pensador respetable).

Parte de este desastre tiene que ver con el descrédito de la ciencia. El debate informado debe incluir las ideas científicas, y la separación entre intelectualidad y mundo científico ha traído como consecuencia el regreso de la irracionalidad y el pensamiento mágico, con funestas consecuencias como vemos en el manejo político-mediático (no científico-médico) de la pandemia.

La crisis de los periódicos en papel, surgida a partir de internet, es hoy una crisis del periodismo. Las redes sociales rompieron la baraja del oficio tradicional (selección, contextualización, jerarquización), y sembraron en la audiencia la idea de que todo es lo mismo. Ese contexto abonó el terreno para las llamadas fake news y la era de la post-verdad. Ecosistema que favorece a los políticos sin escrúpulos.  

Ante el clima de miedo inducido por los populistas, la gente tiende a refugiarse en su tribu afectiva. De ahí el resurgir del nacionalismo, pese a ser el componente más tóxico y el conjunto de ideas que peor soporta un análisis riguroso. O en las amplias enaguas de los líderes carismáticos y sus soluciones simples a problemas complejos, que sólo agravan. 

Frente a esto, una parte del pensamiento intelectual (antes cabeza de la resistencia) ha desviado su energía creativa en acompañar acríticamente el surgimiento de nuevas ideologías, que parten de legítimas y nobles intenciones (igualdad entre sexos, la protección del medioambiente) para fosilizarlas y convertirlas en tótems irracionales. Este es el caso del feminismo radical, que vulnera la igualdad ante la ley y la presunción de inocencia con la complicidad o el miedo de la mayoría (hombres y mujeres, por supuesto). Esto, además, desvía la discusión de temas más apremiantes: por ejemplo, la legalización de las drogas como antídoto a la violencia criminal. 

Las universidades no solo se han vuelto recintos puritanos donde empieza a haber temas y autores vetados, sino que la capacidad de generar conocimiento se ve limitada por las exigencias del academicismo (conocimiento vacío, en lenguaje sólo para iniciados, ajeno a la realidad y con un aparato de citas y referencias circulares) y porque el miedo a la disidencia se vuelve instinto de supervivencia y complicidad tácita.

George Orwell pensaba, con razón, que la perversión de la política estaba vinculada a la perversión del lenguaje. Devolvámosle la “claridad a las palabras”, como pedía Octavio Paz, y discutamos cómo salir de este laberinto, no de la soledad, pero sí del prefijo “i” de negación: i-letrado, i-liberal e i-rresponsable.

Diario de la peste (27). La Tercera Transformación.

Francisco Villa mandó matar a Paulino Martínez y a David G. Berlanga; Emiliano Zapata asesinó a Otilio Montaño; Venustiano Carranza mató a traición a Zapata y, por la vía de la justicia expedita, a Felipe Ángeles; Álvaro Obregón se despachó a Francisco Murguía, a su compadre Francisco Serrano, a Villa y al propio Carranza, y a su vez murió asesinado. Le robaron la presidencia a José Vasconcelos, en 1929, y a Juan Andreu Almazán, en 1940. Hubo rebeliones que triunfaron, por ejemplo, la de Agua Prieta, que llevó a los sonorenses al poder, y otras que fracasaron, como la de los hermanos Cedillo de San Luis Potosí, pero nadie le apostó a las urnas, verdadera causa del levantamiento. El campo, paralizado por el despojo y el crimen sin fin, no pudo, como el argentino, aprovechar la primera guerra mundial para exportar alimentos a la devastada Europa y salir del atraso milenario. Los comisarios ejidales le dieron la vuelta y crearon fábricas rurales exitosas. Fábricas de pobres, que inundaron las ciudades. Salvo el pequeño comercio de algunas capitales, la minería y el petróleo, en manos extranjeras, todo quedó suspendido, con mexicana alegría. Pese a ello, la bola tuvo parque suficiente para seguir matando, esta vez a campesinos mal armados, conservadores avant la lettre que pedían el inaudito derecho a celebrar misa. Plutarco Elías Calles, Adolfo de la Huerta, Vasconcelos, Martín Luis Guzmán y otros cientos debieron exiliarse para no seguir el camino del camposanto. Porfirio Díaz dejó el poder en 1911, y murió en París, exiliado, en 1915. Para 1940, el país se había pacificado, a costa de sus libertades democráticas. Tras décadas de discordia, lentamente, se fueron unificando, amalgamando esas historias de enfrentamientos y traiciones en un cuento de hadas, contado desde el poder, llamado Revolución mexicana, rebautizado ahora felizmente como Tercera Transformación. 

Diario de la peste (26). El caso Moro hoy.

Leonardo Sciascia, al que descubrí en una compra desesperada al quedarme sin lectura antes de un vuelo trasatlántico (de la que ya di cuenta), se volvió desde entonces un autor de cabecera. Y de no pocas conversaciones en los cafés de la Condesa con Federico Campbell, para quien México estaba cada vez más cerca de la Sicilia postrada ante la mafia que denuncia Sciascia en sus novelas. Campbell había mantenido correspondencia con Sciascia, lo había entrevistado en su casa de Racalmuto y tenía un libro pionero sobre el autor italiano (La memoria de Sciascia). A Campbell le interesaba el apóstata, que había renunciado al Partido Comunista Italiano por congruencia con su defensa de la libertad, y el líder moral, que nunca idealizó el bajo mundo de la Cosa Nostra, ni sus supuestos códigos de honor.

Creo que he leído todos o casi todos los libros de Sciascia al español, lo que incluye muchas novelas policiacas, un par de libros de cuentos y un curioso libro de viajes (Horas de España). Por cierto, la cultura literaria de Sciascia tenía una fuerte predilección por los autores clásicos españoles, en particular por Cervantes y Calderón, y también, quizá gracias a las sugerencias de Campbell, conocía ciertos clásicos mexicanos, como Martín Luis Guzmán, al que cita en más de una ocasión. Pero mis predilectos son dos libros donde la realidad pesa más que la ficción: La desaparición de MajoranaEl caso Moro. En el caso del primer título, la tesis de Sciascia es que Majorana, el físico italiano, no se suicidó, en 1938, como todo mundo afirma, por desórdenes de genio loco, sino porque se dio cuenta de que sus trabajos podían desembocar en la bomba atómica para Mussolini.

Me gusta la brevedad de sus novelas. Sciascia trabajaba todo el año en Roma. Primero como periodista, luego como político (después del Partido Comunista, fue diputado independiente por el Partido Radical), pero nunca perdonaba el largo verano en su tierra natal. Y ahí, encerrado tras los gruesos muros de su casa familiar en Sicilia, se encerraba a escribir, a redactar, la historia que había trabajado, en apuntes e investigación, a lo largo del año. Libros condensados, inteligentes, pero de fácil lectura, hijos de la luz del Mediterráneo. Una obra amplia, de muchos libros breves, escritos en su mayoría en la madurez, pura condensación de sabiduría vital, como su paisano Andrea Camilleri.

A Sciascia le desespera la complicidad del siciliano común con la ilegalidad y, por extensión, con el crimen. Su obra, a diferencia de la de Mario Puzo, por ejemplo, es un alegato contra la sublimación artística de la violencia criminal. Su obra es un grito en la plaza pública contra la omertá o ley del silencio. Y una muestra que, desde la literatura, para colmo de género, se puede comprender el fondo de un asunto social delicado, y tomar una postura ética ante el mal de su tiempo. Sciascia, desde luego, no limitó su lucha a las novelas de verano, sino que la llevó a las páginas de los diarios, con reportajes de investigación, y a la tribuna del congreso, con denuncias e iniciativas de toda índole. Y todo desde esa especie de serenidad del que ha convivido con el siroco de cerca por lustros. Sciascia fue un rígido impugnador de la corrupción política italiana y de esa dejadez, casi de orgullo idiosincrático italiano, de hacer las cosas sin cuidado, desde los trenes que salen tarde hasta los asesinatos que no se resuelven. Cose nostre, dicen los italianos, exculpándose de los pequeños desastres, “nuestras cosas”, sin darse cuenta la afinidad semántica con la cosa nostra

Leonardo Sciascia es a la mafia lo que Fernando Savater ha sido ante ETA: alguien que no acepta la inevitabilidad de la opresión ni la inercia de las cosas dadas. Ni Savater ni Sciascia saben voltear para el otro lado, como hacemos la mayoría por comodidad, miedo o complicidad involuntaria ante situaciones que nos rebasan.

El caso Moro es un libro triple. Por un lado, es una interpretación de las cartas que Aldo Moro mandó, durante su cautiverio por las Brigadas Rojas, a familiares y políticos (una lectura hecha en el verano de 1978, solos meses después del secuestro y asesinato de Moro); por otra, es una apretada cronología de los hechos, y por último, el informe de la comisión parlamentaria de investigación que presentó el diputado Sciascia al Congreso de la República italiana, en 1982, con los errores policiacos que impidieron, pese al gran despliegue y las múltiples pistas, dar con el paradero de Moro y liberarlo. Las tres partes encajan en la mente del lector y le permiten tener una visión amplia del secuestro y asesinato del líder de la Democracia Cristiana.

Sciascia parece ser el único en Italia que se toma en serio las cartas de Moro. Sus compañeros de la política decidieron que las escribía un hombre enajenado por el cautiverio, sin libre albedrío y no dueño de sí. Y las ignoraron. Moro lo que quiere es muy simple. Algo que además ya había defendido antes en su vida política: que se establezcan negociaciones para liberarlo. El fin supremo de la política es salvar vidas, piensa Moro, y es además la razón de ser de un buen católico. Pero el estamento político, con la excepción del socialista Craxi, se niega ceder al chantaje terrorista. Para Sciacia, las misivas de Moro desde la “prisión del pueblo” son lúcidas y claras. Y tienen, además de su fin explícito, dos intenciones ocultas: una, ganar tiempo para que la policía lo rescate, y la otra, vencer la censura de sus captores y dar claves de su paradero. Ahí, el genio filológico de Sciascia se vuelve más agudo que nunca y demuestra cómo algunas expresiones y aparentes incongruencias de las cartas de Moro son para decir que sigue en Roma, contra lo que pensaba la policía, que está retenido en un edificio de departamento habitado por muchos vecinos, probablemente en un sótano, y que este lugar no lo tiene la policía en sus registros. Reto a cualquiera a no emocionarse con esta posible interpretación.

Al final, el baile de muerte estaba sellado: los políticos no querían renunciar a la razón de Estado y negociar con los terroristas; y las Brigadas Rojas, intoxicadas de absoluto, ya habían decretado, desde el altar de su superioridad moral, en una farsa de juicio, que Moro era culpable y debía morir ejecutado por representar los males de la república burguesa. Una tragedia griega escenificada en Roma con la complicidad del Vaticano, la clase política y la prensa. Por eso, Moro pide, como última voluntad, un funeral privado, sólo con la familia.

Aldo Moro era, junto con Andreotti, la figura clave de la política italiana de posguerra. Fue dos veces primer ministro y era presidente del partido mayoritario cuando fue secuestrado. Además, el día de su secuestro iba rumbo al parlamento a presenciar, tras muchas horas de negociación y encuentros secretos que él encabezaba, un pacto de gobierno con el Partido Comunista, el famoso “acuerdo histórico”. El Partido Comunista, segunda fuerza, formaba parte del arco constitucional o parlamentario (y de sus consensos), a diferencia de los grupos y grupúsculos de extrema izquierda que propugnaban la vía armada para la toma del poder. Uno de ellos lo encabezó hasta su muerte, en un fallido atentado contra la red del tendido eléctrico de Milán, el filántropo y editor Feltrinelli. El otro eran las Brigadas Rojas, que llevaban para ese año ya casi una década de atormentar la endeble democracia italiana con atentados, secuestros, robos y demás acciones “revolucionarias”. Ambos grupos de inspiración latinoamericana, el de Feltrinelli en la teoría del foco guerrillero de Fidel Castro y el Che Guevara y las Brigadas Rojas, en los tupamaros del Uruguay. Eran esos, justamente, los años de estudiante universitario, en la politizada facultad de Ciencias Políticas de la UNAM, de Andrés Manuel López Obrador. Pero de eso me ocuparé en otra entrada. El tema tiene interés para mí hoy en México por dos motivos. Uno, por la increíble pervivencia del comunismo en la política democrática, cuando todos sus resultados han sido, ahí donde triunfa y gobierna, catastróficos y liberticidas. Y otro, por la desesperación de un hombre cautivo que encuentra en la escritura una última forma de resistencia. Los hechos, además, coinciden con el previsible calendario del covid-19: van del 16 de marzo, cuando es secuestrado en la Via Fani de Roma, al 9 de mayo, cuando es encontrado su cuerpo en el maletero de un Renault 4, color amaranto. Primavera roja, primavera vírica. 

Diario de la peste (25). Arcadi Espada rompe el confinamiento.

La búsquedaes el documental sobre la vida de Paco de Lucía que le hacen sus hijos mayores. Tiene inevitablemente esa cosa aséptica de los hijos de no hablar de sexo delante de los padres (sobre todo si se trata del sexo de los padres). Fuera de ese detalle, es un documento extraordinario. Ahí, Paco de Lucía recuerda cuándo y cómo descubrió a Camarón de la Isla. Dice que lo había ya escuchado cantar en un estudio de grabación en Madrid, cuando era un joven delante de su primer trabajo. Dice que le gustó, claro, pero que no le sorprendió. Copiaba demasiado el estilo ¿de Marchena? Ya no me acuerdo. Unas semanas después se lo encuentra en una juerga en Jerez de la Frontera. Y casi entrado el amanecer, le dice Camarón que vayan a ver a las gitanas recién levantadas (qué frase, por cierto). Y llegan a un patio que es una romería, con palmas, cante y guitarras. Ahí Camarón, rojo lava al alba, abre la boca y se pone a cantar. Y entonces sí, Paco de Lucía, el genio de la guitarra, el hijo de la portuguesa Lucía, descubre a Camarón de la Isla, el genio de San Fernando. El flamenco es tiempo y respiración. El tiempo de Paco, la respiración de Camarón.

Arcadi Espada es el hombre más sagaz de España, blasón que lleva sin modestia. Es odiado e incomprendido. Pero su obra es indispensable, como testigo y como protagonista. Sin sus hazañas (periodísticas, docentes, intelectuales y partidistas), el nacionalismo catalán quizá campearía a sus anchas en una angosta España y una Cataluña infernal. Él también podría ser el autor del libro de Kolakowski Por qué tengo razón en todo. Cuando uno está en desacuerdo con él, duele y mortifica esa sana gota de discrepancia. 

En el año de 2007, tras años de publicarlo en Letras Libresy de tratarlo no tan asiduamente como uno quisiera, nos avisó Diego Salazar de que Arcadi y familia (Patricia y las entonces niñas Helena y María) estaban en Riotinto. Nosotros estábamos en Punta Umbría, el locus amoenusde Yaiza. Y nos coordinamos para vernos. Primero en una cena en el desaparecido El Paraíso, en el Portil, sobre la carretera antes de llegar a la playa. Ahí, el camarero nos ofreció una ración de langostinos del río Piedras, la perla de la carta. El precio estaba a la altura del escalafón. Cuando ordenamos, sin aspavientos ni euforia, la segunda ración, la amistad quedaba sellada. La grandeza que solo da el hambre de generaciones y la vida al límite. A mi trabajo acudo, con mi dinero pago, ésa es la verdadera ética común. 

Luego, una noche en el hotel Santa Bárbara de Riotinto. Visitamos la Corta Atalaya, clandestinos los seis; nadamos en el club de los ingleses; comimos en el restaurante Casas, a los pies de la Gruta de las Maravillas de Aracena, un jamón cuyo olor aún me acompaña cuando me aliso el blanco bigote de la cuarentena. Pero lo mejor fue la noche entre whiskies, mientras un zorro casi domesticado nos vigilaba a imprudente distancia. Ahí, el gran alegato de Espada contra la ficción fue desarmando mis argumentos. Usé a Proust como una madalena, usé mi cartuja de Parma contra el invicto ejército de Napoleón. Incluso rebusqué en el arsenal mexicano, cuya universalidad aún no ha sido descubierta por el resto del mundo. Ahí, escuchándolo, histriónico, exagerado, enojado incluso, salió la voz gutural, cavernosa, de Camarón de la Isla. Y entendí por qué mi mujer lo ama sin necesidad de ocultarlo. La imbatible belleza de la inteligencia. 

Hoy, con la crónica de su huida en mitad del confinamiento obligatorio, con la patente de corso del periodismo, Espada vuelve a brillar: todos vamos en ese húmedo Peugeot rumbo a Madrid, que resiste incrédula el embate del populismo. Por cierto, él es pionero de otro moderno “Diario de la peste” (que casualmente empezó en México). Se refería, claro, a la pandemia del catalanismo, al que ahora deberíamos sumar el tercermundismo latinoamericano de Podemos. Contra ambos virus, el simbólico y el real, el timbre de su inusitada voz de sulfato de cobre. 

Yo no soy Paco de Lucía, por supuesto, pero esa es otra historia.

Diario de la peste (24). Narcisismo y poder.

El problema de glosar cualquier mito griego es que todo está conectado y cualquier mención (una diosa, un héroe, una ninfa) te lleva a otra y al final tienes que citar a Hesíodo entero para darte a entender. Por eso, en los tratados (pienso en el canadiense formado en Oxford H.J. Rose o en su discípulo Robin Hard) los mismos “personajes” aparecen y desaparecen a lo largo de toda la obra. Quien logró salir de esa madeja de miles de hilos entrelazados con una visión más narrativa fue Robert Graves, que además de erudito en los mitos griegos (y hebreos) era poeta y novelista. En cualquier caso, entrar a la mitología griega es como entrar a El jardín de las deliciasde El Bosco, con una peculiaridad: cada noche los personajes del cuadro se dan la vuelta e interactúan con otros distintos. 

De ese bosque infinito, Sigmund Freud tuvo la clarividencia para proyectar algunos temas y personajes griegos (conocimiento común de los europeos antes de la primera guerra mundial) como emblemas, símbolos de lo que iba descubriendo en sus indagaciones sobre la personalidad humana. Los miles de casos clínicos que atendió (con hipnosis, interpretación de los sueños y otros artilugios casi de mago) lo llevaron a encontrar una suerte de mínimo común denominador en la formación de toda persona, los parámetros de normalidad funcional (siempre relativa) y un método clínico de terapia (el psicoanálisis). Y aunque su teoría ha encontrado severos reparos (en nada le ayudaron a su vigencia los delirios de algunos de sus seguidores) desde la psiquiatría y la neurología (en las que se formó, por cierto), muchas de sus teorías son el lenguaje común en el que los profanos hablamos de temas de psicología. Por ejemplo, de Narciso y del narcisismo.

El joven Narciso, hijo del dios del río Cefiso y de la ninfa Leiriope (a la que viola), era hermoso y deseado intensamente por hombres, mujeres, ninfas y sátiros de toda laya y condición, pero él era frío y arrogante; se sentía tan superior a todos que no podía amar a nadie que no fuera a sí mismo. La ninfa Eco (que ya había sido castigada por Hera a perder el don del lenguaje y sólo repetir los sonidos por haberla distraído con su charla y así ayudar a escapar a las otras ninfas que había retozado alegremente con Zeus) se enamoró de Narciso en un claro del bosque e intentó atraerlo repitiendo los armónicos de la naturaleza (Eco está vinculada al dios Pan y éste, a Dioniso…), pero Narciso previsiblemente la rechaza también. En venganza, la diosa Némesis le juega un cruel ardid: lo lleva a un estanque. Al verse reflejado en el agua, Narciso queda enamorada de sí mismo, hechizado de su belleza, y al tratar de alcanzarse, se ahoga. Para Ovidio, sabio romano y cruel intérprete de los mitos griegos, Narciso en el submundo de Hades sigue enamorado de sí mismo, contemplándose sin fin en la laguna Estigia.

El narcisismo sano es una etapa temprana en el desarrollo de la personalidad del niño cuando adquiere consciencia de su existencia, pero piensa, no sin cierta razón, que todo gira alrededor de él o es una extensión de su propio cuerpo, incluida la magnífica teta materna, fuente de todos sus deseos. Esta etapa termina pronto, y da pie al descubrimiento de que existen otras personas (pequeño detalle) y el marco de relaciones que se pueden y deben establecer con ellas. Las personas que no superan de verdad esta etapa sufren del “trastorno de la personalidad narcisista”, que la Clínica Mayo define así:

“El trastorno de personalidad narcisista (uno de varios tipos de trastornos de la personalidad) es un trastorno mental en el cual las personas tienen un sentido desmesurado de su propia importancia, una necesidad profunda de atención excesiva y admiración, relaciones conflictivas y una carencia de empatía por los demás. Sin embargo, detrás de esta máscara de seguridad extrema, hay una autoestima frágil que es vulnerable a la crítica más leve.”

Lo interesante en el caso de Sigmund Freud fue que no sólo sintetizó esta etapa humana del desarrollo humano, más o menos aceptada por legos y profanos, psicólogos y psiquiatras, sino que estudió un caso concreto de ésta cuando se transforma en dolencia, relativamente común (en diversas escalas) entre políticos y artistas. Se trata de El Presidente Thomas Woodrow Wilson. Un estudio psicológico, uno de sus libros menos conocidos y estudiados. Publicado en 1932, el libro contó con la inestimable ayuda de William C. Bullitt, quien había trabajado con Woodrow Wilson por muchos lustros y conocía de cerca la compleja personalidad del presidente de los Estados Unidos.

El libro no es un estudio clínico en rigor, ya que el presidente Woodrow Wilson no fue paciente del doctor Freud, obviamente. Por ello, es más una aproximación al perfil psicológico a través de las informaciones conocidas de este personaje público, las múltiples biografías escritas sobre él y la información concreta que aportada un testigo de tantos años como fue Bullitt, lo que le valió ser considerado como coautor del estudio.

A ambos autores les obsesionaba Woodrow Wilson por una razón vital y política. Porque ven en su debilidad, e incluso colapso, la razón por la que se frustró el sueño de una paz justa tras la primera guerra mundial. Para Freud-Bullitt, la responsabilidad de Woodrow Wilson en la firma del tratado de Versalles es absoluta. Y las razones son de orden psicológico. Con la simple argucia de hacerle creer que todo era producto de su genio y sus ideas originales, alabando su vanidad sin freno y aprovechando su debilidad profunda (todo narcisista esconde en realidad un complejo de inferioridad directamente proporcional su aparente superioridad), Clemenceau, Lloyd George y el primer ministro italiano Vittorio Emanuele Orlando forzaron a Woodrow Wilson a aceptar y defender un tratado que era lo opuesto a lo que él originalmente había planteado. Tras la firma, por cierto, Woodrow Wilson no volvió a ser el mismo. Sus dolencias e incapacidades se acrecentaron y murió en 1924 en medio de sufrimientos y paranoias indescriptibles.

Para lograr la paz, Woodrow Wilson había lanzado su famosa propuesta de los catorce puntos, una de las razones de la aceptación del armisticio por parte de los imperios del centro (otra, claro, fue el fracaso en la ofensiva de Kaiserschlacht, diseñada por Erich Ludendorff para terminar la guerra con una victoria y que acabó precipitando la derrota alemana). La Sociedad de Naciones fuerte y con atribuciones que había diseñado se volvió casi un senado decorativo de buenas intenciones (Lodge y la política interna le jugaron en contra), y la promesa de un acuerdo entre todos se volvió un cónclave entre tres líderes en exclusiva: Clemenceau, Lloyd George y Woodrow Wilson. Versalles fue un tratado injusto, que traicionó los postulados del plan original. Alsacia y Lorena regresaron a Francia, junto a con la administración de facto de El Sarre. Alemania perdió sus colonias africanas, que pasaron a manos de los ingleses; además, se vio obligada a unas reparaciones que arruinaron su economía y precipitaron el fracaso de la República de Weimar. Versalles fue el tóxico brebaje con el que Hitler y los nazis envenenaron a las masas alemanas.

La moraleja del libro de Freud-Bullitt, un alegato contra los líderes narcisistas, es clara: las decisiones que toman estos personajes (por rechazo a ser contradichos, por fatuidad o miedo) no se basan en la realidad externa (los hechos), son producto de sus fantasmas (traumas) y tienen consecuencias potencialmente devastadoras. La otra enseñanza del libro es la necesidad de las masas (algo ya visto desde otra óptica por Ortega y Gasset en La rebelión de las masas) de confiar en estos los líderes narcisistas que nunca dudan y que parecen tener las respuestas a todos los problemas, por complejos o nuevos que sean. Y que sólo despiertan del hechizo cuando el daño ya está hecho.

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La pregunta clave para México es saber si López Obrador es un líder narcisista o no. Y de serlo, cómo podemos, desde la sociedad civil, atemperar sus afectos adversos sin forzar la legalidad democrática, sin propiciar un efecto búmeran que nos traiga otro líder idéntico (pero de signo contrario) o que la discordia se apodere del país de manera irresoluble o por más de un sexenio. Pero eso será tema de otras entradas de este blog.

Diario de la peste (23). Kolakowski y los intelectuales orgánicos.

Leszek Kolakowski (Radom, Polonia, 1927 – Oxford, Inglaterra, 2009) tuvo un empeño mayúsculo en su vida: desentrañar el marxismo para entender los horrores sin fin que se cometían en su nombre. Al principio, desde su Polonia natal, con el deseo de reformar el dogma oficial y abrir un espacio para la autonomía moral de los ciudadanos. Fracasó. Ya en el exilio, abandonó la esperanza de su reforma y lo combatió con la agudeza de una inteligencia analítica sin par. 

Como historiador, estaba en contra del determinismo marxista. La historia no es una ciencia, ni está ya escrita, ni conduce a un fin determinado. El azar existe. Todo lo que hacemos, incluidas la teoría y la práctica marxistas, modifican la historia de una manera no predecible y todo avanza sin un propósito predeterminado. Nadie sabe cómo lo juzgará la historia, cuyas verdades cambian con el tiempo. La Roma del siglo XIX no es la misma Roma que la del XX, aunque en todas haya muerto Julio César asesinado.

Como filósofo, creía y defendía la libertad individual, base de todas las libertades. Y por eso quiso reconciliar su fe católica con el credo liberal. Le interesó mucho el pensamiento religioso que se disfraza de política e ideología.

Se exilió en Oxford en el temprano 1968. Mientras los jóvenes occidentales buscaban respuestas al vacío de la sociedad de consumo y la rigidez moral de su tiempo a través de la liberalidad sexual, la exploración lúdica de las drogas alucinógenas o imaginaban paraísos de concordia en la tierra, Kolakowski luchaba, desde un diminuto despacho en la honorable universidad que lo recibía, contra la gran mascarada del socialismo real. También le interesó el hechizo que ese mundo causaba en Occidente, particularmente en muchos de esos jóvenes libertarios. Era una paradoja que no se podía explicar desde la razón, sino desde la religión. Los intelectuales de occidente actuaban como una de esas sectas milenaristas que el propio Kolakowski había estudiado. 

En el verano de 1986, convocado por la revista Salmagundi, discutió con George Steiner, Conor Cruise O’Brien y Robert Boyers sobre la responsabilidad de los intelectuales. 

Creo que sus palabras, reproducidas aquí, sirven para esclarecer por qué algunos intelectuales siguen aferrados al dogma de López Obrador, aunque en su actuación transgreda sin recato los principios en los que creen, en particular el valor de la ciencia y la cultura y el respeto a la libertad de prensa y al Estado laico. En otra presidencia, las actitudes de López Obrador les hubieran alarmado hasta el paroxismo o la repugnancia. No me refiero a los que están pagados por el gobierno o por el partido, o los que han conseguido una efímera notoriedad por ser sus paladines. (No podemos saber si a todos estos los pondrá en su sitio la historia, becerro de oro que adoran en vano; Clío, su musa, es impredecible y hasta caprichosa, como ya nos advirtió Kolakowski.) Me refiero a los que, de buena fe, luchando con su consciencia y sus prejuicios, siguen en el barco del obradorismo, esa extraña hidra de una sola cabeza.

Imagino que a Kolakowski no le hubiese disgustado que se le cite, largamente, un viernes santo para desnudar a una secta:

Los intelectuales están sujetos con frecuencia a un fenómeno psicológico especial que refleja el hecho de que están divididos entre deseos o actitudes incompatibles. Por un lado, se sienten muy orgullosos de su superioridad y de su independencia. Por otro, es precisamente este sentimiento de independencia del que están orgullosos el que les produce una especie de incertidumbre sobre su pertenencia. Hay en todo ser humano, obviamente, una necesidad de pertenecer a algún lugar. Y esta es una de las razones por la que es relativamente sencillo para los intelectuales identificarse de un modo cerebral con la causa de la gente al tiempo que mantienen sus sentimientos de superioridad intactos. En otras palabras, quiere pertenecer a una élite con necesidades fuera de lo ordinario, pero al mismo tiempo sufren por esa sensación de distancia y aislamiento. La mejor manera de escapar de este dilema es precisamente la identificación cerebral con la causa de los desvalidos. El marxismo es la mejor manera de expresar este conflicto, de reconciliar, aunque sea parcialmente, estos sentimientos contradictorios. 

Otra tendencia común en los intelectuales es su constante y desesperada búsqueda de legitimidad. Después de todo, nadie pregunta para qué sirven los plomeros o cuál es la razón de ser de los doctores, pero la pregunta sobre cuál es la razón de ser de los intelectuales es bastante natural y hasta entendible. Y son los intelectuales los que se plantean esta pregunta incesantemente. Esperan eventualmente hallar un tipo de legitimidad social que sienten les hace falta. El otro problema es que el intelectual quiere ser escuchado, y la única garantía institucional de que un intelectual será escuchado es si él se incluye dentro de un establishmenttotalitario. Esto explica por qué muchos intelectuales ansían ser pensadores de la corte o filósofos cortesanos en un sistema totalitario que provee ciertas comodidades, y que garantiza por lo menos en parte una audiencia leal a intelectuales serviles, sin importar cuáles sean los resultados. 

[…] De estas memorias [de Nadezhda Mandelstam] podemos advertir cómo la inteligentsiarusa fue en una medida culpable de su propia destrucción. Varias escuelas literarias rivalizaban entre ellas para ser reconocidas por el despótico gobierno comunista y así eliminar a sus competidores. Y esta rivalidad eventualmente le dio a los déspotas una herramienta harto conveniente con la que domar, o domesticar, y eventualmente destruir a la cultura rusa. Detrás de este fenómeno podemos discernir los deseos y las emociones contradictorias que anotábamos anteriormente: tanto ser parte de una élite como estar del lado de los desvalidos, tanto ser independiente como ser aclamado como un heraldo de la razón y un profeta de las masas. Demandas incompatibles pero características, quizá, de esta clase. 

Diario de la peste (22). Método centinela.

Al oír que alguien se aproxima a la garita, el centinela pregunta por la contraseña, siguiendo el método aprendido en el cuartel.

—¿Quién vive?

El tímido intruso no contesta.

—¿Quién muere, insiste el centinela?

Y de nuevo, nadie responde.

El centinela, que es rapaz y conoce la o por lo orondo, ordena a su ejército imaginario multiplicar por ocho la vigilancia:

—Recuerden, camaradas, nadie puede pasar hasta que no responda nuestro santo y seña: “¡Que viva López-Gatell!”

Tras revisar el mohoso candado de la vieja verja, regresa a su guarida. Deja la gorra reglamentaria en la punta del fusil, recostado sobre el muro descarapelado, y trata de volver a dar una justa cabezada. Tiene un sueño confuso y rebosante, como la Viga en cuaresma.

Al otro lado de la frontera, el ejército enemigo fuerza la alambrada con unas pinzas y avanza en tropel. Ahora ya sabe que si lo descubren sólo tendrá que repetir en coro: “¡Que viva López-Gatell!”.

Diario de la peste (21). ¿Como anillo al dedo?

En estos días de pandemia, no deja de sorprenderme la virulencia de la discordia mexicana, provocada, en primer lugar, por la presidencia de la república que un día sí y el otro también descalifica a sus adversarios, a veces reales, a veces imaginarios. Una de las frases más desafortunadas de López Obrador, con cuyo ingenio para la diatriba y la descalificación se podría hacer un colorido diccionario del insulto, como propuso tempranamente Gabriel Zaid, fue la afirmación de que el coronavirus le venía “como anillo al dedo” para consolidar su proyecto, llamado sin ironía “cuarta transformación”. Y me acordé de una reflexión de Octavio Paz a propósito de la Guerra Civil española.

Invitado a dar el discurso de apertura por el quincuagésimo aniversario del Congreso de Escritores Antifascistas de Valencia, Octavio Paz recordó una visita a las trincheras en el Madrid (heroico y asediado, pero también criminal) de 1937. Cuando el odio había deshumanizado por completo a ambos bandos. No había seres humanos, había alimañas sedientas de sangre. Arpías carroñeras. Buitres asesinos. Fascistas y rojos, el corazón helado de las dos Españas. 

Ahí, cuenta Paz, en la Ciudad Universitaria, logró oír unas voces bajas al otro lado de su posición. Una pedía fuego para su mal liado cigarrillo de trinchera. Otra se lamentaba de la amada ausente. Paz preguntó en voz baja al responsable del grupo que los llevaba que quiénes eran esos que susurraban, y el guía le contestó: “Son los otros”. Paz dice que descubrió ahí, para toda la vida, “que los enemigos también tienen voz humana”. Los otros no son sino nuestros semejantes.

La etimología de la palabra “concordia”, de origen latino, sería más o menos la propiedad o capacidad de juntar los corazones, formada del prefijo con– (junto, unión, todo, globalmente), el sustantivo corcordis(corazón) y el sufijo de cualidad –ia

El antónimo de concordia es “discordia”. La máxima discordia es la guerra, circunstancia en donde los derechos desaparecen y el asesinato de los enemigos es legal y buscado por todos los medios. La guerra civil es la guerra entre semejantes, la discordia al cubo.

La tercera acepción de la palabra concordia en el diccionario de María Moliner es “sortija compuesta de dos aros entrelazados”. 

Busquemos entre todos que el único anillo que nos venga al dedo sea la sortija de la concordia.

Diario de la peste (20). Rafael Tovar y de Teresa

Ayer hubiera cumplido 66 años Rafael Tovar y de Teresa. Creo que la voz de Rafael hace mucha falta en México. Su creatividad, capacidad de convocatoria e imaginación estarían, por un lado, dando la batalla por los creadores de la cultura en México y por las instituciones en donde podían desarrollar su excelencia (docencia, creación, representación), y por el otro, aportando mil iniciativas digitales para sobrellevar la pandemia. Sería referencia ante la doble peste: populismo y coronavirus. 

Lo recuerdo hoy con este texto que escribí para la revista Inundación castálida de la Universidad del claustro de Sor Juana.

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Tipografía renacentista

En una de esas tardes del altiplano en que te mojas aunque lleves paraguas, en el auditorio Torres Bodet del Museo de Antropología, lo vi dialogar con una solvente historiadora británica sobre el fin de la era victoriana. Durante la charla, le precisó, con flema e ironía mexicanas, ciertos detalles de la genealogía de los Romanov. En una cena en Guadalajara, previa a la inauguración de la Feria Internacional del Libro, a la que acudía con la representación presidencial, lo vi sugerir libros y autores a una deslumbrada mesa de amigos, escritores y editores, entre lo que tuve la suerte de encontrarme. No bebía nada y apenas probaba la comida. Nada físico parecía distraerlo de los placeres del espíritu. Perdón, corrijo: de primero pidió tartar Simón Sebag Montefiore, término rojo; de segundo, un filete bohemio Bohumil Hrabal, y de postre, un delicado soufflé Albert Cohen.

Años después, en el Club de Industriales, le pasó lo mismo durante la presentación de su libro sobre los últimos años del desterrado Porfirio Díaz. Los dos connotados biógrafos que lo flanqueaban se tallaban los ojos ante el caudal de información que iba soltando como quien tararea una milonga. Sabía, día a día, lo que Díaz había hecho desde que se subió al Ypirangahasta que entró a Montparnasse en calidad de alicaída osamenta. Lo mismo le sucedía entre músicos, cantantes de óperas y pintores. Rafael Tovar y de Teresa vivía la cultura con la naturalidad con que las plantas hacen la fotosíntesis. No era una moda, ni una escalera social, ni mucho menos un pasatiempo. Tampoco un disfraz. Era su forma de estar en el mundo. Tenía buen gusto, una memoria intimidante y sabía relacionar hechos y personas alejados en el tiempo y el espacio. Decir que era inteligente sería tonto y redundante. Sus circunloquios eran legendarios, pero al final regresaba milagrosamente al punto de partida. Y el viaje había valido la pena. Las alforjas regresaban llenas de pepitas de oro, salvo para el que espera al otro lado de la puerta. ¡Su impuntualidad era producto del entusiasmo!

Nunca lo vi hacer nada sin pasión o por mera rutina. El servicio público era para él otra forma de la creatividad. Creó instituciones que deberían ser el orgullo de México y formó a dos generaciones de funcionarios públicos. Todo, bajo la impronta de la probidad. La televisión cultural, el Centro Nacional de las Artes y el Sistema Nacional de Creadores son tres vertientes de su concepción de la cultura: difusión, formación, realización. La excelencia era su divisa. Y su blasón, un gatopardo novohispano. ¿Fue su aporte para México más grande que el de André Malraux para la Francia de Gaulle? No lo sé; en cualquier caso, fue un mexicano eminente. Odiaba las grillas palaciegas de los sapos eternos y terrosos, las luchas de poder de los pigmeos y el protagonismo de los urogallos alfa. Su única frustración profesional fue la agenda digital: sus sueños iban una era por delante de la tortuga procedimental. En su funeral me consoló ver que mi desconsuelo era compartido por cientos de amigos y colaboradores. Me conmovió la entereza de su familia, con el dolor contenido en homenaje a la estoica elegancia con que él conllevó su enfermedad. Rafael, Leonora, Natalia y María heredan un nombre que está ya inscrito con tipografía renacentista en los altos muros de la gran casa de la cultura mexicana.