Diario de la peste (55). Venezuela y Cuba: la invasión consentida

La invasión consentidafue publicado a finales del año pasado y ha pasado tristemente desapercibido. Qué preocupante. Para mí, se trata de la mejor investigación periodística de los últimos años. Firmado por Diego G. Maldonado, el pseudónimo sirve de protección a un grupo de periodistas venezolanos que, desde dentro de su país, se dieron a la tarea de documentar la naturaleza de las relaciones entre Cuba y Venezuela. La historia se remonta al triunfo de la revolución cubana.

La primera visita de Fidel Castro a Venezuela fue escasos días después de la toma del poder por los revolucionarios, en enero de 1959. Los venezolanos recibieron a Castro con admiración. También habían logrado la osadía de terminar con la dictadura, la de Pérez Jiménez, pero a diferencia de los barbudos de Sierra Maestra, lo habían hecho sin violencia. Fidel Castro fue aclamado en las calles de Caracas y en la Universidad Central. Parecía que el proceso cubano y venezolano se hermanaban.

El remate de la visita era la entrevista de Fidel con Rómulo Betancourt, quien acababa de ser electo con la mitad de los votos en las primeras elecciones libres de Venezuela. Betancourt era el líder de Acción Democrática (de tendencia socialdemócrata). Además, había firmado el pacto de Puntofijo con Copei (el partido democristiano), que garantizaba la gobernabilidad y evitaba el regreso de los militares al poder. La entrevista fue desastrosa. A la antipatía personal entre ambos (que simboliza la incompatibilidad entre el líder carismático y el líder democrático), habría que sumarle la imposibilidad económica y legal de Betancourt de acceder a las peticiones cubanas de petróleo, crédito y cobertura diplomática. Al año siguiente, en venganza, empezó la desestabilización cubana de Venezuela con guerrillas pagadas, entrenadas y, muchas veces, dirigidas desde La Habana. Arnaldo Ochoa vivió un año en la jungla venezolana al frente de una de esas operaciones. (Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el general Arnaldo Ochoa habría de lamentar aquella tarde remota en que aceptó servir a los hermanos Castro).

La presencia de los cubanos en las guerrillas venezolanas no es un bulo “neoliberal”, sino una historia fáctica que cuenta con el testimonio de muchos de sus protagonistas. Destaca, por su puesto, el relato de vida de Teodoro Petkoff, quien pasó de retar a la democracia de su país a ser uno de sus más lúcidos defensores. La democracia venezolana logró vencer el desafío y consolidarse, al transmitir pacíficamente el poder al ganador de las elecciones en una suerte de bipartidismo asimétrico, roto sólo con la llegada al poder de Hugo Chávez en 1998.

La primera visita de Hugo Chávez a La Habana fue en 1994. Ya había dado el golpe de Estado contra Carlos Andrés Pérez, ya había sido amnistiado por su sucesor, Rafael Caldera, y ya había fundado el Movimiento (que no partido) Quinta República (que no cuarta transformación). Tenía tan sólo cuarenta años. Fidel, con casi setenta años, llevaba 45 en el poder. Con ese olfato político brutal, supo ver en el militar obstinado y anhelante de heroicidad a “su hombre en Caracas”. Y actuó en consecuencia. La visita se convirtió en una road movie, con “espontáneas” aclamaciones en la calle y vítores “sinceros” en su conferencia en la Universidad de La Habana. Chávez no podía creer las atenciones y la constante presencia de Castro durante su visita. Un espejo manipulado del viaje de Castro a Caracas en 1959, pero con final feliz. De hecho, selló el destino de Chávez. Castro se volvió su tutor. La Biblia en manos de Lutero. Fue su asesor durante las horas aciagas del golpe de Estado en su contra (error imperdonable de la oposición venezolana), fue su asesor médico frente a su enfermedad (que se trató en La Habana en buena medida) y fue su apoyo fiel para mantener su legado tras su muerte.

Con enorme riesgo personal, tanto de los autores como de sus fuentes, algunas inevitablemente anónimas o confidenciales, La invasión consentidanarra una situación inédita en tiempos de paz: la captura de un Estado por otro, sin disparar ningún tiro y con la obscena aquiescencia de la víctima. Hasta este libro, el consenso más o menos establecido decía que a partir de las buenas relaciones entre Chávez y Castro, y la admiración del primero por el segundo, La Habana obtuvo el petróleo que necesitaba a cambio de médicos y entrenadores deportivos para Venezuela.

Era un acuerdo desventajoso para Caracas, pero asumible dentro de la retórica bolivariana. Incluso esta parte del trato, en principio relativamente aceptable, entraña más problemas de lo que aparenta. Por un lado, el agravio comparativo para el cuerpo médico venezolano. Los cubanos, sin pasar los trámites ni las horas de guardia ni los requisitos de sus pares venezolanos, trabajan en mejores condiciones y con un salario, nominal y en dólares, mucho más grande. Todo esto a un costo mayor para el país anfitrión que el que supondría contratar a sus propios doctores. Para los cubanos, el trato también es humillante, ya que sólo cobran una parte menor de su salario (entre el 10 % y el 25% en otras misiones; en el caso venezolano, menos del 10%) y el resto va para las arcas vacías de la Isla. Además, les retienen su pasaporte y sus familias se quedan de rehenes en Cuba para cancelar cualquier veleidad de búsqueda del exilio en otros países. Una suerte de exportación de esclavos con bata blanca. La mayoría de los médicos cubanos son buenos profesionales (la meritocracia académica sí existe en el socialismo real y van a la universidad sólo los que se lo ganan arduamente), pero arrastran enormes lagunas, sobre todo en lo relacionado entre medicina y tecnología aplicada. Son punta de lanza del sistema y sus víctimas. Aun así, la mayoría son voluntarios que prefieren ese trato vejatorio a la realidad cotidiana de su país. 

La invasión consentidarevela que los médicos cubanos son sólo la pantalla amable, solidariainternacionalista, por glosarlo en su lengua de madera, de un desembarco en toda regla. El trabajo de investigación analiza la penetración cubana en las áreas estratégicas del Estado venezolano. Desde la administración de los pasaportes y cédulas de identidad hasta las notarías y el registro de la propiedad, pasando por los custodios del palacio de Miraflores, la seguridad del Estado, las fuerzas revolucionarias, el sector energético, administración de puertos. Incluye el uso de la pista cuatro, reservado a presidencia, del aeropuerto de Maiquetía. Muchas de estas operaciones se hacen desde empresas internacionales, fundadas y dirigidas por la jerarquía militar cubana.  

Con anécdotas, algunas chuscas, otras dramáticas, datos estadísticos, información pública e información de agencias internacionales, más la ayuda de fuentes internas que viven con dolor el drama de su país, La invasión consentidava desenredando la madeja de estos intereses cubanos en Venezuela, la historia concreta de cada uno de ellos, los nombres de sus responsables y la forma en que cada apertura se acordó entre los dos patriarcas.

Para Cuba, el acuerdo fue una bomba de oxígeno, un regalo del destino tras la caída del Muro de Berlín. Venezuela le brindó tanto petróleo a la Isla que La Habana se dio el lujo de vender en el mercado internacional una parte de esa ayuda. Caracas le reconstruyó y habilitó la refinería Camilo Cienfuegos. La Habana pagó esta generosidad sin precedentes confiscando la participación accionaria de PDVSA (la petrolera de Venezuela) de la sociedad estatal conjunta que la administra. También obtuvo miles de millones de dólares mensuales por el personal que labora en Venezuela. Apoyo diplomático, estrategias financieras y legales para evadir las restricciones del “bloqueo” americano. Y lo más importante: el reflotamiento de un proyecto político que se había quedado sin brújula tras el derrumbe del socialismo real en Europa en los noventa. 

Ante este abrumador desequilibrio, los autores del libro se preguntan qué obtiene Venezuela de Cuba. Es inconcebible que un país mucho más grande, poblado y rico quedara en una posición tan desventajosa frente a su socio pobre, sobre todo porque ninguna de estas medidas es recíproca, y los venezolanos no tienen acceso a la vida interna de Cuba. La respuesta es dolorosa: Venezuela obtiene de Cuba una forma de hacer política y de control social, que incluye la marginación de la oposición, la vigilancia vecinal y la paulatina restricción de las libertades. También les da un foro internacional, el amplio mercado de tontos útiles internacionales (académicos, artistas y políticos) que siguen creyendo (y defendiendo) el discurso de la revolución cubana y sus héroes, pese a sus espeluznantes resultados.

Cuba ayudó sin duda al traspaso del poder de Chávez a uno de sus testaferros, más tosco que su modelo, pero igualmente fiel a la ortodoxia. Pero, sobre todo, Cuba le dio a Venezuela una mística del poder. Para estos ilustres latinoamericanos, el primer objetivo es obtener el poder. Por medios lícitos e ilícitos, con discurso blando o duro, por medio de la revolución, la lucha guerrillera o las elecciones. Pactando con Dios o el diablo. Y una vez en el poder, el trabajo político consiste en mantenerlo. De hecho, se rompen tantas leyes, límites y formas para mantenerse en el poder, que se vuelve un suicidio soltarlo. Cada mañana se cruza un Rubicón. A diferencia del régimen democrático (donde el poder se ejerce con límites y contrapesos, de manera temporal), en el modelo cubano, el poder es un fin en sí mismo y su mantenimiento justifica todos los medios.

El libro es de rabiosa actualidad por sus ecos internacionales, y puede servir de brújula para entender la posible naturaleza del acuerdo de los médicos cubanos en México (cuyo convenio sigue sin ser mostrado a la opinión pública) y de los nexos del gobierno de Caracas con muchos líderes europeos, de los líderes del Movimiento (que no partido) 5 Estrellas italiano a Unidas Podemos en España. El largo brazo de los petrodólares.

Diario de la peste (52). Serguei Dovlátov

Descubrí a Serguei Dovlátov por sugerencia de Alberto Barrera. Me dijo que tenía que leer a un autor ruso desconocido: “Bebía vodka a toneles, escupía sarcasmo por la boca y odiaba a los bolcheviques”. Música para mis oídos. 

La vida de Serguei Dovlátov fue complicada, como la de casi todos sus connacionales, y acabó abruptamente justo antes de cumplir los cincuenta, cuando parecía que por fin se abría el horizonte. De la antigua ciudad fortaleza de Ufá, en los montes Urales, al barrio ruso de Queens en Nueva York, una vida marcada por la rebeldía y la vocación creativa.

Sus padres alcanzan a ser evacuados de Leningrado en agosto de 1941, justo antes de que se cierre el cerco nazi que condenará a la otrora noble ciudad de San Petersburgo a tres años de hambre. La madre, de origen armenio, está embarazada de siete meses; el padre, de origen judío, consigue ser reasignado en la industria pesada de Ufá, donde nace Dovlátov, en septiembre de ese año. Tras la muerte de Stalin, consiguen regresar a su ciudad. Ahí transcurre su adolescencia y primera juventud, marcada por la inconformidad, que se salda con su expulsión de la universidad y varias visitas a la cárcel. Empieza a escribir relatos breves en los descansos del severo régimen de servicio militar. Tres años de recluta obligado con la ingrata tarea de ser custodio de un centro de prisioneros políticos. Otra forma de condena. El “universo concentracionario” (en definición de David Rousset) soviético siguió funcionando con Brézhnev, aunque a otra escala que bajo Stalin. 

Al regreso, es readmitido en la universidad, donde termina su carrera de periodismo y de finés. Gracias a la protección de Vera Panova, consigue entrar como reportero en el periódico oficial de Tallin, en la república báltica de Estonia. Tras dos años de accidentada vida de reportero, es expulsado del gremio de periodistas de la Unión Soviética, quedando de facto inhabilitado. Consigue emigrar en 1979 a Estados Unidos y se instala en Queens, donde sobrevive trabajando para los diarios de la comunidad rusa, hasta que logra establecerse como escritor gracias al aval de Joseph Brodsky, amigo de los años universitarios y de célebres parrandas. Los relatos que publica en elNew Yorkerde los ochenta lo introducen en el ambiente culto de Manhattan. Alcanza a ver la caída del muro de Berlín, pero no la desaparición de la Unión Soviética, que sin duda hubiera celebrado. Un infarto, el 24 de agosto de 1990, inducido por un coma etílico, se lo impidió. Sus restos reposan en una modesta tumba del cementerio judío Monte Hebrón. Esta entrada es la piedra ritual que deposito en su memoria. 

Sus libros, prohibidos en vida y que sólo circularon en forma de samizdat, se volvieron populares en Rusia y hoy es uno de los escritores rusos más leídos de su país. En español su obra se ha publicado con entusiasmo por editores independientes (Metáfora, Ikusager, Altera…), pero de manera inevitablemente dispersa. Aun así, cuenta con un grupo de lectores fieles. La cofradía Dovlátov.      

Para mí, su lectura ha sido todo un descubrimiento, pese a que la decepción suele acompañar muchas veces las expectativas altas. Estos días de confinamiento y pandemia e vuelto a sus libros. Ágil, directo e irónico, Dovlátov sirve por oposición para denunciar la enfermedad literaria de nuestro tiempo: la verborrea intrascendente. Un autor trascendente en una era inane.

La materia prima de la literatura de Dovlátov es su propia experiencia. Pero, a diferencia del testimonio descarnado de Shalamov o de la recreación en clave metafísica de Kafka, Dovlátov lo resuelve todo a través de un humor ácido, la mejor defensa que encontró ante la tragedia que fue la vida en la Unión Soviética. Dovlátov contrasta, como ninguno, la doble realidad de la URSS. Por un lado, los discursos oficiales, los lemas de las manifestaciones oficiales, la radio oficial, la televisión oficial, las consignas del único partido oficial que celebraban la victoriosa marcha del proletariado hacia el progreso; por el otro, la realidad cotidiana, la de los supervivientes. Un país de pícaros sin suerte y de comisarios severos. 

En Los nuestros, suerte de biografía colectiva de su familia, consigue el milagro narrativo de contar el fusilamiento sin juicio de su abuelo paterno por el delito de haber recibido un paquete del extranjero (que le enviaba su hijo mayor, exiliado en Bélgica), la prisión de su primo hermano al que tuvo que vigilar como parte de sus tareas del servicio militar, y su propio encarcelamiento, con tortura incluida, desde una mirada neutra, que no califica lo que describe, pero que ridiculiza con el poder de la ironía. 

A caballo entre el relato breve y la crónica, El compromiso es un libro extraordinario y de nuevo una eficaz denuncia del universo totalitario. En él, Dovlátov se desquita de las mil insulsas y censuradas notas que tuvo que escribir como periodista de un medio oficial. En cursivas, al inicio de cada capítulo, explica cómo se publicó la noticia que tuvo que cubrir, y luego, en redondas, cuenta la verdadera historia detrás de esa noticia. El resultado es hilarante. Por ejemplo, narra cómo las autoridades querían celebrar el Día de la Liberación con el nacimiento del habitante cuatrocientos mil de Tallin. La noticia que se publica incluye una cita de Goethe, un poema celebratorio por una gloria local y la certeza que ese niño, de padres trabajadores soviéticos, está “condenado a la felicidad”. Y tras esto, la verdadera historia: todo fue un plan publicitario de burócratas que querían congraciarse con Moscú, no hay estadísticas confiables, la cita de Goethe es apócrifa, el nombre del niño fue escogido por las autoridades contra el deseo de los padres para que fuera el de un héroe soviético, y el niño no fue el primero seleccionado: otros recién nacidos fueron rechazados por ser poco ortodoxos, incluido un bebé judío y un mulato hijo de un “internacionalista” de Etiopía y una estonia. Y así, once compromisos más. Un friso de la vida en los setenta en la URSS y una prueba más del escaso valor que la verdad fáctica tenía en esos regímenes. 

Pero el libro más entrañable para mí ha sido La maleta, construido como una novela de cuentos que funcionan también de manera independiente, a la manera de Winesburg, Ohio de Sherwood Anderson. Gracias a este libro podemos decir sin sonrojarnos que Dovlátov es un digno heredero de Chéjov. La maleta es la historia real de su exilio, cuando descubre que las autoridades sólo permiten salir con tres maletas a los que han sido aceptados para emigrar. Después de regalar sus escasos y deteriorados muebles, Dovlátov comprueba con pasmo que todas sus pertenencias caben en una sola maleta. Cada capítulo es la historia de los objetos que componen esa maleta y, en su conjunto, dibujan el itinerario vital del autor: los amores, la vida fuera de la ley, la cárcel, el nacimiento de su hija, etcétera. Todo, claro, salpicado de mucho vodka.

La extranjeraes una novela breve que cuenta la historia, hilarante, de una rusa en el exilio, María Fiódorova, y su insólito matrimonio con un “latino” estafador, así en genérico. Ya antes se había casado con su novio judío de joven para poder emigrar y con un cantante de baladas folclóricas cuyo verdadero talento estaba en engañarla. La historia incluye como un personaje no menor al papagayo Lolo. Pero sobre todo es un recorrido por los mil y un destinos (desde el falso perseguido hasta el erudito olvidado), cortocircuitos y solidaridades que todo exilio congrega. En este caso, en unas pocas cuadras del barrio ruso judío de Queens: “El barrio se extiende desde la vía del tren hasta la sinagoga. Algo más al norte está el lago Meadow; al sur, el bulevar Queens. Y en medio, nosotros. La calle 108 es nuestra arteria principal”.La extranjera: un microcosmos donde se congrega todos los mundos posibles. 

***

Hace años, en La Jornada Semanal que editábamos Juan Villoro y yo, el poeta y narrador colombiano radicado en Morelia Jorge Bustamante se ocupó de Dovlátov con las que fueron seguramente las primeras traducciones al español. Presentó una selección de textos sueltos tomados de sus Cuadernos de apuntes. He aquí una brevísima selección de esa selección:

Un punto de vista liberal: ‘La patria es la libertad’. Hay una variante: ‘La patria es aquella donde el hombre se encuentra a sí mismo.

A uno de mis conocidos lo despidieron algunos amigos cuando se fue al extranjero. Alguien le dijo: “¡Recuerda, viejo. Donde hay vodka, allá está la patria!”

El talento es como la lujuria. Es difícil de ocultar. Y todavía es más difícil de simular.

Recuerdo que una vez adquirí un libro de Brodsky de 1964. Pagué una cantidad considerable, como si fuera una rareza bibliográfica. Si no me equivoco, cincuenta dólares. Luego, le comenté a Joseph lo sucedido. Me dijo:

–Y yo no tengo ese libro.

–Si quiere se lo regalo –le expresé.

Joseph se sorprendió:

–¿Y qué voy a hacer con él? ¿Leerlo?

Diario de la peste (46). Mandelstam, otro trece de mayo

  • para Víctor Gayol

En noviembre de 1933, Ósip Mandelstam recita de memoria un epigrama sobre Stalin en una reunión familiar. El 13 de mayo de 1934, es detenido por la policía secreta. La orden de detención es firmada por el propio Yagoda, jefe de la NKVD. El poema había sido leído en el curso de una velada en el minúsculo apartamento que ocupaba en Moscú, junto a su mujer Nadiezhda Mandelstam, tras años de una existencia paupérrima y errante. Era una reunión íntima, con su cuñado Evgueni, su hermano Alexander, tres amigos de toda la vida y Anna Ajmátova, su hermana de letras desde los años locos del acmeísmo y del Perro vagabundo, el café-teatro donde se daban citas los jóvenes poetas de San Petersburgo. Podemos imaginar la zozobra de los asistentes, sus evasivas miradas ante la voz musical de Mandelstam recitando:

Vivimos sin sentir el país a nuestros pies,

nuestras palabras no se escuchan a diez pasos.

La más breve de las pláticas

gravita, quejosa, al montañés del Kremlin.

[…]

Sus bigotes de cucaracha parecen reír

y relumbran las cañas de sus botas.

[…]

Uno silba, otro maúlla, aquel gime, el otro llora;

sólo él campea tonante y los tutea.

[…]

Toda ejecución es para él un festejo

que alegra su amplio pecho de oseta.

¿Un simple desahogo doméstico sin alcance ninguno, salvo preservar la dignidad ante los cercanos? ¿La primera chispa de un incendio, esperando que el poema corriera anónimo por las calles de Moscú? ¿O fue más bien una suerte de suicidio en dos tiempos, ante el derrumbe de todas las viejas certezas? Imposible saberlo. Recomiendo este análisis de José Manuel Prieto (cuya traducción utilizo), que le publiqué en Letras Libres.

El problema para Mandelstam no era ya la desaparición de todo lo que le daba sentido a la vida intelectual: los cafés, las tertulias, las revistas, los diarios y las editoriales, la libertad de crítica y de cátedra, y el tejido de trabajos, premios y reputaciones que de ello se desprendían. Ni siquiera la ruda imposición de un credo artístico oficial, el “realismo socialista”, y la censura preventiva de cualquier texto fuera de los moldes oficiales. Mandelstam lleva sin publicar más de un lustro, proscrito de todos los medios, y apenas ha dejado atrás una sequía poética que lo persigue desde mediados de los años veinte. Su feroz independencia, su incapacidad de callar, lo tienen atormentado ante lo que ve. Ahora el problema ha subido de escala: condenas por cualquier bagatela, campos de trabajos forzados, ejecuciones sumarias. Todo, bajo una atmósfera envenenada de recelo y delaciones, ecosistema tóxico en el que aprenden a medrar los bardos oficiales, favoritos del “zar rojo”, quienes no por eso dejan tampoco de estar en peligro.

Tras varios días de torturas, aislamiento, amenazas, el juez instructor (que luego sería represaliado también) le informa de que ha sido acusado y condenado por un delito de odio contra líder supremo de la Unión Soviética a tres años de cárcel. Y de manera teatral le lee una transcripción del poema en su primera versión (Mandelstam lo había rescrito suprimiéndole un verso particularmente duro: “asesino y devorador de mujiks”). ¿Quién de sus amigos lo traicionó, memorizó el poema, lo anotó cuidadosamente y fue a denunciarlo a la policía? Imposible saberlo. Los interrogatorios, el durísimo traslado, la reclusión en Cherdyn, convertida en una ciudad prisión al pie de los Urales, le rompen el ya por entonces frágil equilibrio mental e intenta suicidarse. Tiene delirios, arrastra todo tipo de dolencias cardiacas, sufre de insomnio. Su vida corre peligro.

            Su mujer y Ajmátova acuden a todas las puertas, mueven hilos, suplican. Al final consiguen dos avales: de Nikolái Bujarin (poco después, condenado a muerte como otras figuras clave del politburó en el inicio de las purgas estalinistas) y de Boris Pasternak (represaliado en los cincuentas por publicar en el extranjero su célebre novela). Tras la intervención de Bujarin y Pasternak ante Stalin (condenado post mortem por sus “excesos” en las resoluciones secretas del XX congreso del PCUS de 1956), la pena de cárcel se permuta por tres años de exilio interior, al que además le permiten ir acompañado de su mujer. “Aislarlo, pero protegerlo”, decía la nota manuscrita que sella su destino. Les dan a escoger una ciudad, descartadas eso sí, las más grandes. Eligen Vorónezh, a orillas del Don y a menos de seiscientos kilómetros al sur de Moscú.

La pena, benévola en extremo, no les ahorra dolencias. No conocen a nadie, no tienen dinero, todos los trabajos dependen del Estado y ellos son unos proscritos. Sobreviven en cuchitriles minúsculos, sin intimidad ni reposo, sin libros, con la obligación de presentarse cada tercer día en la policía a sellar su pasaporte de residente en la helada ciudad a orillas del Don. Aun así, se las ingenian para sobrevivir. Sus necesidades son mínimas: té, tabaco y una despensa. Todos sus bienes y enseres domésticos caben en una maleta. La poesía vuelve, milagrosa. Anna Ajmátova los visita y escribe un poema en recuerdo de la estancia con su alma gemela. Termina así:

En la habitación del poeta prohibido

montan guardia la musa y el temor,

la noche cae

sin la esperanza de la aurora.

Es en ese clima de desesperación que hay que entender el segundo poema dedicado a Stalin. Esta vez, una oda, con todos los elogios y modismos de rigor, que compone con la esperanza de ser rehabilitado. Al terminar los tres años de exilio, regresan a Moscú donde descubren que fue en vano. 1937. No tienen permiso de vivir en la ciudad, su departamento ha sido ocupado y no son recibidos por la Unión de Escritores, la única instancia que podría rehabilitarlo. Sigue siendo un apestado. Sobreviven como mendigos en los alrededores de Moscú. Viajan a San Petersburgo para despedirse del padre de él, de su adorada sobrina (que moriría de tuberculosis en el cerco de la ciudad por los nazis) y de Ajmátova. Ella también está al borde del abismo. Su hijo será detenido en 1938 (como ya lo ha sido su exmarido), condenado al gulag, del que sería liberado solo tras la muerte de Stalin. De ese dolor saldrá su inmortal Réquiem.

El cerco se cierra. El 2 de mayo de 1938, cuatro años después de su primer arresto, es detenido de nuevo y condenado a un campo de trabajos forzados en Siberia. Muere de un infarto en un campo de traslado en las cercanías de Vladivostok.

Ósip Mandelstam nació en Varsovia en 1891, cuando Polonia pertenecía al Imperio Ruso. Enamoradizo, teatral, con un don innato para la música y el lenguaje, traductor del alemán (estudió en Heidelberg) y del francés (estudió en La Sorbona), Mandelstam fue niño prodigio que desde su primer libro (La piedra, 1913) pasó a formar parte del canon de la poesía rusa. Mandelstam pensaba que Occidente se sustentaba en el Mediterráneo, en las bodas entre el cristianismo y el imperio romano, y de ahí su interés por Armenia, comunicada por el mar Negro con ese mundo, caldero de la humanidad. Judío apóstata, de padre comerciante y madre maestra de piano, se bautizó para entrar a la universidad de San Petersburgo. Amante de Italia como epicentro de la cultura y de Dante como corazón de la poesía (escribió un libro sobre la Divina comedia, que recitaba de memoria), fue un poeta cuya vida quedó cifrada entre un epigrama y una oda. 

Efectivamente: “Toda ejecución es para él un festejo”.

P.D. La vida literaria de Rusia fue destruida por la revolución, que sólo produjo un rastro de cenizas. Pienso en los azorados diarios de Ivan Bunin antes de exiliarse; en las memorias de los condenados que lograron sobrevivir para contarlo (Un mundo apartede Gustaw Herling, Relatos de Kolimáde Várlam Shalámov, El archipiélago Gulagde Alexander Solzhenitzyn); en los libros permitidos y luego condenados (La caballería rojade Isaak Bábel,El maestro y Margaritade Mijaíl Bulgakov, la poesía vanguardista de Vladimir Mayakovski); en los clásicos que debieron publicarse en el extranjero (Doctor Zhivagode Boris Pasternak, Vida y destinode Vasili Grossman) y en los libros que se publicaron décadas después, como el Réquiemde Ajmátova o los “cuadernos poéticos” de Ósip Mandelstam. De este corpus del dolor y la resistencia, no conocía las memorias de Nadiezhda Mandelstam, Contra toda esperanza, que he leído en estos días de confinamiento y con las que podido reconstruir los últimos años de la vida de su marido. Para un tirano de acero, una mujer de hierro. Qué vida. Qué talento. Qué perseverancia contra toda lógica. Ella misma merecería una entrada independiente de este blog. Espero volver al tema.

Diario de la peste (42). Et voilà

Viajé a París a finales de junio del 2003 con la única finalidad de entrevistar a Jorge Semprún. No era algo tan extravagante como parece, ya que vivía en Madrid y trabajaba como director editorial de Letras Libres España. Un mundo extraño con vuelos baratos. Gracias a Guillermo Sheridan pude hospedarme de manera gratuita, así que aproveché esa suerte para llegar un día antes de mi cita y quedarme un par de noches adicionales. Al confirmar la entrevista por email me pidió estar puntual en su casa, en la célebre Rue de l’Université, a las once de la mañana. Llegué, por su puesto, con mucha antelación y recorrí distraídamente algunas manzanas alrededor de la casa. La calle parte de la torre Eiffel y recorre, paralela al Sena, casi tres kilómetros de la almendra de París, comunicando el séptimo distrito con el quinto, para desembocar en el corazón de Saint Germain des Près. Acerqué mi índice al timbre del departamento mirando fijamente la manecilla de mi reloj para pulsarlo exactamente las once de la mañana. Silencio sepulcral. Repetí la operación, con sangre fría, un par de veces. Luego, esperé un minuto. Y toqué de nuevo. Luego, a los tres minutos. Y nada. La portera no respondía. París, fiel a sus arquetipos. A las once y diez salió una vecina. La adrenalina hizo fluir mi francés, aprendido con disciplina, pero sin talento, en el IFAL de la calle Nazas. No sé por qué se apiadó de mí. Me explicó que Semprún ya no vivía ahí hacía varios años. Me dijo, en un susurro gutural, que se habían mudado en la misma calle. Y me dio el nuevo número. Habían sido amigos como vecinos, pero ya no se veían. 

¿Por qué llevaba mal la dirección? Muy simple: cuando hablé a Tusquets, sus editores, para confirmar la dirección que teníamos en la revista, me dictaron la calle y el número por teléfono con la amistad y cortesía de siempre. Y al cotejarlo con el directorio de la revista (heredado del viejo directorio de Vuelta) no me percaté de la discrepancia en el número, pues coincidía el nombre de la calle. La nueva casa de Semprún estaba a más de doscientos números de distancia. Ahí aprendí que eso en París puede significar varios kilómetros. Al recorrer la primera cuadra y no avanzar la numeración más que en tres números empecé a preocuparme. Había tráfico y muchos semáforos rojos, así que tomar un taxi sería contraproducente. Y un tanto ridículo. Así que: piernas, para qué las quiero. No disfruté la belleza de la calle, ni los jardines de la Asamblea Nacional, ni los coquetos comercios, ni las olorosas panaderías que se sucedían a mi trote veloz. A las once y treinta y cinco toqué en casa de Semprún. Din-don. 

Me abrió él mismo la puerta de su departamento. Su célebre mirada de hierro traspasó mi lóbulo ocular y me redujo a la calidad de intruso. Por fin entendí a los testigos de Jehová. Tengo la suerte de no sudar y de no sufrir estrés en casi ninguna situación. Mi saquito de Zara, que me puse en las escaleras, disimulaba bien las inéditas galaxias de mi sobaco, pero la cara literalmente goteaba. Tenía delante al nieto de Antonio Maura (presidente del consejo de ministro con Alfonso XIII), al sobrino de Miguel Maura (figura clave de la segunda república desde el bando conservador), al alumno del Liceo Henry IV en su exilio parisino, al resistente que soportó la tortura de la Gestapo al ser detenido, al deportado en Buchenwald, al militante comunista clandestino en la España de Franco, al ex ministro de cultura de Felipe González, al guionista de Alain Resnais y Costa-Gavras, al autor de El largo viajeAutobiografía de Federico Sánchez. Un gigante de la cultura europea, un viejo amigo de Octavio Paz, un león disfrazado de león que aguardaba una palabra mía para decidir si me arrancaba la cabeza de un mordisco o dos.

—Perdona, Jorge, necesito pasar a tu baño un segundo antes de empezar la entrevista. ¿Dónde es?

Al menos, estaba ya dentro. Coloqué a buen resguardo la libreta, la grabadora y el libro que quería que me dedicara. Sólo faltaba que se mojaran. Me lavé las manos y la cara pausadamente. Frente al espejo del baño no pensé en La filosofía del tocadorde Sade. Y me repetí en silencio una frase que parecía extraída de un manual de autoayuda: “Tú puedes, Ricardo.”

La conversación, por supuesto, empezó tensa. Me advirtió que le quedaba poco tiempo. Después, todo fluyó. Había leído sus libros, así que estaba preparado. Logré una larga y pausada entrevista que se publicó en el número de septiembre de 2003 de Letras Libres dedicado a la naturaleza del mal. Pero siempre sentí que le faltaba algo a la introducción. Et voilà.

Posdata para el confinamiento:

En esa charla me dijo algo que ya había plasmado en La escritura o la vida:que el momento más intenso de su vida lo había pasado los domingos por la tarde en las letrinas de los barracones del campo de concentración. En este insólito lugar, contraviniendo las normas, se reunían los presos políticos españoles. Su existencia era frágil e insoportable y no podían hacer nada para cambiar esa realidad si querían sobrevivir. Ahí, en el único momento de descanso de la semana, en lugar de ahorrar energía en los camastros colectivos, se reunían a recitar las viejas canciones y los romances que había aprendido en la infancia y que se sabían de memoria. También poemas de Vallejo y Machado. Mirándome a los ojos, otra vez, con una fuerza y una profundidad como no he encontrado en otra mirada, sentenció: “La literatura me permitió escapar del infierno. La literatura me salvó la vida”.

Diario de la peste (40). Klemperer y la LTI.

Victor Klemperer vivió en cuatro eras geológicas distintas: nació en el imperio de Guillermo II, donde se formó como doctor en letras francesas, etapa que terminó como voluntario en las trincheras de la primera guerra mundial; trabajó como profesor de universidad en Dresde, su ciudad de adopción, durante la república de Weimar; sobrevivió al nazismo y murió como ciudadano de la República Democrática Alemana.

Judío de una familia liberal no creyente, Klemperer sufrió la humillación de las leyes de Núremberg, incluida la pérdida de su cátedra de doctor en letras, y fue confinado a una “casa de judíos”, pero evitó la deportación y la muerte por ser veterano de la primera guerra y estar casado con una alemana “aria” que no lo repudió (como hizo la mayoría). Se obligó, con inteligencia premonitoria, a llevar un diario clandestino desde el inicio del gobierno de Hitler, en febrero de 1933 hasta la capitulación alemana en mayo de 1945. Ese diario constituye, junto con las memorias del crítico literario Marcelo Reich-Ranicki y los diarios del dramaturgo rumano Mihail Sebastian, el mejor testimonio de la degradación del espíritu alemán y la concatenación de cobardía y fanatismo colectivos que precipitaron a Europa en la era de las tinieblas.

Los diarios de Klemperer incluyen muchas áreas de interés, desde la frívola fascinación que sentía por su automóvil hasta las profundas reflexiones como intérprete de la literatura francesa de la Ilustración. Notables, por su sinceridad, son las desavenencias matrimoniales con Eva, su admirable mujer, que le salvó la vida por el simple hecho de seguir considerándolo un ser humano tras la proclamación de las leyes que designaban a los judíos como una raza inferior o subhumana y, por lo tanto, un peligro para el pueblo alemán y su pureza de sangre. Particular interés tienen los sucesivos desencantos que enfrenta la pareja con los colegas de la universidad, los amigos e incluso el hijo de adopción; todos, contagiados de la peste parda, por intoxicación voluntaria o por miedo. Las degradaciones se van ampliando día a día y todo queda registrado. El primer e inexplicable rechazo editorial, la expulsión de las aulas, la vergüenza del primer día con la estrella de David en la solapa, las vejaciones en el transporte y la vía públicos, la extenuación del trabajo físico en una fábrica de cerillos y la lucha rabiosa por un mendrugo ante los estragos del hambre.

Su supervivencia está asociada a unos de los ignorados crímenes de la guerra, por haber sido cometido por los aliados, sobre los que escribió W.G. Sebald sin victimismo en La destrucción de todas las cosas. El 13 de febrero de 1945, Klemperer recibió la temible orden de presentarse al día siguiente para su “reubicación”. Ante la cercanía del frente ruso, las autoridades habían decidido cerrar la ultima “casa de los judíos” y liquidar a sus habitantes, últimos sobrevivientes de la próspera comunidad judía de Dresde antes de la guerra. Pero esa noche empezó el bombardeo de Dresde por los americanos (de día) y los ingleses (de noche) que por durante días seguidos redujeron a cenizas la ciudad sajona, asesinaron a miles de civiles y destruyeron la “Florencia del Elba”, con una justificación militar discutible. En el caos, Eva y Victor Klempeler lograron huir, falsificar sus papeles y confundirse en el río humano de refugiados para llegar con vida a la capitulación alemana y el fin de la guerra.   

Pero dentro de los diarios de Klemperer, un tema recurrente es la preocupación por el lenguaje y el poder, la perversión del lenguaje en el Tercer Reich. Con la mirada entrenada de un experto filólogo, conocedor como pocos de los matices y vericuetos de la lengua alemana, Klemperer registró los usos idiomáticos del poder nazi y cómo las viejas palabras se van transformando hasta convertirse en una neolengua. El propio Klemperer extrajo estos pasajes, les dio forma y pulió para convertirlos en un libro autónomo, publicado en el lado alemán bajo ocupación soviética en 1946. Al año siguiente, cayó la censura sobre el bloque del este y el libro pasó desapercibido por lustros, hasta la muerte de Klemperer en 1960 y su redescubrimiento por Alemania Federal, primero, y por el resto de Europa, después. En español está publicado por Minúscula y lo he logrado volver a leer completo en estos días.

El título es LTI. La lengua del Tercer Reich. “LTI” es el título que usaba el propio Klemperer para ocultar estos pasajes, entre sus escasos papeles, de la mirada de los curiosos en las habitaciones colectivas de la “casa de los judíos” y de las intempestivas y violentas revisiones de la Gestapo. LTI es la sigla en latín de Lingua Tertii Imperii

El mérito del libro es mayor si consideramos que no disponía de acceso a materiales de ningún tipo (aun así se las ingenia para revisar periódicos, robar novelas populares, himnos y canciones militares, libros de texto infantiles…); que escribía sus apuntes robándole horas al descanso tras horas de pie de trabajo esclavo en una fábrica (acabó la guerra con 64 años), y que de haber sido descubierto le habrían costado la vida.

Imposible resumir aquí todos los hallazgos de Klemperer. Me limito a señalar algunas de las líneas de transformación-perversión de la lengua alemana bajo la dictadura nazi:

– El uso y abuso del insulto para referirse a los opositores, la comunidad judía, los enemigos en la guerra.

– La inflamación de los adjetivos calificativos (todo era histórico e inmortal).

– La transformación de la palabra “fanático” en una virtud, cuando fue una palabra francesa que nació para repudiar a las personas incapaces de razonar.

– El uso del eufemismo para disimular las derrotas en el frente y las claves para entender el campo de signo en la guerra tras la derrota en Stalingrado.

– El uso de la tipografía gótica para realzar la germanidad.

– El cambio en los obituarios para relegar las fórmulas cristianas por el dogma nazi.

– Los superlativos para referirse a Hitler y sus esbirros.

– Las metáforas deportivas para fanfarronear de las rápidas victorias al principio de la guerra.

– La invasión de la lengua del Tercer Reich incluso en los ámbitos más ajenos, como el farmacéutico, el químico o el botánico.

– Las fórmulas biológicas para despreciar a los judíos.

– El abuso de las palabras héroe y heroico, que pasaron a significar, conforme los frentes se acercaban a Alemania, “muerto en combate” y “retirada”, respectivamente.

El libro también es un estudio de la credulidad humana y cómo la gente de verdad se intoxicó con estas palabras y cómo muchos, huyendo, rotas los frentes de guerra, aún esperaban que el 20 de abril de 1945, a doce días de la capitulación, por ser el cumpleaños del führer, la guerra daría un vuelco.

El libro, por ejemplo, explica cuándo reapareció el término “campo de concentración” que se había escuchado brevemente durante la guerra anglo-bóer a principios del siglo XX, cuando Klemperer era un niño. Entrada del 29 de octubre de 1933:

Y ahora reaparece de golpe y designa una institución alemana, una institución de tiempos de paz, dirigida sobre suelo europeo contra alemanes, una institución duradera y no una medida bélica provisional contra los enemigos. Creo que, en el futuro, cuando se pronuncie la palabra “campo de concentración”, se pensará en la Alemania de Hitler, única y exclusivamente en la Alemania de Hitler.

Los diarios son una historia del antisemitismo europeo, sus orígenes religiosos, su transformación política y el lugar central, único, que ocupaba en la “cosmovisión” (otra palabra de la que se burla Klemperer y que atribuye a los nazis su uso en las discusiones filosóficas) del nazismo:

Cuando se nombra a los odiados “judíos del Kremlin”, Trotski y Litvinov, se hablaba de Trotski-Bronstein y Litvitov-Finkelstein. Cuando se nombraba a Laguardia, el odiado alcalde de Nueva York, siempre se decía “el judío Laguardia.

Para las masas alemanas, antisemitismo y doctrina de la raza son sinónimos. Y la doctrina racial científica –o, más bien, seudocientífica– fundamenta y justifica todos los excesos y pretensiones de la soberbia nacionalsocialista, toda conquista, toda tiranía, toda crueldad y toda matanza.

El judío es el hombre más importante en el Estado de Hitler: es la cabeza de turco y el chivo expiatorio, el adversario más popular, el común denominador más evidente, el paréntesis más sólido en torno a los factores más diversos.

A las ciudades se les agregaba una frase con la finalidad de definir una peculiaridad. Así: “Múnich, ciudad del Movimiento” y “Núremberg, ciudad de los congresos del partido”.  

Además, recoge muchas supersticiones (Dresde no será bombardeada porque unos moradores vieron en las nubes la figura de Federico, el Grande) y estudia cómo la lengua alemana se vuelve una lengua de la fe:

—No es cuestión de entender, hay que creer. El Führer no cederá. El Führer no puede ser derrotado y siempre ha encontrado un camino cuando otros creían que no había salida […]. Yo creo en el Führer.

Establece el vínculo entre romanticismo alemán y nazismo: “La terrible acusación se mantiene con razón, a pesar de todos los valores creados por el romanticismo […] La característica determinante de la corriente espiritual más alemana se llama: ausencia de límites”.

Y aquí paro, el libro es infinito. Y perturbadora su vigencia. Orwell supo de la lengua y el horror político. ¿Qué otra cosa es 1984, si no? Mas aún si se piensa que detrás de la lengua se enmascaran las enfermas personas que la crearon.

(Guardando todas las proporciones, ¿quién sería el filólogo que esté llevando la cuenta de las palabras de la Cuarta Transformación, su líder verborreico y sus cotorras acomodaticias? Le regalo el título: LQT. La lengua de la Cuarta Transformación. Lingua Quartae Transformationis, si no he olvidado mis lecciones de latín de la carrera.)

Diario de la peste (39). Los fieles

Es necesario ser desconfiados con quienes buscan convencernos con instrumentos distintos de la razón, es decir, de los líderes carismáticos: debemos ser cautos al delegar en otros nuestros juicios y nuestra voluntad. Ya que es difícil distinguir los profetas verdaderos de los falsos, mejor sospechar de todos los profetas; es mejor renunciar a las verdades reveladas, aunque nos exalten por su simplicidad y su esplendor, aunque las encontremos cómodas porque se adquieren gratis. Es mejor concentrarse en otras verdades más modestas y menos fáciles, aquellas que se conquistan fatigosamente, de a poco y sin atajos, con el estudio, la discusión y el razonamiento y que pueden ser verificadas y demostradas.

La cita es de Primo Levi, en el epílogo que escribió en 1976 para Si esto es un hombre. Levi es, para mí, el escritor más importante del siglo XX. Dejó testimonio del crimen más horrendo que la humanidad ha perpetrado contra sí misma y lo hizo desde la mejor estrategia literaria posible: no adornar el horror, narrarlo desde la óptica del científico que era.

No basta leer Si esto es un hombrepara entender toda la maquinaria que hizo posible la solución final, el eufemismo con que los nazis enmascararon el exterminio de los judíos europeos (seis millones de seres humanos, incluidos millón y medio de niños). Pero basta este libro para entender el mecanismo de obediencia debida de los funcionarios, militares y miembros del partido y la ceguera voluntaria de la sociedad que hizo posible los delirios maniacos de un artista fracasado y su corte de los milagros.

Si esto es un hombrefue rechazado en la inmediata posguerra. Y publicado marginalmente, sin éxito ninguno. Europa quizá necesitaba olvidar para poder reconstruirse, pero cuando lo publicó de nuevo Einaudi, en 1958, se volvió una referencia obligada. En los setenta el verdadero miedo de Levi es que no se entendiera que esa experiencia la cometieron seres humanos comunes y corrientes y que podía repetirse, revestida de otros ropajes:

Es necesario recordar que estos fieles, y entre éstos, los diligentes ejecutores de órdenes inhumanas, no eran esbirros de nacimiento, no eran (salvo pocas excepciones) monstruos: eran hombres comunes. Los monstruos existen, pero son demasiados pocos para ser verdaderamente peligrosos; son más peligrosos los hombres comunes, los funcionarios dispuestos a creer y a obedecer sin discutir…

Por ello, dedicó parte de su tiempo y esfuerzo a presentarse ante diversos auditorios a contar su historia y alertar al mundo de las posibles metamorfosis del discurso fascista en Europa y en el mundo, cómo detectarlo y combatirlo. La desesperación por que la gente entendiera los mecanismos del mal es especialmente patente en su último libro, Los hundidos y los salvados. Un año después, se arrojaba por el hueco de las escaleras de su casa en Turín. Cómo se extraña su voz, serena y firme, sin odio, pero también sin perdón, en estos días. Estas fueron sus últimas palabras escritas:

Debe quedar bien claro que los responsables, en grado menor o mayor, fueron todos [los miembros del partido nazi], pero que detrás de su responsabilidad está la de la gran mayoría de alemanes, que al principio aceptaron, por pereza mental, por cálculo miope, por estupidez, por orgullo nacional, las ‘grandes palabras’ del cabo Hitler, lo siguieron mientras la fortuna y la falta de escrúpulos lo favoreció, fueron arrollados por su caída, se afligieron por los lutos, la miseria y el remordimiento, y fueron rehabilitados pocos años más tarde por un juego político vergonzoso.

Diario de la peste (36). Guillermoprieto y los noventa

En estos días de encierro he alternado, por sadomasoquismo, libros de atmósfera claustrofóbica con libros ambientados al “aire libre” (valiente nueva clasificación). Justo ahora termino de nuevo Al pie de un volcán te escribo, de Alma Guillermoprieto, recopilación de sus mejores crónicas publicadas en el New Yorker bajo el título de “Carta desde América Latina”. Qué nostalgia del viejo New Yorker que ofrecía la posibilidad, a sus reporteros at large, de financiarles una larga estancia en una ciudad para que el enviado descubriera una historia, la investigara y documentara a profundidad, para luego escribirla en un intenso trabajo de diálogo con el editor, adscrito en exclusiva a ese proyecto. Y el mítico fact cheking. Estas crónicas son el decantado producto de esta manera de honrar la profesión que hoy leemos, más que con nostalgia, con incredulidad. Y del talento inmenso de Guillermoprieto.

En el prólogo explica algunas dificultades de la traducción. El inglés le parece una lengua más dúctil y útil para la ironía y el uso del understatement, es decir, describir algo por abajo de su dramatismo real para lograr un distanciamiento cómplice, tarea que encuentra difícil en español, lengua que, en contrapartida, le parece mejor para el comentario malicioso. La traducción recoge toda la riqueza léxica del español americano y no tiene miedo (ni usa cursivas) de dar entrada al argot de cada país desde el que escribe, lo que lo convierte en un sabroso caldo idiomático, ajeno a la rigidez de la RAE. Además, otra ventaja sobre la versión en inglés es que muchas de las fuentes utilizadas (noticias de periódicos, entrevistas, carteles en la calle) están obviamente recogidos en español, su versión original.

Al libro lo recorre una tensión central: la lucha por la modernidad en América Latina y cómo esta lucha (anhelo siempre frustrado) significa forzosamente cosas distintas para un profesionista de Lima, en los años noventa, que para un campesino de la sierra andina, anclado en un tiempo ancestral. Para el profesionista se trataría de acercar a su país a los niveles de vida de los países desarrollados, mientras que para un campesino la modernidad sería tan sólo el anhelo de la supervivencia y la posibilidad de romper los lazos “feudales” que lo unen al cacique y al dueño de la tierra. Una paradoja adicional de la modernidad en América Latina radica en el hecho de que nuestras ciudades son ya modernas en lo externo (aeropuertos, conexiones a internet, carreteras), pero aun así siguen siendo subdesarrolladas. La modernidad sólo como una adquisición barata, externa, y no como producto de una evolución propia, interna. Somos urbanos, pero nuestras ciudades están rotas y sucias y congestionadas, y la calidad del aire y del agua es pésima. La vida es miserable en ellas, pero moderna.

Pero afortunadamente no se trata de un libro de ensayos sobre la realidad latinoamericana y recetas de cómo superarla, sino de crónicas “a pie de calle”, que buscan entender y no condenar, que muestran lo que somos y no lo que soñamos ser. La mirada es literaria, ya que, si bien se basa en la realidad, parte de la subjetividad del yo: esto siento yo, esto me pasó a mí, esto lo veo así, repite constantemente Alma Guillermoprieto . La magia de su escritura está en el descubrimiento del detalle nimio pero significativo que encierra una explicación más coherente y real que un sesudo análisis sociológico.

En la Bogotá de 1991, en mitad de la guerra desatada por el desafío de los narcotraficantes al Estado colombiano, Alma descubre que florecen como nunca las vidrieras. Llegan de inmediato al lugar de la explosión, después de oír la noticia en la radio, y compiten entre sí para ofrecer presupuestos y restaurar los daños de inmediato. De la Ciudad de México explica la increíble leyenda urbana que se apoderó de sus habitantes cuando un periódico sensacionalista, Alarma, publicó las fotos de una supuesta rata gigante encontrada en el canal del desagüe. Hubo teorías sobre la “nueva generación de ratas urbanas” que los basureros de la ciudad producían, otros falsos avistamientos fueron reportados, se habló de ratas “cebadas” y “grandes cómo conejos”. Al final, descubre que se trata de un león de circo, previamente desollado por sus dueños para vender su piel, que murió de viejo y fue clandestinamente arrojado al canal de desagüe: la historia real es, si cabe, más terrible que las historias inventadas. O tenemos el relato de la tristeza de los internacionalistas acreditados en Managua para las elecciones de 1990, cuando, contra todo pronóstico, los sandinistas perdieron el poder frente a Violeta Chamorro, y de cómo eran ellos los que azuzaban a Daniel Ortega a no reconocer la derrota (lo que hubiera tenido unas consecuencias impredecibles para el país) desde la total impunidad que les otorgaba saber que al día siguiente podían tomar el avión y volver a los plácidos París (Danielle Mitterrand) o Londres (Bianca Jagger). Durante su estancia descubrió que de los pocos edificios en pie (tras el temblor de 1972 y la revolución), casi ninguno tenía elevador. Así que logró contarlos todos: Mangua era una capital de solamente diez elevadores. Imaginemos el abismo referencial que eso podía significar para un neoyorquino. Pero también para un porteño, un bogotano o un caraqueño. O está, en fin, la importancia de la policlínica de la ciudad de Medellín, azotada por los sicarios, y su especialización en salvar vidas de heridos de bala, probablemente la mejor del mundo en esa única “especialidad”. Las vidrieras de Bogotá, los elevadores de Managua.

Qué pensar hoy de los primeros años noventas, de euforia liberal tras la caída del Muro de Berlín. Gobiernos electos que o bien traicionaron la democracia que los había hecho posibles (Fujimori y su autogolpe de 1992) o bien traicionaron los proyectos de apertura (Collor de Mello) o se volvieron su caricatura (Menem). Años que demostraron que los males de nuestra política eran atávicos. Y que las soluciones desde una elite ilustrada son reversibles si no tienen el acompañamiento crítico de una mayoría social. 

Y sí, sangro por la herida de México. 

Diario de la peste (34). Del diario de K.

En la entrada de su diario del 2 de agosto del año 1914, Franz Kafka anotó: “Alemania declara la guerra a Rusia. Por la tarde, me fui a nadar”. Esta frase, citada en diversas ocasiones por Vila-Matas, es la desnuda indefensión del individuo ante la tormenta de la historia. De la primera guerra mundial nacerán el vértigo de las vanguardias, pero también el fascismo (y su hijo idiota, el nazismo) y la revolución rusa (y con ella, la caja de Pandora del socialismo real). ¿Cuántas vidas y haciendas destruidas en sus fatuas promesas? Las dos ideologías totalitarias que comparten, pese a estar enfrentadas a cara de perro, el desprecio al individuo, el humanismo y la libertad. Ideologías que sigue entre nosotros, enmascaradas, a la espera de que se debilite el sistema inmune de la democracia para parasitarla.  

            Esta mañana leí que, si no hay una cura rápida o una vacuna pronto, la “nueva normalidad” del covid-19 puede obligarnos a largos periodos de cuarentena, alternados con etapas cortas menos restrictivas: un cambio radical en la forma en que aprendemos, trabajamos, compartimos y amamos los seres humanos. Delante de nuestros ojos emerge el nuevo autoritarismo: el autoritarismo disfrazado de control sanitario. Vamos a la deriva en el mar de la desolación económica en el que flotamos aferrados a la balsa (¡no tan frágil!) del amor y la cultura. Un cambio de vida tan radical y dramático que no hay forma equilibrada de asimilarlo, salvo con la estrategia básica de los doble AA: sólo por hoy seré optimista, sólo por hoy haré los deberes, sólo por hoy cuidaré de los hijos con amor (y respeto por su futuro), sólo por hoy cuidaré a mis mayores con amor (y respeto por su futuro también). Sólo por hoy honraré la fortuna de vivir con la mujer a la que amo.

Por la tarde no puede ir a nadar.

Diario de la peste (26). El caso Moro hoy.

Leonardo Sciascia, al que descubrí en una compra desesperada al quedarme sin lectura antes de un vuelo trasatlántico (de la que ya di cuenta), se volvió desde entonces un autor de cabecera. Y de no pocas conversaciones en los cafés de la Condesa con Federico Campbell, para quien México estaba cada vez más cerca de la Sicilia postrada ante la mafia que denuncia Sciascia en sus novelas. Campbell había mantenido correspondencia con Sciascia, lo había entrevistado en su casa de Racalmuto y tenía un libro pionero sobre el autor italiano (La memoria de Sciascia). A Campbell le interesaba el apóstata, que había renunciado al Partido Comunista Italiano por congruencia con su defensa de la libertad, y el líder moral, que nunca idealizó el bajo mundo de la Cosa Nostra, ni sus supuestos códigos de honor.

Creo que he leído todos o casi todos los libros de Sciascia al español, lo que incluye muchas novelas policiacas, un par de libros de cuentos y un curioso libro de viajes (Horas de España). Por cierto, la cultura literaria de Sciascia tenía una fuerte predilección por los autores clásicos españoles, en particular por Cervantes y Calderón, y también, quizá gracias a las sugerencias de Campbell, conocía ciertos clásicos mexicanos, como Martín Luis Guzmán, al que cita en más de una ocasión. Pero mis predilectos son dos libros donde la realidad pesa más que la ficción: La desaparición de MajoranaEl caso Moro. En el caso del primer título, la tesis de Sciascia es que Majorana, el físico italiano, no se suicidó, en 1938, como todo mundo afirma, por desórdenes de genio loco, sino porque se dio cuenta de que sus trabajos podían desembocar en la bomba atómica para Mussolini.

Me gusta la brevedad de sus novelas. Sciascia trabajaba todo el año en Roma. Primero como periodista, luego como político (después del Partido Comunista, fue diputado independiente por el Partido Radical), pero nunca perdonaba el largo verano en su tierra natal. Y ahí, encerrado tras los gruesos muros de su casa familiar en Sicilia, se encerraba a escribir, a redactar, la historia que había trabajado, en apuntes e investigación, a lo largo del año. Libros condensados, inteligentes, pero de fácil lectura, hijos de la luz del Mediterráneo. Una obra amplia, de muchos libros breves, escritos en su mayoría en la madurez, pura condensación de sabiduría vital, como su paisano Andrea Camilleri.

A Sciascia le desespera la complicidad del siciliano común con la ilegalidad y, por extensión, con el crimen. Su obra, a diferencia de la de Mario Puzo, por ejemplo, es un alegato contra la sublimación artística de la violencia criminal. Su obra es un grito en la plaza pública contra la omertá o ley del silencio. Y una muestra que, desde la literatura, para colmo de género, se puede comprender el fondo de un asunto social delicado, y tomar una postura ética ante el mal de su tiempo. Sciascia, desde luego, no limitó su lucha a las novelas de verano, sino que la llevó a las páginas de los diarios, con reportajes de investigación, y a la tribuna del congreso, con denuncias e iniciativas de toda índole. Y todo desde esa especie de serenidad del que ha convivido con el siroco de cerca por lustros. Sciascia fue un rígido impugnador de la corrupción política italiana y de esa dejadez, casi de orgullo idiosincrático italiano, de hacer las cosas sin cuidado, desde los trenes que salen tarde hasta los asesinatos que no se resuelven. Cose nostre, dicen los italianos, exculpándose de los pequeños desastres, “nuestras cosas”, sin darse cuenta la afinidad semántica con la cosa nostra

Leonardo Sciascia es a la mafia lo que Fernando Savater ha sido ante ETA: alguien que no acepta la inevitabilidad de la opresión ni la inercia de las cosas dadas. Ni Savater ni Sciascia saben voltear para el otro lado, como hacemos la mayoría por comodidad, miedo o complicidad involuntaria ante situaciones que nos rebasan.

El caso Moro es un libro triple. Por un lado, es una interpretación de las cartas que Aldo Moro mandó, durante su cautiverio por las Brigadas Rojas, a familiares y políticos (una lectura hecha en el verano de 1978, solos meses después del secuestro y asesinato de Moro); por otra, es una apretada cronología de los hechos, y por último, el informe de la comisión parlamentaria de investigación que presentó el diputado Sciascia al Congreso de la República italiana, en 1982, con los errores policiacos que impidieron, pese al gran despliegue y las múltiples pistas, dar con el paradero de Moro y liberarlo. Las tres partes encajan en la mente del lector y le permiten tener una visión amplia del secuestro y asesinato del líder de la Democracia Cristiana.

Sciascia parece ser el único en Italia que se toma en serio las cartas de Moro. Sus compañeros de la política decidieron que las escribía un hombre enajenado por el cautiverio, sin libre albedrío y no dueño de sí. Y las ignoraron. Moro lo que quiere es muy simple. Algo que además ya había defendido antes en su vida política: que se establezcan negociaciones para liberarlo. El fin supremo de la política es salvar vidas, piensa Moro, y es además la razón de ser de un buen católico. Pero el estamento político, con la excepción del socialista Craxi, se niega ceder al chantaje terrorista. Para Sciacia, las misivas de Moro desde la “prisión del pueblo” son lúcidas y claras. Y tienen, además de su fin explícito, dos intenciones ocultas: una, ganar tiempo para que la policía lo rescate, y la otra, vencer la censura de sus captores y dar claves de su paradero. Ahí, el genio filológico de Sciascia se vuelve más agudo que nunca y demuestra cómo algunas expresiones y aparentes incongruencias de las cartas de Moro son para decir que sigue en Roma, contra lo que pensaba la policía, que está retenido en un edificio de departamento habitado por muchos vecinos, probablemente en un sótano, y que este lugar no lo tiene la policía en sus registros. Reto a cualquiera a no emocionarse con esta posible interpretación.

Al final, el baile de muerte estaba sellado: los políticos no querían renunciar a la razón de Estado y negociar con los terroristas; y las Brigadas Rojas, intoxicadas de absoluto, ya habían decretado, desde el altar de su superioridad moral, en una farsa de juicio, que Moro era culpable y debía morir ejecutado por representar los males de la república burguesa. Una tragedia griega escenificada en Roma con la complicidad del Vaticano, la clase política y la prensa. Por eso, Moro pide, como última voluntad, un funeral privado, sólo con la familia.

Aldo Moro era, junto con Andreotti, la figura clave de la política italiana de posguerra. Fue dos veces primer ministro y era presidente del partido mayoritario cuando fue secuestrado. Además, el día de su secuestro iba rumbo al parlamento a presenciar, tras muchas horas de negociación y encuentros secretos que él encabezaba, un pacto de gobierno con el Partido Comunista, el famoso “acuerdo histórico”. El Partido Comunista, segunda fuerza, formaba parte del arco constitucional o parlamentario (y de sus consensos), a diferencia de los grupos y grupúsculos de extrema izquierda que propugnaban la vía armada para la toma del poder. Uno de ellos lo encabezó hasta su muerte, en un fallido atentado contra la red del tendido eléctrico de Milán, el filántropo y editor Feltrinelli. El otro eran las Brigadas Rojas, que llevaban para ese año ya casi una década de atormentar la endeble democracia italiana con atentados, secuestros, robos y demás acciones “revolucionarias”. Ambos grupos de inspiración latinoamericana, el de Feltrinelli en la teoría del foco guerrillero de Fidel Castro y el Che Guevara y las Brigadas Rojas, en los tupamaros del Uruguay. Eran esos, justamente, los años de estudiante universitario, en la politizada facultad de Ciencias Políticas de la UNAM, de Andrés Manuel López Obrador. Pero de eso me ocuparé en otra entrada. El tema tiene interés para mí hoy en México por dos motivos. Uno, por la increíble pervivencia del comunismo en la política democrática, cuando todos sus resultados han sido, ahí donde triunfa y gobierna, catastróficos y liberticidas. Y otro, por la desesperación de un hombre cautivo que encuentra en la escritura una última forma de resistencia. Los hechos, además, coinciden con el previsible calendario del covid-19: van del 16 de marzo, cuando es secuestrado en la Via Fani de Roma, al 9 de mayo, cuando es encontrado su cuerpo en el maletero de un Renault 4, color amaranto. Primavera roja, primavera vírica. 

Diario de la peste (23). Kolakowski y los intelectuales orgánicos.

Leszek Kolakowski (Radom, Polonia, 1927 – Oxford, Inglaterra, 2009) tuvo un empeño mayúsculo en su vida: desentrañar el marxismo para entender los horrores sin fin que se cometían en su nombre. Al principio, desde su Polonia natal, con el deseo de reformar el dogma oficial y abrir un espacio para la autonomía moral de los ciudadanos. Fracasó. Ya en el exilio, abandonó la esperanza de su reforma y lo combatió con la agudeza de una inteligencia analítica sin par. 

Como historiador, estaba en contra del determinismo marxista. La historia no es una ciencia, ni está ya escrita, ni conduce a un fin determinado. El azar existe. Todo lo que hacemos, incluidas la teoría y la práctica marxistas, modifican la historia de una manera no predecible y todo avanza sin un propósito predeterminado. Nadie sabe cómo lo juzgará la historia, cuyas verdades cambian con el tiempo. La Roma del siglo XIX no es la misma Roma que la del XX, aunque en todas haya muerto Julio César asesinado.

Como filósofo, creía y defendía la libertad individual, base de todas las libertades. Y por eso quiso reconciliar su fe católica con el credo liberal. Le interesó mucho el pensamiento religioso que se disfraza de política e ideología.

Se exilió en Oxford en el temprano 1968. Mientras los jóvenes occidentales buscaban respuestas al vacío de la sociedad de consumo y la rigidez moral de su tiempo a través de la liberalidad sexual, la exploración lúdica de las drogas alucinógenas o imaginaban paraísos de concordia en la tierra, Kolakowski luchaba, desde un diminuto despacho en la honorable universidad que lo recibía, contra la gran mascarada del socialismo real. También le interesó el hechizo que ese mundo causaba en Occidente, particularmente en muchos de esos jóvenes libertarios. Era una paradoja que no se podía explicar desde la razón, sino desde la religión. Los intelectuales de occidente actuaban como una de esas sectas milenaristas que el propio Kolakowski había estudiado. 

En el verano de 1986, convocado por la revista Salmagundi, discutió con George Steiner, Conor Cruise O’Brien y Robert Boyers sobre la responsabilidad de los intelectuales. 

Creo que sus palabras, reproducidas aquí, sirven para esclarecer por qué algunos intelectuales siguen aferrados al dogma de López Obrador, aunque en su actuación transgreda sin recato los principios en los que creen, en particular el valor de la ciencia y la cultura y el respeto a la libertad de prensa y al Estado laico. En otra presidencia, las actitudes de López Obrador les hubieran alarmado hasta el paroxismo o la repugnancia. No me refiero a los que están pagados por el gobierno o por el partido, o los que han conseguido una efímera notoriedad por ser sus paladines. (No podemos saber si a todos estos los pondrá en su sitio la historia, becerro de oro que adoran en vano; Clío, su musa, es impredecible y hasta caprichosa, como ya nos advirtió Kolakowski.) Me refiero a los que, de buena fe, luchando con su consciencia y sus prejuicios, siguen en el barco del obradorismo, esa extraña hidra de una sola cabeza.

Imagino que a Kolakowski no le hubiese disgustado que se le cite, largamente, un viernes santo para desnudar a una secta:

Los intelectuales están sujetos con frecuencia a un fenómeno psicológico especial que refleja el hecho de que están divididos entre deseos o actitudes incompatibles. Por un lado, se sienten muy orgullosos de su superioridad y de su independencia. Por otro, es precisamente este sentimiento de independencia del que están orgullosos el que les produce una especie de incertidumbre sobre su pertenencia. Hay en todo ser humano, obviamente, una necesidad de pertenecer a algún lugar. Y esta es una de las razones por la que es relativamente sencillo para los intelectuales identificarse de un modo cerebral con la causa de la gente al tiempo que mantienen sus sentimientos de superioridad intactos. En otras palabras, quiere pertenecer a una élite con necesidades fuera de lo ordinario, pero al mismo tiempo sufren por esa sensación de distancia y aislamiento. La mejor manera de escapar de este dilema es precisamente la identificación cerebral con la causa de los desvalidos. El marxismo es la mejor manera de expresar este conflicto, de reconciliar, aunque sea parcialmente, estos sentimientos contradictorios. 

Otra tendencia común en los intelectuales es su constante y desesperada búsqueda de legitimidad. Después de todo, nadie pregunta para qué sirven los plomeros o cuál es la razón de ser de los doctores, pero la pregunta sobre cuál es la razón de ser de los intelectuales es bastante natural y hasta entendible. Y son los intelectuales los que se plantean esta pregunta incesantemente. Esperan eventualmente hallar un tipo de legitimidad social que sienten les hace falta. El otro problema es que el intelectual quiere ser escuchado, y la única garantía institucional de que un intelectual será escuchado es si él se incluye dentro de un establishmenttotalitario. Esto explica por qué muchos intelectuales ansían ser pensadores de la corte o filósofos cortesanos en un sistema totalitario que provee ciertas comodidades, y que garantiza por lo menos en parte una audiencia leal a intelectuales serviles, sin importar cuáles sean los resultados. 

[…] De estas memorias [de Nadezhda Mandelstam] podemos advertir cómo la inteligentsiarusa fue en una medida culpable de su propia destrucción. Varias escuelas literarias rivalizaban entre ellas para ser reconocidas por el despótico gobierno comunista y así eliminar a sus competidores. Y esta rivalidad eventualmente le dio a los déspotas una herramienta harto conveniente con la que domar, o domesticar, y eventualmente destruir a la cultura rusa. Detrás de este fenómeno podemos discernir los deseos y las emociones contradictorias que anotábamos anteriormente: tanto ser parte de una élite como estar del lado de los desvalidos, tanto ser independiente como ser aclamado como un heraldo de la razón y un profeta de las masas. Demandas incompatibles pero características, quizá, de esta clase.