—Buenas tardes, tenemos una reservación de “inmunidad colectiva”. Habitación doble con dos menores incluidos.
—¿Me deja ver sus cartillas sanitarias, por favor? Perfecto, señor Cayuela. Dado su historial médico queremos ofrecerle un up-grade.
—¿En qué consiste? Si tiene un costo extra ni me lo mencione, por favor.
—Se trata de la habitación esterilizada platino. Puede usarla sin mascarilla. Salvo el balcón, ya sabe, por la policía.
—¿Sin mascarilla? ¿Y es segura?
—Sí, tiene Iso-Sanidad 2024.
—¿Y es del mismo tamaño que mi habitación original?
—Es más amplia. Además, tiene un ventilador de emergencia para cada huésped.
—Pero eso es por ley en todos los cuartos…
—Sí, pero estos son ergonómicos, de la marca Cólera Blanca.
—¿Qué dices, Yai?, ¿aceptamos?
—Sólo si ya está lista. Tenemos que cambiarles la mascarilla a los niños y necesito pasar al baño.
—La habitación los está esperando con los alveolos abiertos, señores.
—Entonces, aceptamos.
—Perdone, un segundo, señor Cayuela, mire, revisando el sistema, me indica que la habitación sí tiene un pequeño ajuste de tarifa de mil coroneuros. Pero por tratarse de usted, se lo dejaríamos en 750.
—Hubiéramos empezado por ahí y le ahorro todo este tiempo, caballero. No estoy interesado.
—¿Ni por quinientos coroneuros y cuatro cubrebocas fosforescentes de regalo?
—No estoy interesado, de verdad; pero muuuuchas graaaacias.
—De acuerdo. Le entrego su kit de guantes de látex por ocupante, para el bufete individualizado, y sus mascarillas para las áreas comunes. En la cena, la mascarilla de gala es prescriptiva.
—¿Estas negras?
—No. Esas son por si, ya sabe, tenemos ceremonia luctuosa en el lobby. Las grises con dorado.
—Gracias. ¿Se esperan muchas ceremonias luctuosas esta semana?
—No creo. No tenemos pacientes inmunodeprimidos. Todos sin dolencias previas. Claro, esto se declara voluntariamente y siempre se nos cuela algún diabético. Nuestra media de ocupación es de 52 años. Alta, pero lejos del umbral peligroso.
—Igual si ve algo nos avisaría con tiempo, ya sabe, por los niños…
—Claro. Tenemos un sistema de aviso en código para menores. Lo tiene ya instalado en su bata-sensor.
—Perfecto. Y gracias por la sensibilidad. Leímos las reseñas y eso nos convenció para hospedarnos aquí.
—Bienvenidos de nuevo y recuerden que en el bar el minuto de silencio es de 5 a 7, en el horario que escoja libremente cada cliente. El bartenderes muy flexible y a los 40, 50 segundos como máximo permite hacer ya el aplauso. Él mismo sella la libreta de racionamiento moral del día. Pero, claro, no pueden entrar los menores.
—Una última pregunta: ¿acepta viejos euros? Los traemos desinfectados y con el sello del banco de “dinero limpio”.
—Desde la curva del año pasado, sólo aceptamos coroneuros virtuales, perdone. Los androides de la limpieza sí los aceptan de propina. Pero deben estar sanitizados, no sólo desinfectados.
Rumbo al elevador
—Te lo dije, Ricardo, pero eres tan necio. Cómo se te ocurre pensar que con una simple desinfección de banco los iban a aceptar. Ni los androides. Y tú ya te hacías invitando martinis a todo mundo con ellos. Si no fueras patético serías divertido. Ahora nuestro viejo dinero es dinero muerto.
—Inútil, pero no muerto. Mañana lo cambio en la calle. Leí de un barrio donde los cambian. Le vamos a perder la mitad, pero es gente que los acepta incluso sin nada de detergente.
—Estás loco si piensas que te voy a dejar ir a esos sitios y ponernos en riesgo a todos por unos miserables euros.
—Tienes razón. ¿Y si intentamos engañar a los androides?
—Definitivamente eres cómico. Son surcoreanos. Detectan billetes contaminados mucho antes de entrar a su bandeja. Y activan una alarma. No quiero otras vacaciones bajo rejas por no respetar las reglas de la Nueva Normalidad.
—Tienes razón. Quizá si en la tarde voy al bar… el cantinero conozca alguna ruta segura…
—Eres genial. No cambiarlos en tiempo y forma, como te avisé mil veces, te abre ahora una tarde sin los niños en la barra del bar paladeando tu Macallan. Mira, Ricardo, déjalo estar. Los voy a llevar a la Embajada de México. Ahí aceptan cualquier donativo en cualquier moneda.
—Tienes razón, vida. Eso dijo el otro día el presidente López-Gatell. Me cae muy bien. Perdió los estados del norte por la rebeldía de la pandemia. Tiene una guerrilla sanitaria en el sureste que se desplaza en un destartalado tren maya, como en los tiempos de la revolución, exigiendo camas de hospital. Su país es un paria internacional, pero él sigue todas las tardes, incólume, en sus ruedas de prensa vespertinas informando de “casos por confirmar”. Es extraordinario.
—Y qué me dices del otro López, el expresidente que desconoció el resultado de las elecciones y se declaró presidente reelecto legítimo.
—Me encanta. Va en su carroza juarista recorriendo pueblos fantasmas, sin mascarilla, dando abrazos y besos de pellizco. Termina sus mítines con el grito de guerra de su movimiento: “Al diablo las instituciones”.
—¡Al diablo!
—¿Te acuerdas de Muerte sin fin?
—No precisamente…
—“¡Anda putilla del rubor helado, / anda, vámonos al diablo!”
—¿…?
—Que estoy de acuerdo, vida, mandemos todos los viejos euros a México.