Diario de la peste (56). Instrucciones para tragar un sapo

Olvida la piel grisácea y las protuberancias que te podrían recordar desagradables verrugas. Olvida que habita mayoritariamente en aguas estancadas y pestilentes. Olvida sus injustos vínculos con la brujería en la preparación de brebajes y hechizos varios. Olvida las glándulas parotoides y sus bolsas de toxinas. Olvida el rancio olor. Son detalles menores, como las cifras del crimen, la recesión económica o la regresión democrática. Concéntrate en lo positivo. Estamos viviendo una transformación radical de la sociedad, sin privilegios y sin corrupción. Además, son lentos y fáciles de capturar. Solo uno de cada diez es venenoso. Y sólo la mitad de estos es mortal. ¿Bartlett? ¿Ackerman? Olvídalos. Son referentes. Piensa en la culebra de collar, inmune a su repelente secreción lechosa. Imítala. El sapo traga entero todo lo que se cruza en su caza. El sapo no tienes escrúpulos pequeñoburgueses y traga babosas, moscas, orugas, gusanos, cochinillas. Incluso disfruta a los ratones de tamaño menor. Imítalo y engúllelo entero, sin masticar. Olvida que el sapo también es lo que come. Avienta el problema a las generaciones que vienen. Confía en la fuerza de los ácidos de tu sistema digestivo. No tienes lengua protráctil. De acuerdo. Formas parte de la periferia del partido. Pero tienes tu huesito en el Once, en TV UNAM. Llegaste incluso a la odiada Televisa, donde ahora eres “analista político”. Busca el ejemplo de tus colegas moneros, que tragan sapos del tamaño de una olla de tamales sin inmutarse. La culpa es de Calderón. Recuérdalo y no te hagas de la boca chica. De hecho, tú tienes dos bocas. Concedo que no son ancas de ranas en un restaurante de Auvernia, pero el privilegio de cruzar el pantano sin mancharse es de unos pocos solamente. Así que cierra los ojos y olvida el feminismo. Pinches viejas qué se creen. Cierra los ojos y olvida el ecologismo. El tren maya es necesario. Repite conmigo: dos más dos son cinco. Un sapo es algo delicioso y nutritivo. Igual descubres que el sapo es un remedio natural contra el covid-19. Disfruta y buen provecho, compañero cobaya.

De segundo tenemos auténticas tortillas, arroz criollo no transgénico y popolitos negros. Muy negros. 

Diario de la peste (54). Mexicanic

El iceberg es visible a simple vista desde la borda. En pleno Grijalva.

Efectos del cambio climático, murmuran irónicos los pasajeros de primera clase mientras bridan con champán. Sus choferes mantienen a punto la flota de motos acuáticas que acompaña el transatlántico. Por si las moscas. Los chalecos salvavidas enmohecen en sus vitrinas, junto a trofeos de caza, copas de polo y capas de polvo.

El paisaje parece un esmerado trabajo escolar sobre el fin de la era industrial: chimeneas de combustóleo, peces muertos en gárgaras de chapopote, grandes estructuras de chatarra visibles a dos leguas de distancia.   

Los camerinos de segunda clase, de tiempo compartido, son la voz del desconcierto. A los científicos, artistas y deportistas se les han decomisado sus instrumentos, incinerados en la caldera para aumentar la presión de los pistones. Les prometieron unas vacaciones idílicas. Algunos aún conservan nitrogenadas sus lágrimas de cocodrilo. Votaron por la Isla del tesoro, pero el servicio de cine a bordo sólo les ofrece El corazón de las tinieblasen su versión remasterizada, Apocalypse Now.

En los camerinos de tercera hace mucho que no se sabe si es de día o de noche. La fiesta es inolvidable. No hay casi bebida ni comida (sotol, arroz y frijoles, tortillas no transgénicas), pero les han prometido que podrán ocupar los camerinos de cubierta cuando lleguen a Progreso. Sólo deberán presentar su tarjeta de bienestar. También les piden votar, a mano alzada, por el Futuro, nuevo nombre de la nave.

En los calabozos, amablemente esposados en la sentina, los polizones centroamericanos se conforman con las homilías del padre Luna como alimento material y espiritual. Su felicidad transciende fronteras, escala muros, trepa bardas y se desborda. 

El capitán mantiene firme el timón, en obstinación psicopática. Sus corifeos le ríen las gracias desde primera hora de la mañana. Piloto, maestre y contramaestre son fieles compañeros de viaje. El iceberg es un imán que los atrae. No lo imaginan habitado de extranjerizantes sirenas, pero sí de rubicundos manatíes. Su destino es cruel. Como iban dispuestos a perderse, los manatíes, cerdos de los manglares, no chillaron para ellos. 

Los marineros, viejos lobos de mar, fueron astutamente sustituidos por jóvenes marinos. Una pérdida de letras mínima como para armar un escándalo. Conforman un rebaño undívago de cuernos de chivo. Para distraerse cazan albatros, grandes aves del mar, cuyo pico simula una urna rellena de plancton y camaroncitos. Los comisarios ribereños practican con metódica maestría convertir nudos marineros en sogas de ahorcar a la medida.

A las voces de alerta de capitanía de puerto responde con un graznido de ganso cansado y ordena acelerar la marcha. El iceberg parece un cuento de Hemingway. La orquesta, cuyos instrumentos han ardido también, canta a capela viriles himnos. 

El hielo corta el casco como si fuera de papel. Un Everest de granizo se precipita sobre cubierta. La línea de crujía, imaginaria, cruje de verdad. Todas las palabras se humedecen: proa, aletas, amuras. El agua alcanza la verga de los mástiles. El Mexicanic se hunde. 

Diario de la peste (33) Un viaje d. C. (después del Covid)

—Buenas tardes, tenemos una reservación de “inmunidad colectiva”. Habitación doble con dos menores incluidos.

—¿Me deja ver sus cartillas sanitarias, por favor? Perfecto, señor Cayuela. Dado su historial médico queremos ofrecerle un up-grade.

—¿En qué consiste? Si tiene un costo extra ni me lo mencione, por favor.

—Se trata de la habitación esterilizada platino. Puede usarla sin mascarilla. Salvo el balcón, ya sabe, por la policía.

—¿Sin mascarilla? ¿Y es segura?

—Sí, tiene Iso-Sanidad 2024.

—¿Y es del mismo tamaño que mi habitación original?

—Es más amplia. Además, tiene un ventilador de emergencia para cada huésped. 

—Pero eso es por ley en todos los cuartos…

—Sí, pero estos son ergonómicos, de la marca Cólera Blanca.

—¿Qué dices, Yai?, ¿aceptamos?

—Sólo si ya está lista. Tenemos que cambiarles la mascarilla a los niños y necesito pasar al baño.

—La habitación los está esperando con los alveolos abiertos, señores. 

—Entonces, aceptamos.

—Perdone, un segundo, señor Cayuela, mire, revisando el sistema, me indica que la habitación sí tiene un pequeño ajuste de tarifa de mil coroneuros. Pero por tratarse de usted, se lo dejaríamos en 750.

—Hubiéramos empezado por ahí y le ahorro todo este tiempo, caballero. No estoy interesado.

—¿Ni por quinientos coroneuros y cuatro cubrebocas fosforescentes de regalo?

—No estoy interesado, de verdad; pero muuuuchas graaaacias.

—De acuerdo. Le entrego su kit de guantes de látex por ocupante, para el bufete individualizado, y sus mascarillas para las áreas comunes. En la cena, la mascarilla de gala es prescriptiva.

—¿Estas negras?

—No. Esas son por si, ya sabe, tenemos ceremonia luctuosa en el lobby. Las grises con dorado.

—Gracias. ¿Se esperan muchas ceremonias luctuosas esta semana?

—No creo. No tenemos pacientes inmunodeprimidos. Todos sin dolencias previas. Claro, esto se declara voluntariamente y siempre se nos cuela algún diabético. Nuestra media de ocupación es de 52 años. Alta, pero lejos del umbral peligroso. 

—Igual si ve algo nos avisaría con tiempo, ya sabe, por los niños…

—Claro. Tenemos un sistema de aviso en código para menores. Lo tiene ya instalado en su bata-sensor. 

—Perfecto. Y gracias por la sensibilidad. Leímos las reseñas y eso nos convenció para hospedarnos aquí. 

—Bienvenidos de nuevo y recuerden que en el bar el minuto de silencio es de 5 a 7, en el horario que escoja libremente cada cliente. El bartenderes muy flexible y a los 40, 50 segundos como máximo permite hacer ya el aplauso. Él mismo sella la libreta de racionamiento moral del día. Pero, claro, no pueden entrar los menores.

—Una última pregunta: ¿acepta viejos euros? Los traemos desinfectados y con el sello del banco de “dinero limpio”.

—Desde la curva del año pasado, sólo aceptamos coroneuros virtuales, perdone. Los androides de la limpieza sí los aceptan de propina. Pero deben estar sanitizados, no sólo desinfectados.

Rumbo al elevador

—Te lo dije, Ricardo, pero eres tan necio. Cómo se te ocurre pensar que con una simple desinfección de banco los iban a aceptar. Ni los androides. Y tú ya te hacías invitando martinis a todo mundo con ellos. Si no fueras patético serías divertido. Ahora nuestro viejo dinero es dinero muerto.

—Inútil, pero no muerto. Mañana lo cambio en la calle. Leí de un barrio donde los cambian. Le vamos a perder la mitad, pero es gente que los acepta incluso sin nada de detergente.  

—Estás loco si piensas que te voy a dejar ir a esos sitios y ponernos en riesgo a todos por unos miserables euros.

 —Tienes razón. ¿Y si intentamos engañar a los androides? 

—Definitivamente eres cómico. Son surcoreanos. Detectan billetes contaminados mucho antes de entrar a su bandeja. Y activan una alarma. No quiero otras vacaciones bajo rejas por no respetar las reglas de la Nueva Normalidad.

—Tienes razón. Quizá si en la tarde voy al bar… el cantinero conozca alguna ruta segura…

—Eres genial. No cambiarlos en tiempo y forma, como te avisé mil veces, te abre ahora una tarde sin los niños en la barra del bar paladeando tu Macallan. Mira, Ricardo, déjalo estar. Los voy a llevar a la Embajada de México. Ahí aceptan cualquier donativo en cualquier moneda. 

—Tienes razón, vida. Eso dijo el otro día el presidente López-Gatell. Me cae muy bien. Perdió los estados del norte por la rebeldía de la pandemia. Tiene una guerrilla sanitaria en el sureste que se desplaza en un destartalado tren maya, como en los tiempos de la revolución, exigiendo camas de hospital. Su país es un paria internacional, pero él sigue todas las tardes, incólume, en sus ruedas de prensa vespertinas informando de “casos por confirmar”. Es extraordinario. 

—Y qué me dices del otro López, el expresidente que desconoció el resultado de las elecciones y se declaró presidente reelecto legítimo.   

—Me encanta. Va en su carroza juarista recorriendo pueblos fantasmas, sin mascarilla, dando abrazos y besos de pellizco. Termina sus mítines con el grito de guerra de su movimiento: “Al diablo las instituciones”. 

—¡Al diablo! 

—¿Te acuerdas de Muerte sin fin?

—No precisamente…

—“¡Anda putilla del rubor helado, / anda, vámonos al diablo!” 

—¿…?

—Que estoy de acuerdo, vida, mandemos todos los viejos euros a México.