Una peculiaridad de los seres humanos es que nacemos aún incompletos. Un cervatillo nace de pie y puede huir con la manada casi al instante. Nosotros venimos al mundo completamente indefensos. La velocidad de desarrollo del cerebro humano rebasó en un punto evolutivo a la capacidad elástica de la cerviz. Había que terminar de desarrollarse y madurar fuera. La primera infancia es como terminar de hornear el pan fuera del horno. Esto genera un vínculo emocional especial entre la cría humana (por usar la terminología de El libro de la selvade Rudyard Kipling) y su madre y, por extensión, según la cultura y el tiempo histórico, del resto del círculo familiar. Si bien es increíble la burbuja inmunológica (y emocional) que se establece entre madre y cría en el proceso de amamantamiento y desarrollo físico, lo verdaderamente alucinante para cualquiera que haya sido padre es la adquisición de las claves simbólicas y culturales por parte del vástago. Este proceso es lento, casi tortuoso. Descubrir la arbitrariedad del signo lingüístico, eso sí es un viaje sideral. Para un infante es mucho más fácil imitar el sonido de un pollito, un perro o un gato que descubrir que la palabra “perro” corresponde a esa empalagosa mascota humana que le ladra. Llevar esa sorpresa a la literatura es la genial novedad de “El otro tigre” de Jorge Luis Borges:
Cunde la tarde en mi alma y reflexiono
Que el tigre vocativo de mi verso
Es un tigre de símbolos y sombras,
Una serie de tropos literarios
Y de memorias de la enciclopedia
Y no el tigre fatal, la aciaga joya
Que, bajo el sol o la diversa luna,
Va cumpliendo en Sumatra o en Bengala
Su rutina de amor, de ocio y de muerte.
Pero la cultura humana, cualquier cultura (como demostró Claude Lévi-Straus en Tristes trópicos), es demasiado compleja para poder ser tarea exclusiva de los padres. No cabe en un relato oral que pueda ser transmitido de generación en generación. Supervivencia, seguridad emocional (que deviene en cognitiva), ciertas normas básicas y unos parámetros morales. Para el resto, se requiere que el clan, la tribu, la sociedad se organice y asigne ese papel a miembros específicos de la comunidad. Los maestros, por lo tanto, cumplen un rol crucial: pasar las claves de la cultura a sus miembros más jóvenes. El saber humano no cabe en la memoria y está depositado fuera, en exocerebros, como dice Roger Bartra en Antropología del cerebro. Tablillas cuneiformes, papiros, códices, libros. Pero también frisos, obeliscos, murales. Los maestros son básicamente aparatos decodificadores para enseñar a descifrar y transformar el lenguaje cifrado en que se manifiesta la cultura (primero sus signos: letras, números, notas musicales; luego, las redes que se tejen y destejen con esos signos: poemas, teoremas, partitura). Diferente al taller del artesano, el gremio medieval, el monaguillo en la sacristía, cuyas enseñanzas versan sobre un único saber, el buen maestro abre horizontes. Diferente es la relación maestro-discípulo (aprendiz) que maestro-alumno. Ambos, eso sí, lo hacen desde la subjetividad personal. No son robots. Son jardineros de almas, esos que pedía Saint-Exupéry, y deberían saber regar cada parcela según las posibilidades del suelo y la simiente. Con un último milagro: las capacidades tienen un reparto estadístico homogéneo entre los miembros de cualquier congregación humana. Así, un sistema educativo sólido localiza flores de asfalto ahí donde broten y potencia sus dones. El maestro es un multiplicador. Esto lo vio antes y mejor Albert Camus, como casi todo. Cuando recibió el Nobel, le mandó esta carta a su maestro de primaria en su Argelia natal:
Querido señor Germain:
He esperado a que se apagase un poco el ruido que me ha rodeado todos estos días antes de hablarle de todo corazón. He recibido un honor demasiado grande, que no he buscado ni pedido. Pero cuando supe la noticia, pensé primero en mi madre y después en usted. Sin usted, la mano afectuosa que tendió al pobre niñito que era yo, sin su enseñanza y ejemplo, no hubiese sucedido nada de esto. No es que dé demasiada importancia a un honor de este tipo. Pero ofrece por lo menos la oportunidad de decirle lo que usted ha sido y sigue siendo para mí, y le puedo asegurar que sus esfuerzos, su trabajo y el corazón generoso que usted puso continúan siempre vivos en uno de sus pequeños discípulos, que, a pesar de los años, no ha dejado de ser su alumno agradecido.
Le mando un abrazo de todo corazón.
Albert Camus
Una forma relativamente sencilla de saber el grado de desarrollo de una sociedad es analizar cómo está organizado su sistema educativo. El apocalipsis zombi que sufre México tiene mucho que ver con su catástrofe educativa. Por el bajo nivel de preparación de sus votantes (fácilmente manipulables) y por la anquilosada mirilla ideológica de su presidente (líder moral y egregia figura). Las elites mexicanas (empresarios, políticos, profesionistas) se enfocaron en desarrollar un sistema educativo privado y se desentendieron del desastre público (lo mismo en el sistema sanitario) que dejaron en manos (garras) del sindicato y los políticos arribistas. La bala pasó rozando en el 2006. Nadie leyó adecuadamente el mensaje. En el 2018 dio directamente en el blanco. Sólo queda seguir nadando a contracorriente.
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Mis abuelos paternos eran maestros de escuela. Ambos estudiaron sus oposiciones y las aprobaron en la España de Alfonso XIII y después fueron anónimos partidarios de la República. Mi abuelo partió de un pueblo de Soria, hoy deshabitado, corazón de la España vacía, y enseñó por media España antes de obtener su plaza definitiva en Córdoba, donde conoció a mi abuela. Las vicisitudes de la guerra y sus secuelas los arrancaron de sus raíces y certezas para acabar en el exilio en México. Y, claro, fundaron una escuela, aunque luego la vida los llevó por otros caminos.
Mi madre es maestra en activo desde hace más de medio siglo. Admiro su perseverancia, su fe ciega en que se pueden cambiar el destino de las personas a través de la educación. Generaciones y generaciones de exalumnos la adoran, cuidan y procuran. Su vida es un ejemplo en sí mismo. Cada año anuncia su retiro y cada año lo pospone en el último momento. Morirá con un gis en la mano. Su magisterio se trasladaba a la casa. Fue una madre sabia en la formación de sus cinco hijos: nos dio libertad, pero nos fijó límites. Un ingeniero, un arquitecto, una química-farmacobióloga, una geógrafa y este eterno aspirante a literato no son un trofeo. Son tan sólo la forma caprichosa en que se materializó su labor cotidiana.
Mi mujer es maestra. Ya hablé de ello en estas páginas. Mis hermanas son maestras. Yo mismo fui maestro de bachillerato y de universidad. Fui feliz. No por lo que enseñé, sino por lo que tuve que estudiar para poder dar las clases y por lo que aprendí de mis alumnos.
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—Pero, vamos a ver, alumno Cayuela. ¿No fue ayer el día del maestro? Además, ¿necesitabas tanta palabrería para agradecer y callarte?
—Sí, pero es que ayer tuve un día complicado con mis hijos, sus clases, las tareas domésticas y mil y un asuntos que estallaron uno tras otro, en esos raros días que se conjuga la energía y todo sucede en 24 horas.
—¿A tu edad y con excusas?
—Ya. Cierto.
—Debería, pero no te mandaré al rincón con orejas de burro. Eso sí, recuerda: 15 de mayo no es lo mismo que 16 de mayo. Cero no es lo mismo que menos cero y dos más dos no son cinco, salvo en 1984de Orwell.
—Anotado.