Diario de la peste (47). Día del maestro (con retraso)

Una peculiaridad de los seres humanos es que nacemos aún incompletos. Un cervatillo nace de pie y puede huir con la manada casi al instante. Nosotros venimos al mundo completamente indefensos. La velocidad de desarrollo del cerebro humano rebasó en un punto evolutivo a la capacidad elástica de la cerviz. Había que terminar de desarrollarse y madurar fuera. La primera infancia es como terminar de hornear el pan fuera del horno. Esto genera un vínculo emocional especial entre la cría humana (por usar la terminología de El libro de la selvade Rudyard Kipling) y su madre y, por extensión, según la cultura y el tiempo histórico, del resto del círculo familiar. Si bien es increíble la burbuja inmunológica (y emocional) que se establece entre madre y cría en el proceso de amamantamiento y desarrollo físico, lo verdaderamente alucinante para cualquiera que haya sido padre es la adquisición de las claves simbólicas y culturales por parte del vástago. Este proceso es lento, casi tortuoso. Descubrir la arbitrariedad del signo lingüístico, eso sí es un viaje sideral.  Para un infante es mucho más fácil imitar el sonido de un pollito, un perro o un gato que descubrir que la palabra “perro” corresponde a esa empalagosa mascota humana que le ladra. Llevar esa sorpresa a la literatura es la genial novedad de “El otro tigre” de Jorge Luis Borges:

Cunde la tarde en mi alma y reflexiono

Que el tigre vocativo de mi verso

Es un tigre de símbolos y sombras, 

Una serie de tropos literarios

Y de memorias de la enciclopedia

Y no el tigre fatal, la aciaga joya

Que, bajo el sol o la diversa luna,

Va cumpliendo en Sumatra o en Bengala

Su rutina de amor, de ocio y de muerte.


Pero la cultura humana, cualquier cultura (como demostró Claude Lévi-Straus en Tristes trópicos), es demasiado compleja para poder ser tarea exclusiva de los padres. No cabe en un relato oral que pueda ser transmitido de generación en generación. Supervivencia, seguridad emocional (que deviene en cognitiva), ciertas normas básicas y unos parámetros morales. Para el resto, se requiere que el clan, la tribu, la sociedad se organice y asigne ese papel a miembros específicos de la comunidad. Los maestros, por lo tanto, cumplen un rol crucial: pasar las claves de la cultura a sus miembros más jóvenes. El saber humano no cabe en la memoria y está depositado fuera, en exocerebros, como dice Roger Bartra en Antropología del cerebro. Tablillas cuneiformes, papiros, códices, libros. Pero también frisos, obeliscos, murales. Los maestros son básicamente aparatos decodificadores para enseñar a descifrar y transformar el lenguaje cifrado en que se manifiesta la cultura (primero sus signos: letras, números, notas musicales; luego, las redes que se tejen y destejen con esos signos: poemas, teoremas, partitura). Diferente al taller del artesano, el gremio medieval, el monaguillo en la sacristía, cuyas enseñanzas versan sobre un único saber, el buen maestro abre horizontes. Diferente es la relación maestro-discípulo (aprendiz) que maestro-alumno. Ambos, eso sí, lo hacen desde la subjetividad personal. No son robots. Son jardineros de almas, esos que pedía Saint-Exupéry, y deberían saber regar cada parcela según las posibilidades del suelo y la simiente. Con un último milagro: las capacidades tienen un reparto estadístico homogéneo entre los miembros de cualquier congregación humana. Así, un sistema educativo sólido localiza flores de asfalto ahí donde broten y potencia sus dones. El maestro es un multiplicador. Esto lo vio antes y mejor Albert Camus, como casi todo. Cuando recibió el Nobel, le mandó esta carta a su maestro de primaria en su Argelia natal:

Querido señor Germain:

He esperado a que se apagase un poco el ruido que me ha rodeado todos estos días antes de hablarle de todo corazón. He recibido un honor demasiado grande, que no he buscado ni pedido. Pero cuando supe la noticia, pensé primero en mi madre y después en usted. Sin usted, la mano afectuosa que tendió al pobre niñito que era yo, sin su enseñanza y ejemplo, no hubiese sucedido nada de esto. No es que dé demasiada importancia a un honor de este tipo. Pero ofrece por lo menos la oportunidad de decirle lo que usted ha sido y sigue siendo para mí, y le puedo asegurar que sus esfuerzos, su trabajo y el corazón generoso que usted puso continúan siempre vivos en uno de sus pequeños discípulos, que, a pesar de los años, no ha dejado de ser su alumno agradecido.

Le mando un abrazo de todo corazón.

Albert Camus

Una forma relativamente sencilla de saber el grado de desarrollo de una sociedad es analizar cómo está organizado su sistema educativo. El apocalipsis zombi que sufre México tiene mucho que ver con su catástrofe educativa. Por el bajo nivel de preparación de sus votantes (fácilmente manipulables) y por la anquilosada mirilla ideológica de su presidente (líder moral y egregia figura). Las elites mexicanas (empresarios, políticos, profesionistas) se enfocaron en desarrollar un sistema educativo privado y se desentendieron del desastre público (lo mismo en el sistema sanitario) que dejaron en manos (garras) del sindicato y los políticos arribistas. La bala pasó rozando en el 2006. Nadie leyó adecuadamente el mensaje. En el 2018 dio directamente en el blanco. Sólo queda seguir nadando a contracorriente. 

***   

Mis abuelos paternos eran maestros de escuela. Ambos estudiaron sus oposiciones y las aprobaron en la España de Alfonso XIII y después fueron anónimos partidarios de la República. Mi abuelo partió de un pueblo de Soria, hoy deshabitado, corazón de la España vacía, y enseñó por media España antes de obtener su plaza definitiva en Córdoba, donde conoció a mi abuela. Las vicisitudes de la guerra y sus secuelas los arrancaron de sus raíces y certezas para acabar en el exilio en México. Y, claro, fundaron una escuela, aunque luego la vida los llevó por otros caminos. 

Mi madre es maestra en activo desde hace más de medio siglo. Admiro su perseverancia, su fe ciega en que se pueden cambiar el destino de las personas a través de la educación. Generaciones y generaciones de exalumnos la adoran, cuidan y procuran. Su vida es un ejemplo en sí mismo. Cada año anuncia su retiro y cada año lo pospone en el último momento. Morirá con un gis en la mano. Su magisterio se trasladaba a la casa. Fue una madre sabia en la formación de sus cinco hijos: nos dio libertad, pero nos fijó límites. Un ingeniero, un arquitecto, una química-farmacobióloga, una geógrafa y este eterno aspirante a literato no son un trofeo. Son tan sólo la forma caprichosa en que se materializó su labor cotidiana. 

Mi mujer es maestra. Ya hablé de ello en estas páginas. Mis hermanas son maestras. Yo mismo fui maestro de bachillerato y de universidad. Fui feliz. No por lo que enseñé, sino por lo que tuve que estudiar para poder dar las clases y por lo que aprendí de mis alumnos.

***

—Pero, vamos a ver, alumno Cayuela. ¿No fue ayer el día del maestro? Además, ¿necesitabas tanta palabrería para agradecer y callarte? 

—Sí, pero es que ayer tuve un día complicado con mis hijos, sus clases, las tareas domésticas y mil y un asuntos que estallaron uno tras otro, en esos raros días que se conjuga la energía y todo sucede en 24 horas.

—¿A tu edad y con excusas?

—Ya. Cierto.

—Debería, pero no te mandaré al rincón con orejas de burro. Eso sí, recuerda: 15 de mayo no es lo mismo que 16 de mayo. Cero no es lo mismo que menos cero y dos más dos no son cinco, salvo en 1984de Orwell.

—Anotado. 

Diario de la peste (37). En la era de los gesticuladores

Probablemente, cuatro de las peores respuestas gubernamentales ante el covid-19 han sido las de México, Estados Unidos, Brasil y España. Las cuatro tienen en común el menosprecio inicial a la pandemia y el menoscabo de las soluciones científicas. Pedro Sánchez, Andrés Manuel López Obrador, Donald Trump y Jair Bolsonaro son un signo de algo más profundo y preocupante. 

Más allá de encarnar en ideologías enfrentadas (o complementarias), los cuatro líderes llegaron al poder al representar una degradación de los supuestos valores llanos de la mayoría: diciéndole al pueblo lo que quiere escuchar en el tono en que quiere escucharlo. No se me ocurre una mejor definición de demagogia. Maestros para encarnar los resortes del resentimiento social y buscar chivos expiatorios para realidades complejas, los cuatro narcisos en el poder no tienen ningún conflicto interno al mentir y acomodar los pliegues complejos de los problemas a una visión del mundo estrecha y cómoda, en la que son, lógicamente, protagonistas heroicos.

Para Trump, el problema es la inmigración ilegal y los tratados internacionales de comercio; para Bolsonaro, la herencia de Lula y el PT; para Sánchez, la ultraderecha, y para López Obrador, los conservadores. Estas cuatro grotescas caricaturas, ridículas (o de diván) en situaciones normales, falsas pero verosímiles, se vuelven letalmente peligrosas en circunstancias de riesgo real, como esta pandemia. Los cuatro, además, alientan el victimismo: los problemas fueron creados por otros; tú, humilde ciudadano, no tienes la culpa de nada. Los cuatro líderes, con profundas lagunas culturales y aparentes taras afectivas, representan lo peor de ciertos estamentos sociales en sus países: la soberbia indolencia hacia los otros de cierto tipo de millonario americano hecho a sí mismo; la brutalidad del racismo y la homofobia de cierta casta militar brasileña; el espíritu guerra-civilista de cierta izquierda cerril española y la nostalgia estatista de ciertos nacionalistas mexicanos.  

Hasta el coronavirus, las democracias liberales, en países de economías fuertes y diversificadas, demostraron ser los suficientemente maduras para soportar estas altísimas cuotas de demagogia sin sufrir alteraciones mayores (aunque, claro, la democracia mexicana, menos próspera que España y Estados Unidos y asentada sobre peores instituciones que los tres países, era en principio más propicia a sufrir daños estructurales bajo el gobierno iliberal de López Obrador, tanto en términos económicos como de concentración del poder).

Con el covid-19 se quedan estos cuatro charlatanes sin las dos fuentes básicas de sus soflamas, únicas armas que tienen para gobernar. El covid-19 no es un problema heredero del pasado y no tienen a quién responsabilizar, por más que Trump hable del “virus chino”. Desnudos ante la pandemia, toman tarde y mal las sugerencias de los expertos (a los que secretamente desprecian) y no pueden apelar a la responsabilidad ciudadana, porque no creen en ella. Quizá lo más triste de todo, sin embrago, haya sido el celo represor del gobierno español, que, incapaz de hacerse entender y respetar, tartufo y taimado, tiene que recurrir a la policía y la guardia civil para encerrar a cal y canto a toda su población, todo el tiempo, contra la lógica médica y el sentido común, destruyendo una economía basada en los servicios y alentando al chivato de barrio que, incluso bienintencionado, nunca falta.

Cuando se vota por gesticuladores no se les puede exigir razones. Mucho menos hazañas. Rodolfo Usigli lo dijo antes y mejor en El gesticulador:

Nada hay más fácil que convencer momentáneamente a una multitud y arrastrarla operando sobre sus nervios. Lo que importa es la inflexión de la voz, lo dramático de la entonación, no el sentido de las palabras… La palabra es lo que distingue al hombre del resto de los animales, exceptuando a los loros, con los que conviene evitar toda confusión. Piensa en que la palabra suena y muere y que, siendo eterna, en la más efímera de las acciones humanas, a menos que exprese una verdad, una idea justa y un ideal humano…

Diario de la peste (35) ¿Herederos de los mexicas?

En Hotel nómada, Cees Nooteboom narra sus impresiones de la sala mexica del Museo de Antropología de la Ciudad de México. La tensión narrativa del texto radica justamente en la sorpresa, casi diría el pasmo, de un europeo ante el esplendor hierático de una cultura ajena a su sensibilidad y sus cánones, lo mismo artísticos que morales. Y eso que quien escribe no es un restaurador de frescos renacentistas, sino un viajero capaz de trasladarse durante un fin de semana a Gambia por simple despecho ante el representante aduanal de Mauritania, que le niega el visado.

La saga histórica de los mexicas es impresionante. De ser una oprimida tribu en las lindes de Aridoamérica hasta convertirse en la cabeza de un imperio en el corazón de la civilizada Mesoamérica, el transcurrir de los mexicas en sólo dos siglos es puro vértigo condensado, con dos escalas importantes: la apropiación de las claves de la refinada cultura mesoamericana y la construcción de la poderosa ciudad-Estado de Tenochtitlan sobre un peñón insalubre y olvidado en la orilla de un inmenso lago, habitado en sus riberas por poderosos pueblos y señoríos. Y si fueron grandes para vencer, también lo fueron en la derrota. Para Hugh Thomas, la toma de Tenochtitlan por Cortés y sus aliados indígenas (que se sumaron a los peninsulares para escapar del yugo mexica) establece una verdadera cadena de singularidades históricas. Nunca con anterioridad dos civilizaciones se habían ignorado la una a la otra hasta el momento de encontrarse, para luego combatirse ferozmente y terminar amalgamándose (sincretismo cultural y mestizaje étnico) en una nueva cultura. Estos hechos son tan sorprendentes que le sirvieron a Hugo Hiriart, en La destrucción de todas las cosas, para volver a contar la historia de la conquista como si se tratara de una invasión extraterrestre. 

Como ocurre en todo imperio, un arma poderosa al servicio de los tlatoanis fue la manipulación histórica, la reconstrucción de su pasado, en un relato distinto al arduo ascenso en la pirámide del poder en Mesoamérica, trufado de alianzas dinásticas, guerras y traiciones. Dicha sublimación mítica hizo de una tribu exógena, los herederos de la cultura tolteca y, por lo tanto, del legado civilizador de Quetzalcóatl. Y de su anónimo y duro deambular, un proceso de predestinación, metamorfoseado el árido peñón de la llegada en el lugar señalado por el dios tutelar Huitzilopochtli (“colibrí izquierdo”), desde donde ese “pueblo elegido” iba a construir su imperio. 

Lo sorprendente de nuestro país noes que esa señal dada por Huichilobos—como lo nombraba Vasconcelos recordando a los cronistas de Indias—, que anuncia la fundación del imperio (el lugar donde un águila, sobre un nopal, devora a una serpiente) sea hoy el escudo nacional. Así pasa con los símbolos y emblemas, que borran su base fáctica para convertirse en otra cosa. Ningún cristiano piensa, al ver la Cruz, en el método común de ejecución de los romanos. Para Carl Jung, los seres humanos nos relacionamos con arquetipos universales. El escudo no es mexica solamente: una deidad superior, aérea, devora a una deidad inferior, terrenal, hasta confundirse con ella. ¿No es el dragón una serpiente alada? 

Lo sorprendente es que México, país occidental y cristiano en su mayoría, disfrute de la extraña sensación de pertenencia a una cultura frente a la que es ajeno en todo lo verdadero, aunque los capitalinos habitemos sobre sus ruinas. A los mexicanos, por gracia y obra del proyecto educativo de la revolución, nos parece normal sentirnos cómodos en la piel de Xipe Totec, “el gran desollado”, y llamarnos hermanos de Coatlicue, “la gran decapitada”. Nos identificamos con unos dioses que son polvo de la historia y que si renacieran de su letargo serían tan aterradores y perturbadores como insoportables a nuestra sensibilidad. Por esta falsa familiaridad, hemos perdido la capacidad de asombro, y nos asombra que asombre lo que a nosotros simplemente nos parece normal, aunque sea bajo premisas falsas. 

Por supuesto no me refiero a los logros objetivos —artísticos, arquitectónicos, astronómicos o aritméticos— de las diversas civilizaciones del caldero mesoamericano (incluidos los mexicas), ni a su legado culinario, lingüístico y étnico, que por fortuna perdura hasta nuestros días, sino al olvido tramposo del terror mexica, a su sanguinaria visión del mundo, a su implacable estructura jerárquica, con la divisa de los sacrificios humanos como máxima cláusula ideológica. Y esto es justamente lo que fascina de esta cultura allende nuestras fronteras: más allá de la belleza de un tocado de plumas, un perro de obsidiana o una estela funeraria, subyace el estupor de saber que todo ese tejido social estaba basado en el puñal de obsidiana que arranca de cuajo el corazón aún palpitante de la víctima en turno.

La cultura mexica murió bajo el hierro de los conquistadores y la sublevación de los pueblos oprimidos. Pero sobre todo murió bajo el celo evangelizador de los monjes franciscanos (y después dominicos, mercedarios, agustinos y jesuitas) que estremecieron a los herederos de los vencidos, en su propia lengua muchas veces, al decirles que Dios se hizo hombre para sacrificarse por los seres humanos y no al revés. De la asimilación de este cambio nace México.

Diario de la peste (28). La batalla de las ideas.

La democracia enfrenta el mayor desafío de su historia. Sus enemigos, que antes la combatían fuera de sus valores, ahora usan sus mecanismos para acceder al poder de manera legítima y desde ahí vulnerarla. El fenómeno, que no es de izquierda ni de derecha, recorre de norte a sur y de este a oeste el mundo (Trump, Bolsonaro, Boris Johnson, Putin, Viktor Orbán, Andrés Manuel López Obrador…) se basa en la destrucción (o desnaturalización) de instituciones, la neutralización de los contrapesos (sociales, económicos, políticos, mediáticos) y en la polarización de las sociedades (la dialéctica del amigo-enemigo de Carl Smith, ideólogo del nazismo reconvertido por la academia de los sesenta en un pensador respetable).

Parte de este desastre tiene que ver con el descrédito de la ciencia. El debate informado debe incluir las ideas científicas, y la separación entre intelectualidad y mundo científico ha traído como consecuencia el regreso de la irracionalidad y el pensamiento mágico, con funestas consecuencias como vemos en el manejo político-mediático (no científico-médico) de la pandemia.

La crisis de los periódicos en papel, surgida a partir de internet, es hoy una crisis del periodismo. Las redes sociales rompieron la baraja del oficio tradicional (selección, contextualización, jerarquización), y sembraron en la audiencia la idea de que todo es lo mismo. Ese contexto abonó el terreno para las llamadas fake news y la era de la post-verdad. Ecosistema que favorece a los políticos sin escrúpulos.  

Ante el clima de miedo inducido por los populistas, la gente tiende a refugiarse en su tribu afectiva. De ahí el resurgir del nacionalismo, pese a ser el componente más tóxico y el conjunto de ideas que peor soporta un análisis riguroso. O en las amplias enaguas de los líderes carismáticos y sus soluciones simples a problemas complejos, que sólo agravan. 

Frente a esto, una parte del pensamiento intelectual (antes cabeza de la resistencia) ha desviado su energía creativa en acompañar acríticamente el surgimiento de nuevas ideologías, que parten de legítimas y nobles intenciones (igualdad entre sexos, la protección del medioambiente) para fosilizarlas y convertirlas en tótems irracionales. Este es el caso del feminismo radical, que vulnera la igualdad ante la ley y la presunción de inocencia con la complicidad o el miedo de la mayoría (hombres y mujeres, por supuesto). Esto, además, desvía la discusión de temas más apremiantes: por ejemplo, la legalización de las drogas como antídoto a la violencia criminal. 

Las universidades no solo se han vuelto recintos puritanos donde empieza a haber temas y autores vetados, sino que la capacidad de generar conocimiento se ve limitada por las exigencias del academicismo (conocimiento vacío, en lenguaje sólo para iniciados, ajeno a la realidad y con un aparato de citas y referencias circulares) y porque el miedo a la disidencia se vuelve instinto de supervivencia y complicidad tácita.

George Orwell pensaba, con razón, que la perversión de la política estaba vinculada a la perversión del lenguaje. Devolvámosle la “claridad a las palabras”, como pedía Octavio Paz, y discutamos cómo salir de este laberinto, no de la soledad, pero sí del prefijo “i” de negación: i-letrado, i-liberal e i-rresponsable.