Pero si había tantas señales de alerta sobre el instinto antidemocrático de López Obrador, ¿por qué ganó? La gente que votó por él, es decir, la mitad de la población de México ¿es suicida o idiota? Obviamente, no. La respuesta es más compleja.
1. El descrédito inmenso en que terminó su gobierno Peña Nieto.
Las razones de ello son varias y se interconectan. La primera fue la desaparición en Iguala de los 43 estudiantes normalistas de Ayotzinapa. En las escuelas de comunicación se tendrá que estudiar este caso: cómo un crimen en un estado gobernado por la oposición, en un municipio gobernado por la oposición, pasó a convertirse en un crimen de Estado con Peña Nieto de responsable. Pese a que los postulados básicos de todos lo que han investigado a fondo el execrable crimen (PRG, equipo internacional de expertos y CNDH) convergen en que fue un asesinato cometido por narcotraficantes al amparo del poder policiaco municipal, el crimen funcionó de catarsis social ante tanto dolor acumulado por crímenes sin respuesta en un país convertido en un camposanto: 43 jóvenes, de origen humilde, muchos de ellos indígenas, en su primer año de estudios, soñando con ser maestros, masacrados en las calles de una ciudad y probablemente incinerados tras su asesinato. ¿Cómo procesar tanto espanto? Desde luego, el tema es mucho más complejo e incluye para mí una revisión a fondo del funcionamiento de esas escuelas, manejadas por el comité de estudiantes y secuestradas por la ideología más radical. Y también se necesita pensar cómo se insertan en el funcionamiento de un sistema educativo secuestrado a su vez por un sindicato corrupto cuyo único problema es el reto de la fracción sindical independiente, igualmente radical e impune. Los jóvenes fueron triples víctimas, en distintas escalas: de la pobreza absoluta de la sierra de Guerrero, del crimen organizado que suplanta al Estado en bastas regiones de ese estado (con la complicidad activa o tácita de todos), y además de la escuela, que los mandó a secuestrar autobuses a una ciudad a cien kilómetros de su sede.
En mitad del estupor y del duelo colectivo, se da la segunda razón: el tema de la “casa blanca”. Un reportaje impecable, que resiste los más exigentes parámetros periodísticos, del equipo de investigaciones especiales de Carmen Aristegui, demostró que el presidente en el poder tenía una casa a nombre de un contratista amigo, cuyo mal gusto y ostentación iban a la par de su dudoso origen. La respuesta al caso, además, se estudiará en el futuro en las escuelas de comunicación política, al mandar a su esposa justificar la propiedad una casa que no estaba a su nombre. La esposa, sin duda, tenía recursos suficientes para adquirir una propiedad de lujo como actriz de primera línea de la principal televisora de lengua española, como parte central del star systemde Televisa, pero el retorcido argumento de la inmobiliaria amiga, la compra a plazo sin dar enganche y toda la lógica argumentativa era deplorable e inverosímil, además de denotar una cobardía intolerable. Así, quedó grabado en el imaginario colectivo que el presidente de México (no su hermano o sus subalternos) era un hombre inescrupuloso, por decir lo menos. El rebote de ese asunto fue la sospechosa cancelación del tren bala a Querétaro, obra, esa sí, de infraestructura indispensable en México. La sombra de duda se extendió a muchas figuras emblemáticas de ese gobierno y a la nueva generación de priistas que había llegado al poder local junto a Peña Nieto al federal. Algunos casos, como el del gobernador de Veracruz, parecían ocultar una intolerable complicidad y red de intereses inaceptable. Era una escandalosa forma de gritar a los cuatro vientos: el PRI nunca va a cambiar.
En tercer lugar, la visita de Donald Trump. El entonces candidato estadounidense, que inició su trayectoria política insultando a los mexicanos con comentarios racistas, en lugar de ser expulsado de la política americana, como habría sucedido en cualquier otro momento, fue aupado por los medios. Al repetir, sin filtros, sus exabruptos, amenazaba con la cancelación del TLC con México, una herramienta de la política económica reconocida como indispensable por todos los actores políticos (triunfo no reconocido, por cierto, de las políticas de apertura comercial de De la Madrid y Salinas, padres del “neoliberalismo” económico según la neolengua que nos gobierna). De nuevo, el manejo mediático fue deplorable. La invitación en plena campaña tuvo un costo político gigantesco, pero el objetivo estratégico era correcto. De hecho, lograron convencer al demagogo de pelo naranja que Estados Unidos era más fuerte si respetaba la cadena de producción de Norteamérica, lo que incluía a su odiado vecino. Además, lograron una renegociación no tan lesiva, dándole certidumbre económica al presidente que ganara e incluso un margen en el valor del peso frente al dólar (la devaluación sucedió ante la incertidumbre).
Tres hechos distintos entre sí: de uno fue plenamente responsable, la casa; de otro, responsable por dejación, el crimen de Iguala, y del otro, responsable en el sentido weberiano. En los tres casos, Peña Nieto demostró que las palabras no estaban a su servicio y que más bien él era su prisionero. Para eso sirve la lectura recreativa, actividad que obviamente desconoce. Un presidente al que, si le quitabas los gestos políticos de la escuela priista del Estado de México (cortesía, formalismo, institucionalidad), aparecía desnudo de lenguaje, listo para ser crucificado en el México moderno, lleno de voces discordantes y medios independientes, logro de nuestra democracia.
2. El hechizo de las elecciones del Estado de México (2017), que condicionó la estrategia electoral del PRI.
El triunfo de Alfredo del Mazo dio la esperanza a su partido de que, pese a todas las encuestas y el clima de rechazo social, podían ganar, cuando para mí los resultados de esa elección mostraban justamente lo contrario.
El Estado de México, su feudo y su refugio, un candidato respetable, toda la fuerza del Estado (legal y paralegal), un candidato de izquierda que le robaba por ese flanco a la candidata de Morena, la destrucción de la candidata panista y una candidata de Morena con todas las carencias de esa formación política… El candidato del PRD (ex alcalde de Ciudad Nezahualcóyotl) le quitó casi un millón de votos y el corredor panista, ante el derrumbe de su candidata, votó en el último segundo por el que adivinaron, correctamente, el mal menor. Y aun así, ganaron por un margen mínimo.
Este resultado, además, casaba perfectamente con la lógica de las tres últimas elecciones federales, que se habían acabado polarizando entre dos opciones, en una suerte de segunda vuelta simultánea a la única elección. Pasó en el año 2000 entre Fox y Labastida, marginando a Cárdenas a un alejado tercer lugar; pasó, exacerbado, entre López Obrador y Calderón, marginando al PRI a un tercer grado, y pasó entre López Obrador y Peña Nieto, marginando a Vázquez Mota a un lamentable tercer lugar.
Así, la estrategia estaba clara: evitar la alianza del PAN y el PRD, destruir al abanderado del PAN para forzar la polaridad entre López Obrador y el candidato del PRI y esperar a que el voto del miedo lograra mantenerlos en el poder. Agustín Basave, como presidente del PRD, entendió primero que nadie que el verdadero peligro de la salida del PRI era la regresión de Morena, e impulsó una alianza de su debilitado partido con el PAN. El desempeño de esta unión de opuestos obtuvo importantes logros a nivel estatal, lo que forzó la alianza federal. No habría fuga por la izquierda. Sin embargo, las bases perredistas no aceptaron esta lógica y votaron masivamente por López Obrador, no así por Morena en el Congreso.
Dados los nexos entre poder político y prensa en México, con el manejo faccioso de la publicidad, para el gobierno fue relativamente fácil destruir la reputación de Ricardo Anaya, con un caso que no resistía el más mínimo análisis jurídico. Esto fue otro bumerán, ya que, si todos eran iguales, entonces mejor votar por el diferente. Además, dinamitó todos los puentes de un acuerdo tácito de cualquier tipo para frenar a López Obrador. Anaya se radicalizó contra el PRI y anunció abiertamente su venganza si ganaba, lo que orilló a los corruptos en el poder a buscar a la desesperada un pacto con López Obrador que les garantizara impunidad tras dejar el poder.
Para que el voto panista se inclinara a su favor necesitaban a un candidato intachable y lo encontraron. Una aguja en el pajar del PRI. Un técnico honesto, de profundas convicciones humanas, con una familia enraizada en la academia y la cultura mexicana. El problema de Meade era triple: nadie lo conocía, no tenía carisma y su perfil entrañaba el peligro de enajenar a las bases priistas, como al final sucedió.
Anaya, por su parte, logró consolidar una alianza fuerte a su alrededor, con el aval de pesos pesados de la política mexicana y un espectro ideológico amplio. Pero no supo conciliar a la familia panista. Fue torpe en su manejo de las legítimas aspiraciones de Margarita Zavala y usó la presidencia del partido para imponer su candidatura. Debió ir a elecciones internas, aun si las perdía. No puedes aspirar a ser presidente de México y tener miedo de perder en un primer escalón. Esto le abrió una fuga de votos inesperada de panistas enojados que ni con la ambigua renuncia de Zavala a su candidatura independiente, se cerró del todo.
3. Una campaña inteligente (e hipócrita) por parte de López Obrador.
López Obrador, por primera y única vez en su vida, aceptó cambiar. Se puso el traje de oveja y se limitó a repetir que la corrupción eran todos los males y que él no era corrupto (lo que es cierto en términos estrictamente crematísticos). Su campaña era simple y eficaz, recorrer por enésima vez los pueblos de México, trasmitiendo cercanía a los olvidados, mientras evitaba toda confrontación y todo debate de ideas; sus propuestas, demagógicas (no vivir en Los Pinos, vender el avión presidencial…), y enarbolaba un monotema: la honestidad. Además, como no tiene dudas de que el fin (su llegada al poder purificador) justifica todos los medios, aceptó la unión con marxista radicales (PT) y con evangelistas intrusivos (PES) sin dilemas morales.
Así, López Obrador recogió votos de las bases de izquierda del PRD, del voto duro del PRI (que dio libertad de acción a sus fieles ante el derrumbe de las últimas encuestas), de sus fieles seguidores (que en el 2012 demostraron ser numerosos y activos), del voto oculto de los evangelistas (que son millones), más de las amplias clases medias (desarrolladas en el periodo “neoliberal”), enojadas con Peña y el cinismo priista pero acomplejada de votar por el PAN de Anaya. Pensaban que tenían algunas garantías: Urzúa y el TLC proyectaban certeza económica; Sánchez Cordero, diálogo político; la SCJN, constitucionalidad de las acciones del gobierno, y el INE, elecciones libres en el futuro. ¿Cuál era el miedo?
Y así llegó al poder López Obrador, enmascarado. Un enemigo de nuestra democracia y nuestras libertades, tanto por formación política (priismo centralizador y estatista tipo Echeverría con un escoramiento a la izquierda por la vulgata marxista aprendida en ciencias políticas y sus mitos: Cuba, Allende y demás), como por talante personal (narcisismo insatisfecho con profundas heridas en la adolescencia) y por creencias personales (conservador y evangelista). Su hijo más pequeño, sin ir más lejos, se llama Jesús Ernesto, por Cristo y por el Che. Pero esto último será tema de otra entrada.