Diario de la peste (58). Seminario de poesía con Salvador Elizondo

Le interesaban las ideas que cambiaron el curso del arte, como la Conferencia a los estudiantesde artede Oscar Wilde o “La filosofía de la composición” de Edgar Allan Poe. Pero sobre todo le apasionaba cuando estas ideas se materializaban en obras de arte innovadoras. De ahí su pasión por El cementerio marinode Paul Valéry, Un golpe de dadosde Stéphane Mallarmé o Finnegans Wakede James Joyce. Enseñaba con maestría el tránsito del modernismo a la poesía moderna en un recorrido que iba de Gutiérrez Nájera y Díaz Mirón a José Juan Tablada y Ramón López Velarde para desembocar en “Muerte sin fin” de José Gorostiza o “Piedra de sol” de Octavio Paz.  

Sus clases empezaban con una puntualidad insultante y terminaban también sobre la hora. Tenía el arte de dejar un comentario de suspenso para abrir el apetito sobre su siguiente cátedra. Era intolerante con la estupidez de los alumnos. Tenía un humor cruel, pero se reía como un niño travieso de sus propias diabluras. Entrar a su “Seminario de poesía” era difícil, pero salir era muy sencillo. Bastaba con que un alumno reconociera, ingenuo, que no había leído el Ulisesde Joyce, su piedra de toque para medir la pureza literaria de cualquier obra. Tenía reservado el salón con mejor luz de la facultad. Llegaba caminando de su casa en Coyoacán, en la calle de Tata Vasco, con traje y corbata y, en el lluvioso verano, con gabardina inglesa. Sus palabras cortaban como el diamante.  

Leía en italiano, francés, alemán e inglés. Sabía todo de cine (hizo algunas películas experimentales notables), box, pintura (era un dibujante sobresaliente), toreo, fotografía y erotismo, pero la poesía era su arma secreta. La entendía mejor que sus practicantes. La escritura china resumía muchas de sus pasiones. Tradujo “Los caracteres de la escritura china como medio poético” de Ernest Fenollosa en la célebre edición de Ezra Pound. También tradujo Monsieur Testde Valéry y La rebelión de los tártarosde Thomas de Quincey. Era un libertino y un libertario. Odiaba la política, la burocracia y los trámites. No bastaba con ser aplicado. Había además que ser inteligente para entrar a su jardín, donde su magisterio no estaba ya atado a los límites de la moral universitaria. Logré colarme a algunas de sus tertulias vespertinas. Un halcón peregrino también cayó bajo el influjo de su conversación brillantísima y extravagante. Juglar de cetrería. Era el más profundo y original de los personajes de una obra narrativa sin discípulos posibles ni epígonos deseables. Era una máquina literaria que se alimentaba de la vanguardia de todas las artes, autosuficiente y perfecta. La novela Farabeuf o la crónica de un instantedesmiente su subtítulo: es eterna. 

Fui alumno de Salvador Elizondo en 1990 en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Salón 104. Qué raro privilegio. Tenía 21 años y una desorientación cósmica, atemperada tan sólo por la voracidad lectora. En treinta años, lo único que ha cambiado es mi talla de jeans. Las clases de Salvador Elizondo eran una de las pocas grietas en el monolito académico por donde uno podía asomarse, por fin, al abismo sin caída del genio creativo. No le interesaban tanto las leyendas de vida, sino los procesos de la escritura. Por su característico timbre de voz, tan imitado como inimitable, desfilaban las obras de Poe, Wilde, Baudelaire, Mallarmé, Verlaine, Darío, Silva, Huidobro. Era el contrapunto necesario para entender nuestra tradición. Estudió en el Colegio Alemán, en una academia militar americana (de esa experiencia nace su genial Elsinore), en Cambridge, en La Sorbona y en la Universidad de Peruggia, por lo que su cosmopolitismo no era de salón. Lo había vivido, gozado y padecido. Aunque lo proclamara, no era un esnob: aún rodeada de bárbaros, su patria no tenía fronteras. Por eso su amor por México no era resignado. Era solar y verdadero.  

Con Elizondo aprendí que la ética del artista está en su obra. No en las cuotas de género o raza, en los certificados de buena conducta (avalados con los valores del presente) o en las etiquetas retrospectivas.

Diario de la peste (57). López Obrador en la Casa Naranja

Con motivo de la visita de López Obrador a Estados Unidos escribí este tuit: “Ayer, en la cena de jefes de Estado, Donald Trump anunció a su inesperado jefe de campaña en busca del voto latino. López Obrador aceptó, con soberana humildad, la encomienda. Multimillonarios, evangelistas y supremacistas alzaron sus copas y gritaron con fuerza: Viva México”.

El mensaje tuvo poca repercusión hasta que fue retomado por el expresidente Felipe Calderón. Le agradezco que me siga, que se interesa de vez en cuando por lo que hago y que lo comente públicamente. Me parece una postura ejemplar su participación en el debate público del país, más allá de los guiños a mi trabajo. Creo que encabezó un gobierno decente que enfrentó enormes desafíos desde antes de la toma del poder.

El primero y más grave fue la estrategia post-electoral de López Obrador, la creación del mito del fraude electoral en su contra (el fraude del fraude), el bloqueo de Reforma, la toma de la tribuna por los diputados de su coalición y el esperpento valleinclanesco de la presidencia legítima. Esta pantomima de mal perdedor estuvo a punto de romper el traspaso pacífico y civil de los poderes en México. También tuvo en contra al PRI, que boicoteó todas las reformas estructurales que la economía del país necesitaba desde hacía lustros por no ser ellos los que encabezaban la presidencia. Eso por sí solo desmiente la versión ridícula del “PRIAN”, que el electorado le compro al López Obrador doce años más tarde. Su manejo del brote de fiebre porcina en nuestro territorio fue ejemplar. El contraste con el manejo de la pandemia de covid-19 no podía ser más humillante para la actual administración. La desaparición de la compañía de Luz y Fuerza del Centro era un clamor. Empresa pública secuestrada por su sindicato, Luz y Fuerza perdía millones de pesos públicos, pese a que su única tarea era distribuir y cobrar la energía que le entregaba subsidiada la CFE. Tenía cuarenta mil empleados cuyo contrato de trabajo estaba diseñado para no cumplir con su trabajo. Los habitantes del Valle de México éramos el hazmerreír del resto del país y del mundo, con apagones, cortes injustificados, cobros excesivos o inexistentes, todo al libre arbitrio de un grupo de conjurados.

La decisión de Felipe Calderón de trazar una raya clara entre el crimen y la policía, entre la ciudadanía y los delincuentes, fue acertada. La verticalidad criminal del México del viejo PRI se había roto con Fox, pero se había sustituido por un peligroso mapa con decenas de reinos de impunidad a lo largo y ancho del país que ya no reconocían a nadie como contrapeso o límite. No así su estrategia, que privilegió la fuerza bruta sobre la inteligencia. Los términos bélicos, el uso recurrente del ejército y la marina, fueron errores dolorosos para todos. Tampoco supo separar el mercado negro de la droga (hijo de la absurda decisión de Nixon de ilegalizar el uso recreativo de las drogas, algo que ha acompañado a la humanidad a lo largo de su historia) del amplio mundo de lo ilícito en México, cuyas consecuencias son devastadoras para el país. El gran pendiente es la impunidad.

Rijoso, ágil de mente, culto, genuinamente demócrata, Calderón tuvo una presidencia de claroscuros y saldo positivo: las reglas del juego democrático se cumplieron (libertad de prensa, autonomía del Banco de México, elecciones libres) y la economía, pese a la gran crisis mundial del 2008, tuvo un desempeño aceptable. Si al final se descubre que su hombre clave en la lucha contra el narco, Genaro García Luna, actualmente detenido y enfrentando juicio en Estados Unidos, había pactado con el cartel de Sinaloa, tendrá un problema grave. No creo ni por asomo que por complicidad, sino por ceguera ante un subordinado. Creo, sin más bases que el sentido común, que la riqueza de García Luna, incompatible con su salario de funcionario público, es posterior a su cargo en el gobierno, cuando seguramente vendió su información privilegiada a diversos actores de la escena política mexicana. Esperemos el veredicto de la justicia americana.

Volviendo al principio, lo que más me sorprende es la legión de odiadores profesionales, pagados y/o alentados desde el gobierno, contra Calderón. A mí me toca de rebote, pero eso es lo de menos. Qué irresponsabilidad y qué peligrosa deriva en momentos en que México necesita una mínima unidad ante los estragos sanitarios y económicos que está sufriendo por el coronavirus. También es cierto que mi tuit, aportación minúscula y anecdótica al debate, tocaba un punto delicado: la visita de López Obrador a Trump es uno de los pocos actos del gobierno actual que sus partidarios piensan que pueden defender sin sonrojarse. A esto contribuye la televisión, cuyos magnates acompañaron al presidente, y que han vendido el encuentro como una cumbre exitosa. Para mí fue publicidad gratis para dos gobiernos en vacas flacas.

La excusa de la firma del nuevo tratado de comercio la desnudó con su ausencia el primer ministro de Canadá, Justin Trudeau. El nuevo tratado estaba firmado y ratificado por los tres gobiernos y no requería una visita de Estado. Recordemos que la negociación dura corrió a cargo del equipo de Peña Nieto, que le dejó ese delicadísimo tema resuelto a López Obrador. Su impericia abrió otra vez la negociación y México cedió en otros frentes, pero el tratado es clave para nuestro país y las concesiones asumibles. Cumbre de neoliberalismo, legado de salinas de Gortari (chivo expiatorio tan polifacético que ni René Girard podría comprenderlo a cabalidad), el tratado de comercio de Norteamérica (como quiera que se llame ahora) es la piedra angular de la política económica de México y la única garantía que tenemos contra las regresiones estatistas del gobierno. Así que celebro que los partidarios de López Obrador se sumen por fin a este acuerdo, uno de los pocos consensos mexicanos que no ha dinamitado. Para mí, la cobertura mediática faraónica y los discursos de paja no borran las genuflexiones ante un racista declaradamente antimexicano.

La visita enmascara dos aspectos preocupantes adicionales: el primero es la irresponsabilidad ante la pandemia. No hubo mensajes comunes de dos de los tres gobiernos (el otro es el de Bolsonaro en Brasil) que peor han enfrentado la situación sanitaria (y sus derivados económicos). Nadie usó cubrebocas, se han filtrado apretones de mano y abrazos, y la distancia social en la cena de gala en la Casa Blanca brilló por su ausencia. Qué distintos ambos líderes de Angela Merkel, que hace unos días declaraba en el Parlamento Europeo: “No puedes luchar contra la pandemia con desinformación y mentiras. Mucho menos con odio o incitando al odio. Los límites del populismo y su negación de la verdad más elemental han quedado expuestos. Las democracias necesitan verdad y transparencia”.

La segunda preocupación es que Estados Unidos está en año electoral y Biden y los demócratas necesitan el voto latino para desalojar por las urnas a Trump de la Casa Blanca.  La visita de López Obrador, que blanquea su discurso racista, le ayuda al populista naranja en su empeño reeleccionista. Si gana Trump, cambiará de actitud hacia México desde el primer minuto de su triunfo. Ha demostrado mil veces que no es una persona de palabra. Si pierde, arreglar los platos rotos con los demócratas será una tarea que requerirá mil y un marcelos en un gobierno que sólo tiene uno.