Diario de la peste (56). Instrucciones para tragar un sapo

Olvida la piel grisácea y las protuberancias que te podrían recordar desagradables verrugas. Olvida que habita mayoritariamente en aguas estancadas y pestilentes. Olvida sus injustos vínculos con la brujería en la preparación de brebajes y hechizos varios. Olvida las glándulas parotoides y sus bolsas de toxinas. Olvida el rancio olor. Son detalles menores, como las cifras del crimen, la recesión económica o la regresión democrática. Concéntrate en lo positivo. Estamos viviendo una transformación radical de la sociedad, sin privilegios y sin corrupción. Además, son lentos y fáciles de capturar. Solo uno de cada diez es venenoso. Y sólo la mitad de estos es mortal. ¿Bartlett? ¿Ackerman? Olvídalos. Son referentes. Piensa en la culebra de collar, inmune a su repelente secreción lechosa. Imítala. El sapo traga entero todo lo que se cruza en su caza. El sapo no tienes escrúpulos pequeñoburgueses y traga babosas, moscas, orugas, gusanos, cochinillas. Incluso disfruta a los ratones de tamaño menor. Imítalo y engúllelo entero, sin masticar. Olvida que el sapo también es lo que come. Avienta el problema a las generaciones que vienen. Confía en la fuerza de los ácidos de tu sistema digestivo. No tienes lengua protráctil. De acuerdo. Formas parte de la periferia del partido. Pero tienes tu huesito en el Once, en TV UNAM. Llegaste incluso a la odiada Televisa, donde ahora eres “analista político”. Busca el ejemplo de tus colegas moneros, que tragan sapos del tamaño de una olla de tamales sin inmutarse. La culpa es de Calderón. Recuérdalo y no te hagas de la boca chica. De hecho, tú tienes dos bocas. Concedo que no son ancas de ranas en un restaurante de Auvernia, pero el privilegio de cruzar el pantano sin mancharse es de unos pocos solamente. Así que cierra los ojos y olvida el feminismo. Pinches viejas qué se creen. Cierra los ojos y olvida el ecologismo. El tren maya es necesario. Repite conmigo: dos más dos son cinco. Un sapo es algo delicioso y nutritivo. Igual descubres que el sapo es un remedio natural contra el covid-19. Disfruta y buen provecho, compañero cobaya.

De segundo tenemos auténticas tortillas, arroz criollo no transgénico y popolitos negros. Muy negros. 

Diario de la peste (55). Venezuela y Cuba: la invasión consentida

La invasión consentidafue publicado a finales del año pasado y ha pasado tristemente desapercibido. Qué preocupante. Para mí, se trata de la mejor investigación periodística de los últimos años. Firmado por Diego G. Maldonado, el pseudónimo sirve de protección a un grupo de periodistas venezolanos que, desde dentro de su país, se dieron a la tarea de documentar la naturaleza de las relaciones entre Cuba y Venezuela. La historia se remonta al triunfo de la revolución cubana.

La primera visita de Fidel Castro a Venezuela fue escasos días después de la toma del poder por los revolucionarios, en enero de 1959. Los venezolanos recibieron a Castro con admiración. También habían logrado la osadía de terminar con la dictadura, la de Pérez Jiménez, pero a diferencia de los barbudos de Sierra Maestra, lo habían hecho sin violencia. Fidel Castro fue aclamado en las calles de Caracas y en la Universidad Central. Parecía que el proceso cubano y venezolano se hermanaban.

El remate de la visita era la entrevista de Fidel con Rómulo Betancourt, quien acababa de ser electo con la mitad de los votos en las primeras elecciones libres de Venezuela. Betancourt era el líder de Acción Democrática (de tendencia socialdemócrata). Además, había firmado el pacto de Puntofijo con Copei (el partido democristiano), que garantizaba la gobernabilidad y evitaba el regreso de los militares al poder. La entrevista fue desastrosa. A la antipatía personal entre ambos (que simboliza la incompatibilidad entre el líder carismático y el líder democrático), habría que sumarle la imposibilidad económica y legal de Betancourt de acceder a las peticiones cubanas de petróleo, crédito y cobertura diplomática. Al año siguiente, en venganza, empezó la desestabilización cubana de Venezuela con guerrillas pagadas, entrenadas y, muchas veces, dirigidas desde La Habana. Arnaldo Ochoa vivió un año en la jungla venezolana al frente de una de esas operaciones. (Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el general Arnaldo Ochoa habría de lamentar aquella tarde remota en que aceptó servir a los hermanos Castro).

La presencia de los cubanos en las guerrillas venezolanas no es un bulo “neoliberal”, sino una historia fáctica que cuenta con el testimonio de muchos de sus protagonistas. Destaca, por su puesto, el relato de vida de Teodoro Petkoff, quien pasó de retar a la democracia de su país a ser uno de sus más lúcidos defensores. La democracia venezolana logró vencer el desafío y consolidarse, al transmitir pacíficamente el poder al ganador de las elecciones en una suerte de bipartidismo asimétrico, roto sólo con la llegada al poder de Hugo Chávez en 1998.

La primera visita de Hugo Chávez a La Habana fue en 1994. Ya había dado el golpe de Estado contra Carlos Andrés Pérez, ya había sido amnistiado por su sucesor, Rafael Caldera, y ya había fundado el Movimiento (que no partido) Quinta República (que no cuarta transformación). Tenía tan sólo cuarenta años. Fidel, con casi setenta años, llevaba 45 en el poder. Con ese olfato político brutal, supo ver en el militar obstinado y anhelante de heroicidad a “su hombre en Caracas”. Y actuó en consecuencia. La visita se convirtió en una road movie, con “espontáneas” aclamaciones en la calle y vítores “sinceros” en su conferencia en la Universidad de La Habana. Chávez no podía creer las atenciones y la constante presencia de Castro durante su visita. Un espejo manipulado del viaje de Castro a Caracas en 1959, pero con final feliz. De hecho, selló el destino de Chávez. Castro se volvió su tutor. La Biblia en manos de Lutero. Fue su asesor durante las horas aciagas del golpe de Estado en su contra (error imperdonable de la oposición venezolana), fue su asesor médico frente a su enfermedad (que se trató en La Habana en buena medida) y fue su apoyo fiel para mantener su legado tras su muerte.

Con enorme riesgo personal, tanto de los autores como de sus fuentes, algunas inevitablemente anónimas o confidenciales, La invasión consentidanarra una situación inédita en tiempos de paz: la captura de un Estado por otro, sin disparar ningún tiro y con la obscena aquiescencia de la víctima. Hasta este libro, el consenso más o menos establecido decía que a partir de las buenas relaciones entre Chávez y Castro, y la admiración del primero por el segundo, La Habana obtuvo el petróleo que necesitaba a cambio de médicos y entrenadores deportivos para Venezuela.

Era un acuerdo desventajoso para Caracas, pero asumible dentro de la retórica bolivariana. Incluso esta parte del trato, en principio relativamente aceptable, entraña más problemas de lo que aparenta. Por un lado, el agravio comparativo para el cuerpo médico venezolano. Los cubanos, sin pasar los trámites ni las horas de guardia ni los requisitos de sus pares venezolanos, trabajan en mejores condiciones y con un salario, nominal y en dólares, mucho más grande. Todo esto a un costo mayor para el país anfitrión que el que supondría contratar a sus propios doctores. Para los cubanos, el trato también es humillante, ya que sólo cobran una parte menor de su salario (entre el 10 % y el 25% en otras misiones; en el caso venezolano, menos del 10%) y el resto va para las arcas vacías de la Isla. Además, les retienen su pasaporte y sus familias se quedan de rehenes en Cuba para cancelar cualquier veleidad de búsqueda del exilio en otros países. Una suerte de exportación de esclavos con bata blanca. La mayoría de los médicos cubanos son buenos profesionales (la meritocracia académica sí existe en el socialismo real y van a la universidad sólo los que se lo ganan arduamente), pero arrastran enormes lagunas, sobre todo en lo relacionado entre medicina y tecnología aplicada. Son punta de lanza del sistema y sus víctimas. Aun así, la mayoría son voluntarios que prefieren ese trato vejatorio a la realidad cotidiana de su país. 

La invasión consentidarevela que los médicos cubanos son sólo la pantalla amable, solidariainternacionalista, por glosarlo en su lengua de madera, de un desembarco en toda regla. El trabajo de investigación analiza la penetración cubana en las áreas estratégicas del Estado venezolano. Desde la administración de los pasaportes y cédulas de identidad hasta las notarías y el registro de la propiedad, pasando por los custodios del palacio de Miraflores, la seguridad del Estado, las fuerzas revolucionarias, el sector energético, administración de puertos. Incluye el uso de la pista cuatro, reservado a presidencia, del aeropuerto de Maiquetía. Muchas de estas operaciones se hacen desde empresas internacionales, fundadas y dirigidas por la jerarquía militar cubana.  

Con anécdotas, algunas chuscas, otras dramáticas, datos estadísticos, información pública e información de agencias internacionales, más la ayuda de fuentes internas que viven con dolor el drama de su país, La invasión consentidava desenredando la madeja de estos intereses cubanos en Venezuela, la historia concreta de cada uno de ellos, los nombres de sus responsables y la forma en que cada apertura se acordó entre los dos patriarcas.

Para Cuba, el acuerdo fue una bomba de oxígeno, un regalo del destino tras la caída del Muro de Berlín. Venezuela le brindó tanto petróleo a la Isla que La Habana se dio el lujo de vender en el mercado internacional una parte de esa ayuda. Caracas le reconstruyó y habilitó la refinería Camilo Cienfuegos. La Habana pagó esta generosidad sin precedentes confiscando la participación accionaria de PDVSA (la petrolera de Venezuela) de la sociedad estatal conjunta que la administra. También obtuvo miles de millones de dólares mensuales por el personal que labora en Venezuela. Apoyo diplomático, estrategias financieras y legales para evadir las restricciones del “bloqueo” americano. Y lo más importante: el reflotamiento de un proyecto político que se había quedado sin brújula tras el derrumbe del socialismo real en Europa en los noventa. 

Ante este abrumador desequilibrio, los autores del libro se preguntan qué obtiene Venezuela de Cuba. Es inconcebible que un país mucho más grande, poblado y rico quedara en una posición tan desventajosa frente a su socio pobre, sobre todo porque ninguna de estas medidas es recíproca, y los venezolanos no tienen acceso a la vida interna de Cuba. La respuesta es dolorosa: Venezuela obtiene de Cuba una forma de hacer política y de control social, que incluye la marginación de la oposición, la vigilancia vecinal y la paulatina restricción de las libertades. También les da un foro internacional, el amplio mercado de tontos útiles internacionales (académicos, artistas y políticos) que siguen creyendo (y defendiendo) el discurso de la revolución cubana y sus héroes, pese a sus espeluznantes resultados.

Cuba ayudó sin duda al traspaso del poder de Chávez a uno de sus testaferros, más tosco que su modelo, pero igualmente fiel a la ortodoxia. Pero, sobre todo, Cuba le dio a Venezuela una mística del poder. Para estos ilustres latinoamericanos, el primer objetivo es obtener el poder. Por medios lícitos e ilícitos, con discurso blando o duro, por medio de la revolución, la lucha guerrillera o las elecciones. Pactando con Dios o el diablo. Y una vez en el poder, el trabajo político consiste en mantenerlo. De hecho, se rompen tantas leyes, límites y formas para mantenerse en el poder, que se vuelve un suicidio soltarlo. Cada mañana se cruza un Rubicón. A diferencia del régimen democrático (donde el poder se ejerce con límites y contrapesos, de manera temporal), en el modelo cubano, el poder es un fin en sí mismo y su mantenimiento justifica todos los medios.

El libro es de rabiosa actualidad por sus ecos internacionales, y puede servir de brújula para entender la posible naturaleza del acuerdo de los médicos cubanos en México (cuyo convenio sigue sin ser mostrado a la opinión pública) y de los nexos del gobierno de Caracas con muchos líderes europeos, de los líderes del Movimiento (que no partido) 5 Estrellas italiano a Unidas Podemos en España. El largo brazo de los petrodólares.

Diario de la peste (54). Mexicanic

El iceberg es visible a simple vista desde la borda. En pleno Grijalva.

Efectos del cambio climático, murmuran irónicos los pasajeros de primera clase mientras bridan con champán. Sus choferes mantienen a punto la flota de motos acuáticas que acompaña el transatlántico. Por si las moscas. Los chalecos salvavidas enmohecen en sus vitrinas, junto a trofeos de caza, copas de polo y capas de polvo.

El paisaje parece un esmerado trabajo escolar sobre el fin de la era industrial: chimeneas de combustóleo, peces muertos en gárgaras de chapopote, grandes estructuras de chatarra visibles a dos leguas de distancia.   

Los camerinos de segunda clase, de tiempo compartido, son la voz del desconcierto. A los científicos, artistas y deportistas se les han decomisado sus instrumentos, incinerados en la caldera para aumentar la presión de los pistones. Les prometieron unas vacaciones idílicas. Algunos aún conservan nitrogenadas sus lágrimas de cocodrilo. Votaron por la Isla del tesoro, pero el servicio de cine a bordo sólo les ofrece El corazón de las tinieblasen su versión remasterizada, Apocalypse Now.

En los camerinos de tercera hace mucho que no se sabe si es de día o de noche. La fiesta es inolvidable. No hay casi bebida ni comida (sotol, arroz y frijoles, tortillas no transgénicas), pero les han prometido que podrán ocupar los camerinos de cubierta cuando lleguen a Progreso. Sólo deberán presentar su tarjeta de bienestar. También les piden votar, a mano alzada, por el Futuro, nuevo nombre de la nave.

En los calabozos, amablemente esposados en la sentina, los polizones centroamericanos se conforman con las homilías del padre Luna como alimento material y espiritual. Su felicidad transciende fronteras, escala muros, trepa bardas y se desborda. 

El capitán mantiene firme el timón, en obstinación psicopática. Sus corifeos le ríen las gracias desde primera hora de la mañana. Piloto, maestre y contramaestre son fieles compañeros de viaje. El iceberg es un imán que los atrae. No lo imaginan habitado de extranjerizantes sirenas, pero sí de rubicundos manatíes. Su destino es cruel. Como iban dispuestos a perderse, los manatíes, cerdos de los manglares, no chillaron para ellos. 

Los marineros, viejos lobos de mar, fueron astutamente sustituidos por jóvenes marinos. Una pérdida de letras mínima como para armar un escándalo. Conforman un rebaño undívago de cuernos de chivo. Para distraerse cazan albatros, grandes aves del mar, cuyo pico simula una urna rellena de plancton y camaroncitos. Los comisarios ribereños practican con metódica maestría convertir nudos marineros en sogas de ahorcar a la medida.

A las voces de alerta de capitanía de puerto responde con un graznido de ganso cansado y ordena acelerar la marcha. El iceberg parece un cuento de Hemingway. La orquesta, cuyos instrumentos han ardido también, canta a capela viriles himnos. 

El hielo corta el casco como si fuera de papel. Un Everest de granizo se precipita sobre cubierta. La línea de crujía, imaginaria, cruje de verdad. Todas las palabras se humedecen: proa, aletas, amuras. El agua alcanza la verga de los mástiles. El Mexicanic se hunde. 

Diario de la peste (53). Tacos de lengua

La estrategia de López Obrador es clara: apoderarse del micrófono. Así, controla la narrativadesde el gobierno, ocupa todos los espacios y domina la discusión pública mientras la transformación profunda sucede fuera del escenario. Un monólogo asfixiante para opacar las acciones importantes del gobierno. 

Dominar la agenda le funcionó mientras fue jefe de gobierno de la Ciudad de México con sus famosas mañaneras. La libertad de prensa, recién adquirida, le permitió explotar el viejo y manido recurso de los demagogos. 

Todos los días, a primera hora de la mañana, dictaba la agenda y obligaba a todos a posicionarse. Con un estilo desenfadado y populachero, una voz simple, un acento marcado, contrastaba con el tono grave que había dominado por décadas la política mexicana. Esa ruptura formal, en realidad, la había iniciado curiosamente Fox, con su desplante ranchero, sus tepocatas y sus víboras prietas. Investido presidente de la alternancia, Fox era ahora la víctima fácil de los denuestos, bromas y descalificaciones matutinas de su némesis. La mayoría de las veces, lo que decía López Obrador en esas conferencias originales eran despropósitos que no resistían el más mínimo análisis racional, legal o numérico, pero eso no importaba. Lo que importaba era el ruido ambiente. Criticar al presidente de México era un tabú de la vida pública mexicana (junto a la Virgen de Guadalupe y el ejército). Así que todos los días, aprovechando la apertura y la libertad de expresión, asistíamos, absurdamente hechizados, a esa falsa transgresión. A los chilaquiles y huevos rancheros de los legendarios desayunos de trabajo de los capitalinos se había añadido un insospechado nuevo platillo: tacos de lengua. 

Los medios se pusieron a trabajar al servicio del proyecto, como caja de resonancia, como máquina aplaudidora o como presencia ineludible. Todo le favorecía. Empezando por las críticas a sus críticas, que podía clasificar cómodamente como parte de las voces atávicas, nostálgicas del viejo sistema. ¡Algunas incluso lo eran!

Los reporteros, mal pagados, por ideología y por simpatía personal (reforzada por la falsa familiaridad del roce cotidiano) eran claramente favorables a la fuente, más allá de la política editorial del medio para el que trabajaban. Esa política de comunicación, basada en el olfato de una sola persona, funcionó más allá de una gestión llena de lagunas, ilegalidades y carencias. También la estrategia de victimización funcionó. Eso sí, desde la impunidad del segundo cargo político más importante del país, con fuero y con foro. Acorralada su presidencia, Fox tuvo una idea absurda, probablemente ilegal: desaforarlo y juzgarlo por desacato de una orden judicial. Bajarlo, a la mala, de la boleta electoral. Grave error: convirtieron al matón de barrio en un damnificado de la violencia policial. El desafuero lo puso a las puertas de la presidencia. La ciudadanía, sin embargo, reaccionó a tiempo y frenó la debacle… por doce años.

Contribuyó a eso los reflejos políticos del candidato oficial, la valentía de muchos empresarios, la toma de postura clara de los liberales (memorable y premonitorio el ensayo de “El mesías tropical” de Enrique Krauze), el trágico espejo venezolano, la agresiva campaña de contraste (en los bordes de la legalidad electoral vigente) y la soberbia del propio López Obrador, que dilapidó su ventaja con desplantes (no fue al segundo debate) e insultos (“cállate, chachalaca”).

Después del fraude del fraude, su pulsión golpista, su “al diablo las instituciones” y su impostura de “presidente legítimo” (en el borde la usurpación de funciones), que debieron inhabilitarlo moralmente para el ejercicio cívico de la política, López Obrador gozó, por el contrario, de un margen de acción inmenso, otorgado por las garantías del nuevo sistema democrático. Libertad de acción, libertad de asociación, libertad de palabra. Otra campaña presidencial (víctima de nuevo de un supuesto fraude, aunque por el diferencial de votos en la derrota, con menos verosimilitud y cobertura), la fundación de un partido personal y a modo, eran el espacio que necesitaba para su último intento. Nadie se tomó en serio sus dichos ni sus libros (mediocres, ideológicos, llenos de retazos, de plumas amigas, de información endeble). Las palabras salen gratis en la vida democrática cuando la crítica desaparece. Nadie le puso el cascabel al gato. Los dichos eran absurdos si se analizaban con rigor; las propuestas, impracticables o retardatorias de las libertades; pero para qué hacerle el caldo gordo otra vez si ya está fuera del juego. Ya no importaba. 

Luego, las élites pensaron que, en última instancia, si se perfilaba como ganador, podrían “controlarlo”. Incluso alguno le compró su “compromiso social”. Eso sí, desde sus casas de Valle de Bravo, a pie de lago. Comidas quincenales con empresarios, teléfono privado en sus agendas, amistad con directivos de las televisoras, trato de sus vástagos en escuelas de élite con sus hijos, todo parecía indicar que era menos peligroso de lo que habían pensado antes. El tono falsamente moderado de la última campaña acabó por hacerlos bajar la guardia. Curiosamente, esa élite ha sabido acomodarse al nuevo gobierno. Igual que cierta clase política sin escrúpulos. Incómoda, meliflua, con voz impostada, pero detrás del presidente. En la base de la pirámide social, los millones de becarios en efectivo. En medio, la devastación institucional, económica y ética del país.  

Regresamos a las mañaneras. Ahora ya no son un reto al poder presidencial, sino un distractor de sus acciones y verdaderos propósitos. Las conferencias de prensa matutinas de López Obrador son un simulacro. El “posicionamiento” inicial ocupa a veces más de cuarenta minutos y suele ser una diatriba al pasado, una opinión sin sustento o una ocurrencia. Nada tiene cifras duras, nada tiene soporte fáctico. Una suerte de automatismo para llenar el vacío. En ballet sería une petite cabriole. En términos gastronómico un espeso atole con el dedo. Imagino a su desmañanado gabinete tomando notas. Lo que ahí se dice es palabra presidencial y debe acatarse, defenderse, corroborarse. Todos los días laborables del año hay que licuar un camello para hacerlo pasar por el ojo de una aguja. Luego viene un elenco de falsos periodistas con preguntas a modo. A veces incluyen descalificaciones a sus pretendidos colegas. La abyección de estos personajes es ya parte del folclor nacional. Estas marionetas cumplen un primer propósito: subirle la moral al narciso que necesita su dosis diaria de halagos. Por la tarde, en la plaza pública, la dosis se repite, ahora en formato de aplausos y vítores genuinos. El segundo propósito es poner en boca de otros la buena nueva del gobierno del cambio. La respuesta de López Obrador suele ser una repetición de la pregunta en otros términos. A veces incluso se puede dar el lujo de ser modesto. Es un diálogo parecido al que tiene los espejos confrontados de una peluquería de barrio, incluidas las pomadas y las toallitas calientes. Amanece. Después se abre el turno de las preguntas reales, en un caos organizado. Aquí se ha creado un mercado negro de preguntas sembradas para medir las intenciones presidenciales sobre temas determinados o para obstruir determinados temas de la competencia. A veces se topa con periodistas de verdad, que le plantan cara en este tercer acto de las mañaneras. La mayoría de las veces de mujeres valientes, como María Verza o Peniley Ramírez. Fue memorable la actitud de Jorge Ramos y sus preguntas sobre la violencia. Todos ellos sujetos de inmediato de una campaña de denuestos en redes sociales por los botstrollsdel gobierno. 

Luis Estrada, en SPIN-Taller de Comunicación Política, lleva un registro de las mañaneras. Número de conferencias: 378, minutos promedio: 101, menciones adversas la prensa: Reforma 173, El Universal 45…. También lleva el registro de falsedades y mentiras: decenas de miles. También ha hecho una taxonomía de las tácticas de distracción para burlar preguntas incómodas. Desde el risorio “yo tengo otros datos” hasta el más frecuente de prometer información complementara, suya o del gabinete, que nunca se cumple.

Atender las conferencias del presidente es una obligación nacional, pero tratarlas como fuente de información confiable es absurdo. Ridiculizarlas vía Twitter es divertido, pero vacuo. Ignorarlas es peligroso. Así que estamos todos atrapados en el callejón del gato. Locutorio pastoral, púlpito involuntario, carpa cómica y espejo distorsionado, las mañaneras se han convertido, paradójicamente, en el mayor peligro a la libertad de prensa del país. La silla presidencial se ha transformado en un diván.  

Hasta aquí es lo tranquilizador. 

Lo más grave es algo sobre lo que apenas se ha reparado. Algo que no sucedía ni con Díaz Ordaz. Nunca en la historia moderna de México, ni en la era autoritaria del PRI, ni en la democracia, el presidente había usado su investidura para personalizar sus ataques y descalificaciones, poniendo al aludido en una situación de riesgo inadmisible. Riesgo laboral, riesgo reputacional, riesgo personal. El ataque, además, puede venir de ambos extremos, cada vez más radicalizados por su cotidiano afán polarizador; tanto de partidarios fanáticos del presidente, que quieran hacerle un favor no pedido, como de adversarios obtusos que quieran “cargarle un muerto” a su cuenta. También de pescadores en río revuelto, que quieren impulsar su propia agenda disgregadora: poderes fácticos, políticos corruptos, contrabandistas, talamontes, narcotraficantes. 

La palabra del presidente tiene un peso real y entraña consecuencias. El narciso que nos gobierna la ha devaluado hasta lo irrisorio, pero no puede, aunque se empeñe, en volverla irrelevante. La trascendencia de sus palabras no depende de la inanidad intelectual del que la ocupa transitoriamente, sino de la institución que representa. Por eso, nadie está a salvo si el presidente usa su posición para poner en la picota pública a sus adversarios y críticos. Pronto serán también sus desencantados. 

Siempre me ha parecido injusto atribuir los muertos de la violencia criminal en la cuenta personal del presidente de turno, haya sido o no acertada su manera de combatirla. Otra cosa son las víctimas reales o potenciales previamente señaladas por la cabeza del poder ejecutivo. Eso sí serían los muertos de López Obrador.

Diario de la peste (52). Serguei Dovlátov

Descubrí a Serguei Dovlátov por sugerencia de Alberto Barrera. Me dijo que tenía que leer a un autor ruso desconocido: “Bebía vodka a toneles, escupía sarcasmo por la boca y odiaba a los bolcheviques”. Música para mis oídos. 

La vida de Serguei Dovlátov fue complicada, como la de casi todos sus connacionales, y acabó abruptamente justo antes de cumplir los cincuenta, cuando parecía que por fin se abría el horizonte. De la antigua ciudad fortaleza de Ufá, en los montes Urales, al barrio ruso de Queens en Nueva York, una vida marcada por la rebeldía y la vocación creativa.

Sus padres alcanzan a ser evacuados de Leningrado en agosto de 1941, justo antes de que se cierre el cerco nazi que condenará a la otrora noble ciudad de San Petersburgo a tres años de hambre. La madre, de origen armenio, está embarazada de siete meses; el padre, de origen judío, consigue ser reasignado en la industria pesada de Ufá, donde nace Dovlátov, en septiembre de ese año. Tras la muerte de Stalin, consiguen regresar a su ciudad. Ahí transcurre su adolescencia y primera juventud, marcada por la inconformidad, que se salda con su expulsión de la universidad y varias visitas a la cárcel. Empieza a escribir relatos breves en los descansos del severo régimen de servicio militar. Tres años de recluta obligado con la ingrata tarea de ser custodio de un centro de prisioneros políticos. Otra forma de condena. El “universo concentracionario” (en definición de David Rousset) soviético siguió funcionando con Brézhnev, aunque a otra escala que bajo Stalin. 

Al regreso, es readmitido en la universidad, donde termina su carrera de periodismo y de finés. Gracias a la protección de Vera Panova, consigue entrar como reportero en el periódico oficial de Tallin, en la república báltica de Estonia. Tras dos años de accidentada vida de reportero, es expulsado del gremio de periodistas de la Unión Soviética, quedando de facto inhabilitado. Consigue emigrar en 1979 a Estados Unidos y se instala en Queens, donde sobrevive trabajando para los diarios de la comunidad rusa, hasta que logra establecerse como escritor gracias al aval de Joseph Brodsky, amigo de los años universitarios y de célebres parrandas. Los relatos que publica en elNew Yorkerde los ochenta lo introducen en el ambiente culto de Manhattan. Alcanza a ver la caída del muro de Berlín, pero no la desaparición de la Unión Soviética, que sin duda hubiera celebrado. Un infarto, el 24 de agosto de 1990, inducido por un coma etílico, se lo impidió. Sus restos reposan en una modesta tumba del cementerio judío Monte Hebrón. Esta entrada es la piedra ritual que deposito en su memoria. 

Sus libros, prohibidos en vida y que sólo circularon en forma de samizdat, se volvieron populares en Rusia y hoy es uno de los escritores rusos más leídos de su país. En español su obra se ha publicado con entusiasmo por editores independientes (Metáfora, Ikusager, Altera…), pero de manera inevitablemente dispersa. Aun así, cuenta con un grupo de lectores fieles. La cofradía Dovlátov.      

Para mí, su lectura ha sido todo un descubrimiento, pese a que la decepción suele acompañar muchas veces las expectativas altas. Estos días de confinamiento y pandemia e vuelto a sus libros. Ágil, directo e irónico, Dovlátov sirve por oposición para denunciar la enfermedad literaria de nuestro tiempo: la verborrea intrascendente. Un autor trascendente en una era inane.

La materia prima de la literatura de Dovlátov es su propia experiencia. Pero, a diferencia del testimonio descarnado de Shalamov o de la recreación en clave metafísica de Kafka, Dovlátov lo resuelve todo a través de un humor ácido, la mejor defensa que encontró ante la tragedia que fue la vida en la Unión Soviética. Dovlátov contrasta, como ninguno, la doble realidad de la URSS. Por un lado, los discursos oficiales, los lemas de las manifestaciones oficiales, la radio oficial, la televisión oficial, las consignas del único partido oficial que celebraban la victoriosa marcha del proletariado hacia el progreso; por el otro, la realidad cotidiana, la de los supervivientes. Un país de pícaros sin suerte y de comisarios severos. 

En Los nuestros, suerte de biografía colectiva de su familia, consigue el milagro narrativo de contar el fusilamiento sin juicio de su abuelo paterno por el delito de haber recibido un paquete del extranjero (que le enviaba su hijo mayor, exiliado en Bélgica), la prisión de su primo hermano al que tuvo que vigilar como parte de sus tareas del servicio militar, y su propio encarcelamiento, con tortura incluida, desde una mirada neutra, que no califica lo que describe, pero que ridiculiza con el poder de la ironía. 

A caballo entre el relato breve y la crónica, El compromiso es un libro extraordinario y de nuevo una eficaz denuncia del universo totalitario. En él, Dovlátov se desquita de las mil insulsas y censuradas notas que tuvo que escribir como periodista de un medio oficial. En cursivas, al inicio de cada capítulo, explica cómo se publicó la noticia que tuvo que cubrir, y luego, en redondas, cuenta la verdadera historia detrás de esa noticia. El resultado es hilarante. Por ejemplo, narra cómo las autoridades querían celebrar el Día de la Liberación con el nacimiento del habitante cuatrocientos mil de Tallin. La noticia que se publica incluye una cita de Goethe, un poema celebratorio por una gloria local y la certeza que ese niño, de padres trabajadores soviéticos, está “condenado a la felicidad”. Y tras esto, la verdadera historia: todo fue un plan publicitario de burócratas que querían congraciarse con Moscú, no hay estadísticas confiables, la cita de Goethe es apócrifa, el nombre del niño fue escogido por las autoridades contra el deseo de los padres para que fuera el de un héroe soviético, y el niño no fue el primero seleccionado: otros recién nacidos fueron rechazados por ser poco ortodoxos, incluido un bebé judío y un mulato hijo de un “internacionalista” de Etiopía y una estonia. Y así, once compromisos más. Un friso de la vida en los setenta en la URSS y una prueba más del escaso valor que la verdad fáctica tenía en esos regímenes. 

Pero el libro más entrañable para mí ha sido La maleta, construido como una novela de cuentos que funcionan también de manera independiente, a la manera de Winesburg, Ohio de Sherwood Anderson. Gracias a este libro podemos decir sin sonrojarnos que Dovlátov es un digno heredero de Chéjov. La maleta es la historia real de su exilio, cuando descubre que las autoridades sólo permiten salir con tres maletas a los que han sido aceptados para emigrar. Después de regalar sus escasos y deteriorados muebles, Dovlátov comprueba con pasmo que todas sus pertenencias caben en una sola maleta. Cada capítulo es la historia de los objetos que componen esa maleta y, en su conjunto, dibujan el itinerario vital del autor: los amores, la vida fuera de la ley, la cárcel, el nacimiento de su hija, etcétera. Todo, claro, salpicado de mucho vodka.

La extranjeraes una novela breve que cuenta la historia, hilarante, de una rusa en el exilio, María Fiódorova, y su insólito matrimonio con un “latino” estafador, así en genérico. Ya antes se había casado con su novio judío de joven para poder emigrar y con un cantante de baladas folclóricas cuyo verdadero talento estaba en engañarla. La historia incluye como un personaje no menor al papagayo Lolo. Pero sobre todo es un recorrido por los mil y un destinos (desde el falso perseguido hasta el erudito olvidado), cortocircuitos y solidaridades que todo exilio congrega. En este caso, en unas pocas cuadras del barrio ruso judío de Queens: “El barrio se extiende desde la vía del tren hasta la sinagoga. Algo más al norte está el lago Meadow; al sur, el bulevar Queens. Y en medio, nosotros. La calle 108 es nuestra arteria principal”.La extranjera: un microcosmos donde se congrega todos los mundos posibles. 

***

Hace años, en La Jornada Semanal que editábamos Juan Villoro y yo, el poeta y narrador colombiano radicado en Morelia Jorge Bustamante se ocupó de Dovlátov con las que fueron seguramente las primeras traducciones al español. Presentó una selección de textos sueltos tomados de sus Cuadernos de apuntes. He aquí una brevísima selección de esa selección:

Un punto de vista liberal: ‘La patria es la libertad’. Hay una variante: ‘La patria es aquella donde el hombre se encuentra a sí mismo.

A uno de mis conocidos lo despidieron algunos amigos cuando se fue al extranjero. Alguien le dijo: “¡Recuerda, viejo. Donde hay vodka, allá está la patria!”

El talento es como la lujuria. Es difícil de ocultar. Y todavía es más difícil de simular.

Recuerdo que una vez adquirí un libro de Brodsky de 1964. Pagué una cantidad considerable, como si fuera una rareza bibliográfica. Si no me equivoco, cincuenta dólares. Luego, le comenté a Joseph lo sucedido. Me dijo:

–Y yo no tengo ese libro.

–Si quiere se lo regalo –le expresé.

Joseph se sorprendió:

–¿Y qué voy a hacer con él? ¿Leerlo?