La estrategia de López Obrador es clara: apoderarse del micrófono. Así, controla la narrativadesde el gobierno, ocupa todos los espacios y domina la discusión pública mientras la transformación profunda sucede fuera del escenario. Un monólogo asfixiante para opacar las acciones importantes del gobierno.
Dominar la agenda le funcionó mientras fue jefe de gobierno de la Ciudad de México con sus famosas mañaneras. La libertad de prensa, recién adquirida, le permitió explotar el viejo y manido recurso de los demagogos.
Todos los días, a primera hora de la mañana, dictaba la agenda y obligaba a todos a posicionarse. Con un estilo desenfadado y populachero, una voz simple, un acento marcado, contrastaba con el tono grave que había dominado por décadas la política mexicana. Esa ruptura formal, en realidad, la había iniciado curiosamente Fox, con su desplante ranchero, sus tepocatas y sus víboras prietas. Investido presidente de la alternancia, Fox era ahora la víctima fácil de los denuestos, bromas y descalificaciones matutinas de su némesis. La mayoría de las veces, lo que decía López Obrador en esas conferencias originales eran despropósitos que no resistían el más mínimo análisis racional, legal o numérico, pero eso no importaba. Lo que importaba era el ruido ambiente. Criticar al presidente de México era un tabú de la vida pública mexicana (junto a la Virgen de Guadalupe y el ejército). Así que todos los días, aprovechando la apertura y la libertad de expresión, asistíamos, absurdamente hechizados, a esa falsa transgresión. A los chilaquiles y huevos rancheros de los legendarios desayunos de trabajo de los capitalinos se había añadido un insospechado nuevo platillo: tacos de lengua.
Los medios se pusieron a trabajar al servicio del proyecto, como caja de resonancia, como máquina aplaudidora o como presencia ineludible. Todo le favorecía. Empezando por las críticas a sus críticas, que podía clasificar cómodamente como parte de las voces atávicas, nostálgicas del viejo sistema. ¡Algunas incluso lo eran!
Los reporteros, mal pagados, por ideología y por simpatía personal (reforzada por la falsa familiaridad del roce cotidiano) eran claramente favorables a la fuente, más allá de la política editorial del medio para el que trabajaban. Esa política de comunicación, basada en el olfato de una sola persona, funcionó más allá de una gestión llena de lagunas, ilegalidades y carencias. También la estrategia de victimización funcionó. Eso sí, desde la impunidad del segundo cargo político más importante del país, con fuero y con foro. Acorralada su presidencia, Fox tuvo una idea absurda, probablemente ilegal: desaforarlo y juzgarlo por desacato de una orden judicial. Bajarlo, a la mala, de la boleta electoral. Grave error: convirtieron al matón de barrio en un damnificado de la violencia policial. El desafuero lo puso a las puertas de la presidencia. La ciudadanía, sin embargo, reaccionó a tiempo y frenó la debacle… por doce años.
Contribuyó a eso los reflejos políticos del candidato oficial, la valentía de muchos empresarios, la toma de postura clara de los liberales (memorable y premonitorio el ensayo de “El mesías tropical” de Enrique Krauze), el trágico espejo venezolano, la agresiva campaña de contraste (en los bordes de la legalidad electoral vigente) y la soberbia del propio López Obrador, que dilapidó su ventaja con desplantes (no fue al segundo debate) e insultos (“cállate, chachalaca”).
Después del fraude del fraude, su pulsión golpista, su “al diablo las instituciones” y su impostura de “presidente legítimo” (en el borde la usurpación de funciones), que debieron inhabilitarlo moralmente para el ejercicio cívico de la política, López Obrador gozó, por el contrario, de un margen de acción inmenso, otorgado por las garantías del nuevo sistema democrático. Libertad de acción, libertad de asociación, libertad de palabra. Otra campaña presidencial (víctima de nuevo de un supuesto fraude, aunque por el diferencial de votos en la derrota, con menos verosimilitud y cobertura), la fundación de un partido personal y a modo, eran el espacio que necesitaba para su último intento. Nadie se tomó en serio sus dichos ni sus libros (mediocres, ideológicos, llenos de retazos, de plumas amigas, de información endeble). Las palabras salen gratis en la vida democrática cuando la crítica desaparece. Nadie le puso el cascabel al gato. Los dichos eran absurdos si se analizaban con rigor; las propuestas, impracticables o retardatorias de las libertades; pero para qué hacerle el caldo gordo otra vez si ya está fuera del juego. Ya no importaba.
Luego, las élites pensaron que, en última instancia, si se perfilaba como ganador, podrían “controlarlo”. Incluso alguno le compró su “compromiso social”. Eso sí, desde sus casas de Valle de Bravo, a pie de lago. Comidas quincenales con empresarios, teléfono privado en sus agendas, amistad con directivos de las televisoras, trato de sus vástagos en escuelas de élite con sus hijos, todo parecía indicar que era menos peligroso de lo que habían pensado antes. El tono falsamente moderado de la última campaña acabó por hacerlos bajar la guardia. Curiosamente, esa élite ha sabido acomodarse al nuevo gobierno. Igual que cierta clase política sin escrúpulos. Incómoda, meliflua, con voz impostada, pero detrás del presidente. En la base de la pirámide social, los millones de becarios en efectivo. En medio, la devastación institucional, económica y ética del país.
Regresamos a las mañaneras. Ahora ya no son un reto al poder presidencial, sino un distractor de sus acciones y verdaderos propósitos. Las conferencias de prensa matutinas de López Obrador son un simulacro. El “posicionamiento” inicial ocupa a veces más de cuarenta minutos y suele ser una diatriba al pasado, una opinión sin sustento o una ocurrencia. Nada tiene cifras duras, nada tiene soporte fáctico. Una suerte de automatismo para llenar el vacío. En ballet sería une petite cabriole. En términos gastronómico un espeso atole con el dedo. Imagino a su desmañanado gabinete tomando notas. Lo que ahí se dice es palabra presidencial y debe acatarse, defenderse, corroborarse. Todos los días laborables del año hay que licuar un camello para hacerlo pasar por el ojo de una aguja. Luego viene un elenco de falsos periodistas con preguntas a modo. A veces incluyen descalificaciones a sus pretendidos colegas. La abyección de estos personajes es ya parte del folclor nacional. Estas marionetas cumplen un primer propósito: subirle la moral al narciso que necesita su dosis diaria de halagos. Por la tarde, en la plaza pública, la dosis se repite, ahora en formato de aplausos y vítores genuinos. El segundo propósito es poner en boca de otros la buena nueva del gobierno del cambio. La respuesta de López Obrador suele ser una repetición de la pregunta en otros términos. A veces incluso se puede dar el lujo de ser modesto. Es un diálogo parecido al que tiene los espejos confrontados de una peluquería de barrio, incluidas las pomadas y las toallitas calientes. Amanece. Después se abre el turno de las preguntas reales, en un caos organizado. Aquí se ha creado un mercado negro de preguntas sembradas para medir las intenciones presidenciales sobre temas determinados o para obstruir determinados temas de la competencia. A veces se topa con periodistas de verdad, que le plantan cara en este tercer acto de las mañaneras. La mayoría de las veces de mujeres valientes, como María Verza o Peniley Ramírez. Fue memorable la actitud de Jorge Ramos y sus preguntas sobre la violencia. Todos ellos sujetos de inmediato de una campaña de denuestos en redes sociales por los botsy trollsdel gobierno.
Luis Estrada, en SPIN-Taller de Comunicación Política, lleva un registro de las mañaneras. Número de conferencias: 378, minutos promedio: 101, menciones adversas la prensa: Reforma 173, El Universal 45…. También lleva el registro de falsedades y mentiras: decenas de miles. También ha hecho una taxonomía de las tácticas de distracción para burlar preguntas incómodas. Desde el risorio “yo tengo otros datos” hasta el más frecuente de prometer información complementara, suya o del gabinete, que nunca se cumple.
Atender las conferencias del presidente es una obligación nacional, pero tratarlas como fuente de información confiable es absurdo. Ridiculizarlas vía Twitter es divertido, pero vacuo. Ignorarlas es peligroso. Así que estamos todos atrapados en el callejón del gato. Locutorio pastoral, púlpito involuntario, carpa cómica y espejo distorsionado, las mañaneras se han convertido, paradójicamente, en el mayor peligro a la libertad de prensa del país. La silla presidencial se ha transformado en un diván.
Hasta aquí es lo tranquilizador.
Lo más grave es algo sobre lo que apenas se ha reparado. Algo que no sucedía ni con Díaz Ordaz. Nunca en la historia moderna de México, ni en la era autoritaria del PRI, ni en la democracia, el presidente había usado su investidura para personalizar sus ataques y descalificaciones, poniendo al aludido en una situación de riesgo inadmisible. Riesgo laboral, riesgo reputacional, riesgo personal. El ataque, además, puede venir de ambos extremos, cada vez más radicalizados por su cotidiano afán polarizador; tanto de partidarios fanáticos del presidente, que quieran hacerle un favor no pedido, como de adversarios obtusos que quieran “cargarle un muerto” a su cuenta. También de pescadores en río revuelto, que quieren impulsar su propia agenda disgregadora: poderes fácticos, políticos corruptos, contrabandistas, talamontes, narcotraficantes.
La palabra del presidente tiene un peso real y entraña consecuencias. El narciso que nos gobierna la ha devaluado hasta lo irrisorio, pero no puede, aunque se empeñe, en volverla irrelevante. La trascendencia de sus palabras no depende de la inanidad intelectual del que la ocupa transitoriamente, sino de la institución que representa. Por eso, nadie está a salvo si el presidente usa su posición para poner en la picota pública a sus adversarios y críticos. Pronto serán también sus desencantados.
Siempre me ha parecido injusto atribuir los muertos de la violencia criminal en la cuenta personal del presidente de turno, haya sido o no acertada su manera de combatirla. Otra cosa son las víctimas reales o potenciales previamente señaladas por la cabeza del poder ejecutivo. Eso sí serían los muertos de López Obrador.