Diario de la peste (49). Viaje a la oruga

Traslúcida, colorida, la vida era un eterno batir de alas. Una primavera perenne. De flor en flor. El cortejo, una sutil exhibición aérea con mapas de feromonas. ¡Qué buen mitin, licenciado! Y por la espiritrompa, un caprichoso fluir de néctar. Ahora margarita, ahora camelia. Muerto Nabokov, con su profética maestría, los riesgos de ser diseccionado habían descendido drásticamente. Todos babeaban:

—Mira, una mariposa. 

—Con los colores del arcoíris. 

—¡Qué belleza!

—Debe ser una señal de buena suerte. 

—¡Sigámosla! 

Pero un día, una celda discal tuvo dudas. Una inseguridad nunca vista, que rápidamente se contagió a la zona basal. Inmediatamente al ápice, al termen. Una orden absurda, apenas susurrada guturalmente por Carpentier: busca un árbol y plega velas. Todo tiende a encimarse. Es viscoso. Cae una cortina natural. Asfixia. El PIB ya no importa. El escenario de la vida ahora se llama crisálida. 

No corras, no grites, no te muevas. Los pies se vuelven gelatinosos. Soy un monstruo de plastilina verde. Blando y cilíndrico. A veces tóxico. Repito sisofromatem, como un mantra inmerso, pero nadie me escucha. Pero nadie me escucha. Tengo hambre cósmica. El Pegaso calla su relincho en un murmullo de fuente clara. Los murales repiten el oprobio de la historia. Soy una oruga, aunque habite en los jardines de palacio.

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