- para Víctor Gayol
En noviembre de 1933, Ósip Mandelstam recita de memoria un epigrama sobre Stalin en una reunión familiar. El 13 de mayo de 1934, es detenido por la policía secreta. La orden de detención es firmada por el propio Yagoda, jefe de la NKVD. El poema había sido leído en el curso de una velada en el minúsculo apartamento que ocupaba en Moscú, junto a su mujer Nadiezhda Mandelstam, tras años de una existencia paupérrima y errante. Era una reunión íntima, con su cuñado Evgueni, su hermano Alexander, tres amigos de toda la vida y Anna Ajmátova, su hermana de letras desde los años locos del acmeísmo y del Perro vagabundo, el café-teatro donde se daban citas los jóvenes poetas de San Petersburgo. Podemos imaginar la zozobra de los asistentes, sus evasivas miradas ante la voz musical de Mandelstam recitando:
Vivimos sin sentir el país a nuestros pies,
nuestras palabras no se escuchan a diez pasos.
La más breve de las pláticas
gravita, quejosa, al montañés del Kremlin.
[…]
Sus bigotes de cucaracha parecen reír
y relumbran las cañas de sus botas.
[…]
Uno silba, otro maúlla, aquel gime, el otro llora;
sólo él campea tonante y los tutea.
[…]
Toda ejecución es para él un festejo
que alegra su amplio pecho de oseta.
¿Un simple desahogo doméstico sin alcance ninguno, salvo preservar la dignidad ante los cercanos? ¿La primera chispa de un incendio, esperando que el poema corriera anónimo por las calles de Moscú? ¿O fue más bien una suerte de suicidio en dos tiempos, ante el derrumbe de todas las viejas certezas? Imposible saberlo. Recomiendo este análisis de José Manuel Prieto (cuya traducción utilizo), que le publiqué en Letras Libres.
El problema para Mandelstam no era ya la desaparición de todo lo que le daba sentido a la vida intelectual: los cafés, las tertulias, las revistas, los diarios y las editoriales, la libertad de crítica y de cátedra, y el tejido de trabajos, premios y reputaciones que de ello se desprendían. Ni siquiera la ruda imposición de un credo artístico oficial, el “realismo socialista”, y la censura preventiva de cualquier texto fuera de los moldes oficiales. Mandelstam lleva sin publicar más de un lustro, proscrito de todos los medios, y apenas ha dejado atrás una sequía poética que lo persigue desde mediados de los años veinte. Su feroz independencia, su incapacidad de callar, lo tienen atormentado ante lo que ve. Ahora el problema ha subido de escala: condenas por cualquier bagatela, campos de trabajos forzados, ejecuciones sumarias. Todo, bajo una atmósfera envenenada de recelo y delaciones, ecosistema tóxico en el que aprenden a medrar los bardos oficiales, favoritos del “zar rojo”, quienes no por eso dejan tampoco de estar en peligro.
Tras varios días de torturas, aislamiento, amenazas, el juez instructor (que luego sería represaliado también) le informa de que ha sido acusado y condenado por un delito de odio contra líder supremo de la Unión Soviética a tres años de cárcel. Y de manera teatral le lee una transcripción del poema en su primera versión (Mandelstam lo había rescrito suprimiéndole un verso particularmente duro: “asesino y devorador de mujiks”). ¿Quién de sus amigos lo traicionó, memorizó el poema, lo anotó cuidadosamente y fue a denunciarlo a la policía? Imposible saberlo. Los interrogatorios, el durísimo traslado, la reclusión en Cherdyn, convertida en una ciudad prisión al pie de los Urales, le rompen el ya por entonces frágil equilibrio mental e intenta suicidarse. Tiene delirios, arrastra todo tipo de dolencias cardiacas, sufre de insomnio. Su vida corre peligro.
Su mujer y Ajmátova acuden a todas las puertas, mueven hilos, suplican. Al final consiguen dos avales: de Nikolái Bujarin (poco después, condenado a muerte como otras figuras clave del politburó en el inicio de las purgas estalinistas) y de Boris Pasternak (represaliado en los cincuentas por publicar en el extranjero su célebre novela). Tras la intervención de Bujarin y Pasternak ante Stalin (condenado post mortem por sus “excesos” en las resoluciones secretas del XX congreso del PCUS de 1956), la pena de cárcel se permuta por tres años de exilio interior, al que además le permiten ir acompañado de su mujer. “Aislarlo, pero protegerlo”, decía la nota manuscrita que sella su destino. Les dan a escoger una ciudad, descartadas eso sí, las más grandes. Eligen Vorónezh, a orillas del Don y a menos de seiscientos kilómetros al sur de Moscú.
La pena, benévola en extremo, no les ahorra dolencias. No conocen a nadie, no tienen dinero, todos los trabajos dependen del Estado y ellos son unos proscritos. Sobreviven en cuchitriles minúsculos, sin intimidad ni reposo, sin libros, con la obligación de presentarse cada tercer día en la policía a sellar su pasaporte de residente en la helada ciudad a orillas del Don. Aun así, se las ingenian para sobrevivir. Sus necesidades son mínimas: té, tabaco y una despensa. Todos sus bienes y enseres domésticos caben en una maleta. La poesía vuelve, milagrosa. Anna Ajmátova los visita y escribe un poema en recuerdo de la estancia con su alma gemela. Termina así:
En la habitación del poeta prohibido
montan guardia la musa y el temor,
la noche cae
sin la esperanza de la aurora.
Es en ese clima de desesperación que hay que entender el segundo poema dedicado a Stalin. Esta vez, una oda, con todos los elogios y modismos de rigor, que compone con la esperanza de ser rehabilitado. Al terminar los tres años de exilio, regresan a Moscú donde descubren que fue en vano. 1937. No tienen permiso de vivir en la ciudad, su departamento ha sido ocupado y no son recibidos por la Unión de Escritores, la única instancia que podría rehabilitarlo. Sigue siendo un apestado. Sobreviven como mendigos en los alrededores de Moscú. Viajan a San Petersburgo para despedirse del padre de él, de su adorada sobrina (que moriría de tuberculosis en el cerco de la ciudad por los nazis) y de Ajmátova. Ella también está al borde del abismo. Su hijo será detenido en 1938 (como ya lo ha sido su exmarido), condenado al gulag, del que sería liberado solo tras la muerte de Stalin. De ese dolor saldrá su inmortal Réquiem.
El cerco se cierra. El 2 de mayo de 1938, cuatro años después de su primer arresto, es detenido de nuevo y condenado a un campo de trabajos forzados en Siberia. Muere de un infarto en un campo de traslado en las cercanías de Vladivostok.
Ósip Mandelstam nació en Varsovia en 1891, cuando Polonia pertenecía al Imperio Ruso. Enamoradizo, teatral, con un don innato para la música y el lenguaje, traductor del alemán (estudió en Heidelberg) y del francés (estudió en La Sorbona), Mandelstam fue niño prodigio que desde su primer libro (La piedra, 1913) pasó a formar parte del canon de la poesía rusa. Mandelstam pensaba que Occidente se sustentaba en el Mediterráneo, en las bodas entre el cristianismo y el imperio romano, y de ahí su interés por Armenia, comunicada por el mar Negro con ese mundo, caldero de la humanidad. Judío apóstata, de padre comerciante y madre maestra de piano, se bautizó para entrar a la universidad de San Petersburgo. Amante de Italia como epicentro de la cultura y de Dante como corazón de la poesía (escribió un libro sobre la Divina comedia, que recitaba de memoria), fue un poeta cuya vida quedó cifrada entre un epigrama y una oda.
Efectivamente: “Toda ejecución es para él un festejo”.
P.D. La vida literaria de Rusia fue destruida por la revolución, que sólo produjo un rastro de cenizas. Pienso en los azorados diarios de Ivan Bunin antes de exiliarse; en las memorias de los condenados que lograron sobrevivir para contarlo (Un mundo apartede Gustaw Herling, Relatos de Kolimáde Várlam Shalámov, El archipiélago Gulagde Alexander Solzhenitzyn); en los libros permitidos y luego condenados (La caballería rojade Isaak Bábel,El maestro y Margaritade Mijaíl Bulgakov, la poesía vanguardista de Vladimir Mayakovski); en los clásicos que debieron publicarse en el extranjero (Doctor Zhivagode Boris Pasternak, Vida y destinode Vasili Grossman) y en los libros que se publicaron décadas después, como el Réquiemde Ajmátova o los “cuadernos poéticos” de Ósip Mandelstam. De este corpus del dolor y la resistencia, no conocía las memorias de Nadiezhda Mandelstam, Contra toda esperanza, que he leído en estos días de confinamiento y con las que podido reconstruir los últimos años de la vida de su marido. Para un tirano de acero, una mujer de hierro. Qué vida. Qué talento. Qué perseverancia contra toda lógica. Ella misma merecería una entrada independiente de este blog. Espero volver al tema.
Estrujante crónica, Ricardo, del corpus de dolor y resistencia del singular poeta.
Una potente máquina de ecos tu texto, querido Ricardo. La vida de todos esos rusos en esa época es un derroche creativo y visceral, haciendo lo que es de cada quien para sobrevivir, bajo una atmósfera cada vez más adversa.
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Cuando conocí el Bucardón, esta apuesta de bar de amigos en la periferia del Centro de esta Ciudad de México, comandado con más sentido editorial que comercial, por Emiliano Becerril, así como por un grupo nutrido de agitadores culturales (citando a Gladys Palmera), no hacía más que recordarme al café del Perro Vagabundo, del que recientemente había leído ciertas memorias, en una publicación de León Placencia, donde a pesar de que el café producía esos encuentros formidables, también se asoma la crudeza del momento.
Tu pasión por estos escritores me me hace eco con la de Sergio Raúl Arroyo cuando hicimos una exposición pequeña pero íntima, llamada Rojos. Para celebrar el 100 aniversario de la Revolución Rusa. Sergio venía de haber hecho una enorme muestra en Bellas Artes sobre la llamada Vanguardia rusa, momento histórico, artístico que es piedra angular de movimientos que hacen olas hasta nuestros días.
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En mi lento aprendizaje de las cosas, de niño, los rusos para mí eran casi como marcianos, algo ajeno y lejano. En lo que miraba en televisión, desde la llegada a la Luna o los episodios de Combate o Mi bella genio, mi hermana Gabriela y sus amigos revolucionarios, me enseñarían muy pronto, que el imperio gringo se hacía presente como ideología dominante, con su American Way of Life, en muchas manifestaciones como esas y otras más graves como las historias en que combatían las Valdivia, vecinas de mi hermana en la Condesa, que participaban con los sandinistas en su guerra contra el imperio.
El enemigo estaba claro pues, era el vecino del norte y sus brazos extendidos por toda América Latina. Los rusos, y los chinos, eran diferentes a los mexicanos pero vestían todos iguales y sus oportunidades, supuestas conquistas revolucionarias, no me daba la imaginación para acomodar la falta de propiedad privada y la equidad social. De nuevo, un mundo raro. De los rusos, decía algún amiga de mi madre: “se comen a los niños”, de ahí lo alíen, supongo.
Fue hasta mis 16 años, cuando vi una película llamada “Moscú no cree en lágrimas”, que la veladura se corrió. De los rusos yo había construido unas figuras alíenadas, iguales, automatizadas hasta en los sentimientos. Pero lo poco que recuerdo de esa peli, fue que en realidad y pese a vestir igual y tener supuestamente las mismas oportunidades, no eran muy diferentes a todo mundo. Cada chica querían ser más atractivas que las otras, los chicos más populares eran los actores de telenovela, que con la misma maquinaria de promoción del American Way of Life el cine, la tele, la fama, aquí se reproducía bajo la distorsión revolucionaria, pero el resultado no era tan distinto.
Reconocer entonces que eran personas, no marcianos, no se comen a los niños y tienen las pasiones que cualquiera, fue develar la ceguera. De ahí el brinco fue a la empatía con El Maestro y Margarita, de Bulgakov. Una obra maestra que me hizo eco con el realismo mágico de 100 años de soledad. Y aunque situada antes de la película Moscú no cree en lágrimas y después del Perro vagabundo, Mijail me hizo sentir la potencia y originalidad de los rusos. Los sentí más cerca, más como yo.
Y después, llegaron para mí, algunos de estos primeros: los maestros en ese “perro origen” de cierta revolución, la de sentir y mirar.
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Ya me extendí y me desvié de solo agradecer la ignición de la flama por un buen momento de lectura. Gracias.
No conocía el blog pandémico y me está encantando. Un abrazo, Ricardo