Diario de la peste (44). Test de Turing

A oscuras por el mundo

—ciegos de luz obscena—

deletrean su espanto:

no soy un bot, apócope manco

no soy trol, hígado graso

no soy un trébol de cuatro arrobas.

Mudos de impotencia

gritan: “fuego, fuego”

en el gran teatro de los signos

escriben “al ladrón” 

en los muros sebosos 

de su zafia ortografía

(en su mundo binario

Ucello aún no descubre la perspectiva

por esos sus campanas replican 

verga con be de burro).

Son ecos vacíos, 

murmullos de silencio, 

esquirlas verbales,

sucesivos semáforos en rojo,

paralelas que se cruzan,

trolebús y trolebot,

en el coxis de la incongruencia.

Impávidos ante la redonda

circunstancia, asible, inexcusable

de una naranja y su círculo virtuoso

ajenos al regaliz y su tétrica dulzura

un arete arcaico y traslúcido

no germina en ellos ninguna semilla 

sólo flores de obsidiana:

su memorabilia erótica

es un orfeón de cortocircuitos.

Y todos los semestres

como fósiles universitarios 

—isótopos radiactivos de carbono catorce—

reprueban sistémicos 

el examen de Turing

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