Viajé a París a finales de junio del 2003 con la única finalidad de entrevistar a Jorge Semprún. No era algo tan extravagante como parece, ya que vivía en Madrid y trabajaba como director editorial de Letras Libres España. Un mundo extraño con vuelos baratos. Gracias a Guillermo Sheridan pude hospedarme de manera gratuita, así que aproveché esa suerte para llegar un día antes de mi cita y quedarme un par de noches adicionales. Al confirmar la entrevista por email me pidió estar puntual en su casa, en la célebre Rue de l’Université, a las once de la mañana. Llegué, por su puesto, con mucha antelación y recorrí distraídamente algunas manzanas alrededor de la casa. La calle parte de la torre Eiffel y recorre, paralela al Sena, casi tres kilómetros de la almendra de París, comunicando el séptimo distrito con el quinto, para desembocar en el corazón de Saint Germain des Près. Acerqué mi índice al timbre del departamento mirando fijamente la manecilla de mi reloj para pulsarlo exactamente las once de la mañana. Silencio sepulcral. Repetí la operación, con sangre fría, un par de veces. Luego, esperé un minuto. Y toqué de nuevo. Luego, a los tres minutos. Y nada. La portera no respondía. París, fiel a sus arquetipos. A las once y diez salió una vecina. La adrenalina hizo fluir mi francés, aprendido con disciplina, pero sin talento, en el IFAL de la calle Nazas. No sé por qué se apiadó de mí. Me explicó que Semprún ya no vivía ahí hacía varios años. Me dijo, en un susurro gutural, que se habían mudado en la misma calle. Y me dio el nuevo número. Habían sido amigos como vecinos, pero ya no se veían.
¿Por qué llevaba mal la dirección? Muy simple: cuando hablé a Tusquets, sus editores, para confirmar la dirección que teníamos en la revista, me dictaron la calle y el número por teléfono con la amistad y cortesía de siempre. Y al cotejarlo con el directorio de la revista (heredado del viejo directorio de Vuelta) no me percaté de la discrepancia en el número, pues coincidía el nombre de la calle. La nueva casa de Semprún estaba a más de doscientos números de distancia. Ahí aprendí que eso en París puede significar varios kilómetros. Al recorrer la primera cuadra y no avanzar la numeración más que en tres números empecé a preocuparme. Había tráfico y muchos semáforos rojos, así que tomar un taxi sería contraproducente. Y un tanto ridículo. Así que: piernas, para qué las quiero. No disfruté la belleza de la calle, ni los jardines de la Asamblea Nacional, ni los coquetos comercios, ni las olorosas panaderías que se sucedían a mi trote veloz. A las once y treinta y cinco toqué en casa de Semprún. Din-don.
Me abrió él mismo la puerta de su departamento. Su célebre mirada de hierro traspasó mi lóbulo ocular y me redujo a la calidad de intruso. Por fin entendí a los testigos de Jehová. Tengo la suerte de no sudar y de no sufrir estrés en casi ninguna situación. Mi saquito de Zara, que me puse en las escaleras, disimulaba bien las inéditas galaxias de mi sobaco, pero la cara literalmente goteaba. Tenía delante al nieto de Antonio Maura (presidente del consejo de ministro con Alfonso XIII), al sobrino de Miguel Maura (figura clave de la segunda república desde el bando conservador), al alumno del Liceo Henry IV en su exilio parisino, al resistente que soportó la tortura de la Gestapo al ser detenido, al deportado en Buchenwald, al militante comunista clandestino en la España de Franco, al ex ministro de cultura de Felipe González, al guionista de Alain Resnais y Costa-Gavras, al autor de El largo viaje y Autobiografía de Federico Sánchez. Un gigante de la cultura europea, un viejo amigo de Octavio Paz, un león disfrazado de león que aguardaba una palabra mía para decidir si me arrancaba la cabeza de un mordisco o dos.
—Perdona, Jorge, necesito pasar a tu baño un segundo antes de empezar la entrevista. ¿Dónde es?
Al menos, estaba ya dentro. Coloqué a buen resguardo la libreta, la grabadora y el libro que quería que me dedicara. Sólo faltaba que se mojaran. Me lavé las manos y la cara pausadamente. Frente al espejo del baño no pensé en La filosofía del tocadorde Sade. Y me repetí en silencio una frase que parecía extraída de un manual de autoayuda: “Tú puedes, Ricardo.”
La conversación, por supuesto, empezó tensa. Me advirtió que le quedaba poco tiempo. Después, todo fluyó. Había leído sus libros, así que estaba preparado. Logré una larga y pausada entrevista que se publicó en el número de septiembre de 2003 de Letras Libres dedicado a la naturaleza del mal. Pero siempre sentí que le faltaba algo a la introducción. Et voilà.
Posdata para el confinamiento:
En esa charla me dijo algo que ya había plasmado en La escritura o la vida:que el momento más intenso de su vida lo había pasado los domingos por la tarde en las letrinas de los barracones del campo de concentración. En este insólito lugar, contraviniendo las normas, se reunían los presos políticos españoles. Su existencia era frágil e insoportable y no podían hacer nada para cambiar esa realidad si querían sobrevivir. Ahí, en el único momento de descanso de la semana, en lugar de ahorrar energía en los camastros colectivos, se reunían a recitar las viejas canciones y los romances que había aprendido en la infancia y que se sabían de memoria. También poemas de Vallejo y Machado. Mirándome a los ojos, otra vez, con una fuerza y una profundidad como no he encontrado en otra mirada, sentenció: “La literatura me permitió escapar del infierno. La literatura me salvó la vida”.