Victor Klemperer vivió en cuatro eras geológicas distintas: nació en el imperio de Guillermo II, donde se formó como doctor en letras francesas, etapa que terminó como voluntario en las trincheras de la primera guerra mundial; trabajó como profesor de universidad en Dresde, su ciudad de adopción, durante la república de Weimar; sobrevivió al nazismo y murió como ciudadano de la República Democrática Alemana.
Judío de una familia liberal no creyente, Klemperer sufrió la humillación de las leyes de Núremberg, incluida la pérdida de su cátedra de doctor en letras, y fue confinado a una “casa de judíos”, pero evitó la deportación y la muerte por ser veterano de la primera guerra y estar casado con una alemana “aria” que no lo repudió (como hizo la mayoría). Se obligó, con inteligencia premonitoria, a llevar un diario clandestino desde el inicio del gobierno de Hitler, en febrero de 1933 hasta la capitulación alemana en mayo de 1945. Ese diario constituye, junto con las memorias del crítico literario Marcelo Reich-Ranicki y los diarios del dramaturgo rumano Mihail Sebastian, el mejor testimonio de la degradación del espíritu alemán y la concatenación de cobardía y fanatismo colectivos que precipitaron a Europa en la era de las tinieblas.
Los diarios de Klemperer incluyen muchas áreas de interés, desde la frívola fascinación que sentía por su automóvil hasta las profundas reflexiones como intérprete de la literatura francesa de la Ilustración. Notables, por su sinceridad, son las desavenencias matrimoniales con Eva, su admirable mujer, que le salvó la vida por el simple hecho de seguir considerándolo un ser humano tras la proclamación de las leyes que designaban a los judíos como una raza inferior o subhumana y, por lo tanto, un peligro para el pueblo alemán y su pureza de sangre. Particular interés tienen los sucesivos desencantos que enfrenta la pareja con los colegas de la universidad, los amigos e incluso el hijo de adopción; todos, contagiados de la peste parda, por intoxicación voluntaria o por miedo. Las degradaciones se van ampliando día a día y todo queda registrado. El primer e inexplicable rechazo editorial, la expulsión de las aulas, la vergüenza del primer día con la estrella de David en la solapa, las vejaciones en el transporte y la vía públicos, la extenuación del trabajo físico en una fábrica de cerillos y la lucha rabiosa por un mendrugo ante los estragos del hambre.
Su supervivencia está asociada a unos de los ignorados crímenes de la guerra, por haber sido cometido por los aliados, sobre los que escribió W.G. Sebald sin victimismo en La destrucción de todas las cosas. El 13 de febrero de 1945, Klemperer recibió la temible orden de presentarse al día siguiente para su “reubicación”. Ante la cercanía del frente ruso, las autoridades habían decidido cerrar la ultima “casa de los judíos” y liquidar a sus habitantes, últimos sobrevivientes de la próspera comunidad judía de Dresde antes de la guerra. Pero esa noche empezó el bombardeo de Dresde por los americanos (de día) y los ingleses (de noche) que por durante días seguidos redujeron a cenizas la ciudad sajona, asesinaron a miles de civiles y destruyeron la “Florencia del Elba”, con una justificación militar discutible. En el caos, Eva y Victor Klempeler lograron huir, falsificar sus papeles y confundirse en el río humano de refugiados para llegar con vida a la capitulación alemana y el fin de la guerra.
Pero dentro de los diarios de Klemperer, un tema recurrente es la preocupación por el lenguaje y el poder, la perversión del lenguaje en el Tercer Reich. Con la mirada entrenada de un experto filólogo, conocedor como pocos de los matices y vericuetos de la lengua alemana, Klemperer registró los usos idiomáticos del poder nazi y cómo las viejas palabras se van transformando hasta convertirse en una neolengua. El propio Klemperer extrajo estos pasajes, les dio forma y pulió para convertirlos en un libro autónomo, publicado en el lado alemán bajo ocupación soviética en 1946. Al año siguiente, cayó la censura sobre el bloque del este y el libro pasó desapercibido por lustros, hasta la muerte de Klemperer en 1960 y su redescubrimiento por Alemania Federal, primero, y por el resto de Europa, después. En español está publicado por Minúscula y lo he logrado volver a leer completo en estos días.
El título es LTI. La lengua del Tercer Reich. “LTI” es el título que usaba el propio Klemperer para ocultar estos pasajes, entre sus escasos papeles, de la mirada de los curiosos en las habitaciones colectivas de la “casa de los judíos” y de las intempestivas y violentas revisiones de la Gestapo. LTI es la sigla en latín de Lingua Tertii Imperii.
El mérito del libro es mayor si consideramos que no disponía de acceso a materiales de ningún tipo (aun así se las ingenia para revisar periódicos, robar novelas populares, himnos y canciones militares, libros de texto infantiles…); que escribía sus apuntes robándole horas al descanso tras horas de pie de trabajo esclavo en una fábrica (acabó la guerra con 64 años), y que de haber sido descubierto le habrían costado la vida.
Imposible resumir aquí todos los hallazgos de Klemperer. Me limito a señalar algunas de las líneas de transformación-perversión de la lengua alemana bajo la dictadura nazi:
– El uso y abuso del insulto para referirse a los opositores, la comunidad judía, los enemigos en la guerra.
– La inflamación de los adjetivos calificativos (todo era histórico e inmortal).
– La transformación de la palabra “fanático” en una virtud, cuando fue una palabra francesa que nació para repudiar a las personas incapaces de razonar.
– El uso del eufemismo para disimular las derrotas en el frente y las claves para entender el campo de signo en la guerra tras la derrota en Stalingrado.
– El uso de la tipografía gótica para realzar la germanidad.
– El cambio en los obituarios para relegar las fórmulas cristianas por el dogma nazi.
– Los superlativos para referirse a Hitler y sus esbirros.
– Las metáforas deportivas para fanfarronear de las rápidas victorias al principio de la guerra.
– La invasión de la lengua del Tercer Reich incluso en los ámbitos más ajenos, como el farmacéutico, el químico o el botánico.
– Las fórmulas biológicas para despreciar a los judíos.
– El abuso de las palabras héroe y heroico, que pasaron a significar, conforme los frentes se acercaban a Alemania, “muerto en combate” y “retirada”, respectivamente.
El libro también es un estudio de la credulidad humana y cómo la gente de verdad se intoxicó con estas palabras y cómo muchos, huyendo, rotas los frentes de guerra, aún esperaban que el 20 de abril de 1945, a doce días de la capitulación, por ser el cumpleaños del führer, la guerra daría un vuelco.
El libro, por ejemplo, explica cuándo reapareció el término “campo de concentración” que se había escuchado brevemente durante la guerra anglo-bóer a principios del siglo XX, cuando Klemperer era un niño. Entrada del 29 de octubre de 1933:
Y ahora reaparece de golpe y designa una institución alemana, una institución de tiempos de paz, dirigida sobre suelo europeo contra alemanes, una institución duradera y no una medida bélica provisional contra los enemigos. Creo que, en el futuro, cuando se pronuncie la palabra “campo de concentración”, se pensará en la Alemania de Hitler, única y exclusivamente en la Alemania de Hitler.
Los diarios son una historia del antisemitismo europeo, sus orígenes religiosos, su transformación política y el lugar central, único, que ocupaba en la “cosmovisión” (otra palabra de la que se burla Klemperer y que atribuye a los nazis su uso en las discusiones filosóficas) del nazismo:
Cuando se nombra a los odiados “judíos del Kremlin”, Trotski y Litvinov, se hablaba de Trotski-Bronstein y Litvitov-Finkelstein. Cuando se nombraba a Laguardia, el odiado alcalde de Nueva York, siempre se decía “el judío Laguardia.
Para las masas alemanas, antisemitismo y doctrina de la raza son sinónimos. Y la doctrina racial científica –o, más bien, seudocientífica– fundamenta y justifica todos los excesos y pretensiones de la soberbia nacionalsocialista, toda conquista, toda tiranía, toda crueldad y toda matanza.
El judío es el hombre más importante en el Estado de Hitler: es la cabeza de turco y el chivo expiatorio, el adversario más popular, el común denominador más evidente, el paréntesis más sólido en torno a los factores más diversos.
A las ciudades se les agregaba una frase con la finalidad de definir una peculiaridad. Así: “Múnich, ciudad del Movimiento” y “Núremberg, ciudad de los congresos del partido”.
Además, recoge muchas supersticiones (Dresde no será bombardeada porque unos moradores vieron en las nubes la figura de Federico, el Grande) y estudia cómo la lengua alemana se vuelve una lengua de la fe:
—No es cuestión de entender, hay que creer. El Führer no cederá. El Führer no puede ser derrotado y siempre ha encontrado un camino cuando otros creían que no había salida […]. Yo creo en el Führer.
Establece el vínculo entre romanticismo alemán y nazismo: “La terrible acusación se mantiene con razón, a pesar de todos los valores creados por el romanticismo […] La característica determinante de la corriente espiritual más alemana se llama: ausencia de límites”.
Y aquí paro, el libro es infinito. Y perturbadora su vigencia. Orwell supo de la lengua y el horror político. ¿Qué otra cosa es 1984, si no? Mas aún si se piensa que detrás de la lengua se enmascaran las enfermas personas que la crearon.
(Guardando todas las proporciones, ¿quién sería el filólogo que esté llevando la cuenta de las palabras de la Cuarta Transformación, su líder verborreico y sus cotorras acomodaticias? Le regalo el título: LQT. La lengua de la Cuarta Transformación. Lingua Quartae Transformationis, si no he olvidado mis lecciones de latín de la carrera.)