Es necesario ser desconfiados con quienes buscan convencernos con instrumentos distintos de la razón, es decir, de los líderes carismáticos: debemos ser cautos al delegar en otros nuestros juicios y nuestra voluntad. Ya que es difícil distinguir los profetas verdaderos de los falsos, mejor sospechar de todos los profetas; es mejor renunciar a las verdades reveladas, aunque nos exalten por su simplicidad y su esplendor, aunque las encontremos cómodas porque se adquieren gratis. Es mejor concentrarse en otras verdades más modestas y menos fáciles, aquellas que se conquistan fatigosamente, de a poco y sin atajos, con el estudio, la discusión y el razonamiento y que pueden ser verificadas y demostradas.
La cita es de Primo Levi, en el epílogo que escribió en 1976 para Si esto es un hombre. Levi es, para mí, el escritor más importante del siglo XX. Dejó testimonio del crimen más horrendo que la humanidad ha perpetrado contra sí misma y lo hizo desde la mejor estrategia literaria posible: no adornar el horror, narrarlo desde la óptica del científico que era.
No basta leer Si esto es un hombrepara entender toda la maquinaria que hizo posible la solución final, el eufemismo con que los nazis enmascararon el exterminio de los judíos europeos (seis millones de seres humanos, incluidos millón y medio de niños). Pero basta este libro para entender el mecanismo de obediencia debida de los funcionarios, militares y miembros del partido y la ceguera voluntaria de la sociedad que hizo posible los delirios maniacos de un artista fracasado y su corte de los milagros.
Si esto es un hombrefue rechazado en la inmediata posguerra. Y publicado marginalmente, sin éxito ninguno. Europa quizá necesitaba olvidar para poder reconstruirse, pero cuando lo publicó de nuevo Einaudi, en 1958, se volvió una referencia obligada. En los setenta el verdadero miedo de Levi es que no se entendiera que esa experiencia la cometieron seres humanos comunes y corrientes y que podía repetirse, revestida de otros ropajes:
Es necesario recordar que estos fieles, y entre éstos, los diligentes ejecutores de órdenes inhumanas, no eran esbirros de nacimiento, no eran (salvo pocas excepciones) monstruos: eran hombres comunes. Los monstruos existen, pero son demasiados pocos para ser verdaderamente peligrosos; son más peligrosos los hombres comunes, los funcionarios dispuestos a creer y a obedecer sin discutir…
Por ello, dedicó parte de su tiempo y esfuerzo a presentarse ante diversos auditorios a contar su historia y alertar al mundo de las posibles metamorfosis del discurso fascista en Europa y en el mundo, cómo detectarlo y combatirlo. La desesperación por que la gente entendiera los mecanismos del mal es especialmente patente en su último libro, Los hundidos y los salvados. Un año después, se arrojaba por el hueco de las escaleras de su casa en Turín. Cómo se extraña su voz, serena y firme, sin odio, pero también sin perdón, en estos días. Estas fueron sus últimas palabras escritas:
Debe quedar bien claro que los responsables, en grado menor o mayor, fueron todos [los miembros del partido nazi], pero que detrás de su responsabilidad está la de la gran mayoría de alemanes, que al principio aceptaron, por pereza mental, por cálculo miope, por estupidez, por orgullo nacional, las ‘grandes palabras’ del cabo Hitler, lo siguieron mientras la fortuna y la falta de escrúpulos lo favoreció, fueron arrollados por su caída, se afligieron por los lutos, la miseria y el remordimiento, y fueron rehabilitados pocos años más tarde por un juego político vergonzoso.
—¡Contundente!