Diario de la peste (35) ¿Herederos de los mexicas?

En Hotel nómada, Cees Nooteboom narra sus impresiones de la sala mexica del Museo de Antropología de la Ciudad de México. La tensión narrativa del texto radica justamente en la sorpresa, casi diría el pasmo, de un europeo ante el esplendor hierático de una cultura ajena a su sensibilidad y sus cánones, lo mismo artísticos que morales. Y eso que quien escribe no es un restaurador de frescos renacentistas, sino un viajero capaz de trasladarse durante un fin de semana a Gambia por simple despecho ante el representante aduanal de Mauritania, que le niega el visado.

La saga histórica de los mexicas es impresionante. De ser una oprimida tribu en las lindes de Aridoamérica hasta convertirse en la cabeza de un imperio en el corazón de la civilizada Mesoamérica, el transcurrir de los mexicas en sólo dos siglos es puro vértigo condensado, con dos escalas importantes: la apropiación de las claves de la refinada cultura mesoamericana y la construcción de la poderosa ciudad-Estado de Tenochtitlan sobre un peñón insalubre y olvidado en la orilla de un inmenso lago, habitado en sus riberas por poderosos pueblos y señoríos. Y si fueron grandes para vencer, también lo fueron en la derrota. Para Hugh Thomas, la toma de Tenochtitlan por Cortés y sus aliados indígenas (que se sumaron a los peninsulares para escapar del yugo mexica) establece una verdadera cadena de singularidades históricas. Nunca con anterioridad dos civilizaciones se habían ignorado la una a la otra hasta el momento de encontrarse, para luego combatirse ferozmente y terminar amalgamándose (sincretismo cultural y mestizaje étnico) en una nueva cultura. Estos hechos son tan sorprendentes que le sirvieron a Hugo Hiriart, en La destrucción de todas las cosas, para volver a contar la historia de la conquista como si se tratara de una invasión extraterrestre. 

Como ocurre en todo imperio, un arma poderosa al servicio de los tlatoanis fue la manipulación histórica, la reconstrucción de su pasado, en un relato distinto al arduo ascenso en la pirámide del poder en Mesoamérica, trufado de alianzas dinásticas, guerras y traiciones. Dicha sublimación mítica hizo de una tribu exógena, los herederos de la cultura tolteca y, por lo tanto, del legado civilizador de Quetzalcóatl. Y de su anónimo y duro deambular, un proceso de predestinación, metamorfoseado el árido peñón de la llegada en el lugar señalado por el dios tutelar Huitzilopochtli (“colibrí izquierdo”), desde donde ese “pueblo elegido” iba a construir su imperio. 

Lo sorprendente de nuestro país noes que esa señal dada por Huichilobos—como lo nombraba Vasconcelos recordando a los cronistas de Indias—, que anuncia la fundación del imperio (el lugar donde un águila, sobre un nopal, devora a una serpiente) sea hoy el escudo nacional. Así pasa con los símbolos y emblemas, que borran su base fáctica para convertirse en otra cosa. Ningún cristiano piensa, al ver la Cruz, en el método común de ejecución de los romanos. Para Carl Jung, los seres humanos nos relacionamos con arquetipos universales. El escudo no es mexica solamente: una deidad superior, aérea, devora a una deidad inferior, terrenal, hasta confundirse con ella. ¿No es el dragón una serpiente alada? 

Lo sorprendente es que México, país occidental y cristiano en su mayoría, disfrute de la extraña sensación de pertenencia a una cultura frente a la que es ajeno en todo lo verdadero, aunque los capitalinos habitemos sobre sus ruinas. A los mexicanos, por gracia y obra del proyecto educativo de la revolución, nos parece normal sentirnos cómodos en la piel de Xipe Totec, “el gran desollado”, y llamarnos hermanos de Coatlicue, “la gran decapitada”. Nos identificamos con unos dioses que son polvo de la historia y que si renacieran de su letargo serían tan aterradores y perturbadores como insoportables a nuestra sensibilidad. Por esta falsa familiaridad, hemos perdido la capacidad de asombro, y nos asombra que asombre lo que a nosotros simplemente nos parece normal, aunque sea bajo premisas falsas. 

Por supuesto no me refiero a los logros objetivos —artísticos, arquitectónicos, astronómicos o aritméticos— de las diversas civilizaciones del caldero mesoamericano (incluidos los mexicas), ni a su legado culinario, lingüístico y étnico, que por fortuna perdura hasta nuestros días, sino al olvido tramposo del terror mexica, a su sanguinaria visión del mundo, a su implacable estructura jerárquica, con la divisa de los sacrificios humanos como máxima cláusula ideológica. Y esto es justamente lo que fascina de esta cultura allende nuestras fronteras: más allá de la belleza de un tocado de plumas, un perro de obsidiana o una estela funeraria, subyace el estupor de saber que todo ese tejido social estaba basado en el puñal de obsidiana que arranca de cuajo el corazón aún palpitante de la víctima en turno.

La cultura mexica murió bajo el hierro de los conquistadores y la sublevación de los pueblos oprimidos. Pero sobre todo murió bajo el celo evangelizador de los monjes franciscanos (y después dominicos, mercedarios, agustinos y jesuitas) que estremecieron a los herederos de los vencidos, en su propia lengua muchas veces, al decirles que Dios se hizo hombre para sacrificarse por los seres humanos y no al revés. De la asimilación de este cambio nace México.

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