En nuestra vida de niños mexicanos había una excepción a los plácidos inviernos: la nieve del abuelo. Hijo de ricos ganaderos de un pueblo de Soria que ya no existe, quinientas casas señoriales abandonadas a su suerte en la meseta castellana, secretamente orgullosas todavía de los blasones que penden indestructibles al viento de sus fachadas, el recuerdo del frío incendiaba sus conversaciones. Su vida puede ser leída como una constante huida climática: de Soria a Córdoba, en Andalucía, donde se casó con ese torbellino de problemas, chismes, garbo, gracias, odios, generosidades tipo mafia y dolores que en vida llamábamos la abuela, y de ahí a la Ciudad de México, hebilla del Eje Volcánico y en aquel entonces una suerte de paraíso en la tierra, la región más transparente del aire. En aquel entonces.
La primera nevada los sorprendía en la Fiesta del Pilar, el 12 de octubre. Puntual, cada año igual al otro y la misma sorpresa: ¡qué pronto empezó el invierno este año!, como si los deseos de tener otoño pasaran de generación en generación y la mejor manera de afrontar lo inevitable fuera sorprenderse. Y el sayo tatuado al cuerpo hasta bien entrado junio. Clima para curtir jamones, clima de quesos en conserva, de nueces y avellanas. Clima de los mil demonios y las siete puertas del infierno. Un cuchillo de pedernal del que nacen nueve estalactitas: enero y febrero las más afiladas. Y entre lobos y álamos, el hilo narrativo del abuelo parecía un monólogo sobre el catarro y la gripe, un tratado de las narices congestionadas, una encendida encíclica contra lejanas y fantasmales tías, siempre de luto en velorios bajo cero. Y nieve, mucha nieve. Nieve cordero, nieve Duero, nieve entre los huesos y nieve en la mirada. Nieve que te quiero nieve. Nieve abril y nieve dos de mayo.
Y nosotros, con cada vez más frío, escuchábamos al abuelo con los ojos desorbitados, típicos de una infancia en traje de baño y largas tardes de alberca, tiritando, entre buganvilias y jacarandas en flor, lluvia morada del Altiplano, con nostalgia por el sol, pese a tenerlo literalmente al alcance de la mano.