La democracia enfrenta el mayor desafío de su historia. Sus enemigos, que antes la combatían fuera de sus valores, ahora usan sus mecanismos para acceder al poder de manera legítima y desde ahí vulnerarla. El fenómeno, que no es de izquierda ni de derecha, recorre de norte a sur y de este a oeste el mundo (Trump, Bolsonaro, Boris Johnson, Putin, Viktor Orbán, Andrés Manuel López Obrador…) se basa en la destrucción (o desnaturalización) de instituciones, la neutralización de los contrapesos (sociales, económicos, políticos, mediáticos) y en la polarización de las sociedades (la dialéctica del amigo-enemigo de Carl Smith, ideólogo del nazismo reconvertido por la academia de los sesenta en un pensador respetable).
Parte de este desastre tiene que ver con el descrédito de la ciencia. El debate informado debe incluir las ideas científicas, y la separación entre intelectualidad y mundo científico ha traído como consecuencia el regreso de la irracionalidad y el pensamiento mágico, con funestas consecuencias como vemos en el manejo político-mediático (no científico-médico) de la pandemia.
La crisis de los periódicos en papel, surgida a partir de internet, es hoy una crisis del periodismo. Las redes sociales rompieron la baraja del oficio tradicional (selección, contextualización, jerarquización), y sembraron en la audiencia la idea de que todo es lo mismo. Ese contexto abonó el terreno para las llamadas fake news y la era de la post-verdad. Ecosistema que favorece a los políticos sin escrúpulos.
Ante el clima de miedo inducido por los populistas, la gente tiende a refugiarse en su tribu afectiva. De ahí el resurgir del nacionalismo, pese a ser el componente más tóxico y el conjunto de ideas que peor soporta un análisis riguroso. O en las amplias enaguas de los líderes carismáticos y sus soluciones simples a problemas complejos, que sólo agravan.
Frente a esto, una parte del pensamiento intelectual (antes cabeza de la resistencia) ha desviado su energía creativa en acompañar acríticamente el surgimiento de nuevas ideologías, que parten de legítimas y nobles intenciones (igualdad entre sexos, la protección del medioambiente) para fosilizarlas y convertirlas en tótems irracionales. Este es el caso del feminismo radical, que vulnera la igualdad ante la ley y la presunción de inocencia con la complicidad o el miedo de la mayoría (hombres y mujeres, por supuesto). Esto, además, desvía la discusión de temas más apremiantes: por ejemplo, la legalización de las drogas como antídoto a la violencia criminal.
Las universidades no solo se han vuelto recintos puritanos donde empieza a haber temas y autores vetados, sino que la capacidad de generar conocimiento se ve limitada por las exigencias del academicismo (conocimiento vacío, en lenguaje sólo para iniciados, ajeno a la realidad y con un aparato de citas y referencias circulares) y porque el miedo a la disidencia se vuelve instinto de supervivencia y complicidad tácita.
George Orwell pensaba, con razón, que la perversión de la política estaba vinculada a la perversión del lenguaje. Devolvámosle la “claridad a las palabras”, como pedía Octavio Paz, y discutamos cómo salir de este laberinto, no de la soledad, pero sí del prefijo “i” de negación: i-letrado, i-liberal e i-rresponsable.