Diario de la peste (26). El caso Moro hoy.

Leonardo Sciascia, al que descubrí en una compra desesperada al quedarme sin lectura antes de un vuelo trasatlántico (de la que ya di cuenta), se volvió desde entonces un autor de cabecera. Y de no pocas conversaciones en los cafés de la Condesa con Federico Campbell, para quien México estaba cada vez más cerca de la Sicilia postrada ante la mafia que denuncia Sciascia en sus novelas. Campbell había mantenido correspondencia con Sciascia, lo había entrevistado en su casa de Racalmuto y tenía un libro pionero sobre el autor italiano (La memoria de Sciascia). A Campbell le interesaba el apóstata, que había renunciado al Partido Comunista Italiano por congruencia con su defensa de la libertad, y el líder moral, que nunca idealizó el bajo mundo de la Cosa Nostra, ni sus supuestos códigos de honor.

Creo que he leído todos o casi todos los libros de Sciascia al español, lo que incluye muchas novelas policiacas, un par de libros de cuentos y un curioso libro de viajes (Horas de España). Por cierto, la cultura literaria de Sciascia tenía una fuerte predilección por los autores clásicos españoles, en particular por Cervantes y Calderón, y también, quizá gracias a las sugerencias de Campbell, conocía ciertos clásicos mexicanos, como Martín Luis Guzmán, al que cita en más de una ocasión. Pero mis predilectos son dos libros donde la realidad pesa más que la ficción: La desaparición de MajoranaEl caso Moro. En el caso del primer título, la tesis de Sciascia es que Majorana, el físico italiano, no se suicidó, en 1938, como todo mundo afirma, por desórdenes de genio loco, sino porque se dio cuenta de que sus trabajos podían desembocar en la bomba atómica para Mussolini.

Me gusta la brevedad de sus novelas. Sciascia trabajaba todo el año en Roma. Primero como periodista, luego como político (después del Partido Comunista, fue diputado independiente por el Partido Radical), pero nunca perdonaba el largo verano en su tierra natal. Y ahí, encerrado tras los gruesos muros de su casa familiar en Sicilia, se encerraba a escribir, a redactar, la historia que había trabajado, en apuntes e investigación, a lo largo del año. Libros condensados, inteligentes, pero de fácil lectura, hijos de la luz del Mediterráneo. Una obra amplia, de muchos libros breves, escritos en su mayoría en la madurez, pura condensación de sabiduría vital, como su paisano Andrea Camilleri.

A Sciascia le desespera la complicidad del siciliano común con la ilegalidad y, por extensión, con el crimen. Su obra, a diferencia de la de Mario Puzo, por ejemplo, es un alegato contra la sublimación artística de la violencia criminal. Su obra es un grito en la plaza pública contra la omertá o ley del silencio. Y una muestra que, desde la literatura, para colmo de género, se puede comprender el fondo de un asunto social delicado, y tomar una postura ética ante el mal de su tiempo. Sciascia, desde luego, no limitó su lucha a las novelas de verano, sino que la llevó a las páginas de los diarios, con reportajes de investigación, y a la tribuna del congreso, con denuncias e iniciativas de toda índole. Y todo desde esa especie de serenidad del que ha convivido con el siroco de cerca por lustros. Sciascia fue un rígido impugnador de la corrupción política italiana y de esa dejadez, casi de orgullo idiosincrático italiano, de hacer las cosas sin cuidado, desde los trenes que salen tarde hasta los asesinatos que no se resuelven. Cose nostre, dicen los italianos, exculpándose de los pequeños desastres, “nuestras cosas”, sin darse cuenta la afinidad semántica con la cosa nostra

Leonardo Sciascia es a la mafia lo que Fernando Savater ha sido ante ETA: alguien que no acepta la inevitabilidad de la opresión ni la inercia de las cosas dadas. Ni Savater ni Sciascia saben voltear para el otro lado, como hacemos la mayoría por comodidad, miedo o complicidad involuntaria ante situaciones que nos rebasan.

El caso Moro es un libro triple. Por un lado, es una interpretación de las cartas que Aldo Moro mandó, durante su cautiverio por las Brigadas Rojas, a familiares y políticos (una lectura hecha en el verano de 1978, solos meses después del secuestro y asesinato de Moro); por otra, es una apretada cronología de los hechos, y por último, el informe de la comisión parlamentaria de investigación que presentó el diputado Sciascia al Congreso de la República italiana, en 1982, con los errores policiacos que impidieron, pese al gran despliegue y las múltiples pistas, dar con el paradero de Moro y liberarlo. Las tres partes encajan en la mente del lector y le permiten tener una visión amplia del secuestro y asesinato del líder de la Democracia Cristiana.

Sciascia parece ser el único en Italia que se toma en serio las cartas de Moro. Sus compañeros de la política decidieron que las escribía un hombre enajenado por el cautiverio, sin libre albedrío y no dueño de sí. Y las ignoraron. Moro lo que quiere es muy simple. Algo que además ya había defendido antes en su vida política: que se establezcan negociaciones para liberarlo. El fin supremo de la política es salvar vidas, piensa Moro, y es además la razón de ser de un buen católico. Pero el estamento político, con la excepción del socialista Craxi, se niega ceder al chantaje terrorista. Para Sciacia, las misivas de Moro desde la “prisión del pueblo” son lúcidas y claras. Y tienen, además de su fin explícito, dos intenciones ocultas: una, ganar tiempo para que la policía lo rescate, y la otra, vencer la censura de sus captores y dar claves de su paradero. Ahí, el genio filológico de Sciascia se vuelve más agudo que nunca y demuestra cómo algunas expresiones y aparentes incongruencias de las cartas de Moro son para decir que sigue en Roma, contra lo que pensaba la policía, que está retenido en un edificio de departamento habitado por muchos vecinos, probablemente en un sótano, y que este lugar no lo tiene la policía en sus registros. Reto a cualquiera a no emocionarse con esta posible interpretación.

Al final, el baile de muerte estaba sellado: los políticos no querían renunciar a la razón de Estado y negociar con los terroristas; y las Brigadas Rojas, intoxicadas de absoluto, ya habían decretado, desde el altar de su superioridad moral, en una farsa de juicio, que Moro era culpable y debía morir ejecutado por representar los males de la república burguesa. Una tragedia griega escenificada en Roma con la complicidad del Vaticano, la clase política y la prensa. Por eso, Moro pide, como última voluntad, un funeral privado, sólo con la familia.

Aldo Moro era, junto con Andreotti, la figura clave de la política italiana de posguerra. Fue dos veces primer ministro y era presidente del partido mayoritario cuando fue secuestrado. Además, el día de su secuestro iba rumbo al parlamento a presenciar, tras muchas horas de negociación y encuentros secretos que él encabezaba, un pacto de gobierno con el Partido Comunista, el famoso “acuerdo histórico”. El Partido Comunista, segunda fuerza, formaba parte del arco constitucional o parlamentario (y de sus consensos), a diferencia de los grupos y grupúsculos de extrema izquierda que propugnaban la vía armada para la toma del poder. Uno de ellos lo encabezó hasta su muerte, en un fallido atentado contra la red del tendido eléctrico de Milán, el filántropo y editor Feltrinelli. El otro eran las Brigadas Rojas, que llevaban para ese año ya casi una década de atormentar la endeble democracia italiana con atentados, secuestros, robos y demás acciones “revolucionarias”. Ambos grupos de inspiración latinoamericana, el de Feltrinelli en la teoría del foco guerrillero de Fidel Castro y el Che Guevara y las Brigadas Rojas, en los tupamaros del Uruguay. Eran esos, justamente, los años de estudiante universitario, en la politizada facultad de Ciencias Políticas de la UNAM, de Andrés Manuel López Obrador. Pero de eso me ocuparé en otra entrada. El tema tiene interés para mí hoy en México por dos motivos. Uno, por la increíble pervivencia del comunismo en la política democrática, cuando todos sus resultados han sido, ahí donde triunfa y gobierna, catastróficos y liberticidas. Y otro, por la desesperación de un hombre cautivo que encuentra en la escritura una última forma de resistencia. Los hechos, además, coinciden con el previsible calendario del covid-19: van del 16 de marzo, cuando es secuestrado en la Via Fani de Roma, al 9 de mayo, cuando es encontrado su cuerpo en el maletero de un Renault 4, color amaranto. Primavera roja, primavera vírica. 

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