La búsquedaes el documental sobre la vida de Paco de Lucía que le hacen sus hijos mayores. Tiene inevitablemente esa cosa aséptica de los hijos de no hablar de sexo delante de los padres (sobre todo si se trata del sexo de los padres). Fuera de ese detalle, es un documento extraordinario. Ahí, Paco de Lucía recuerda cuándo y cómo descubrió a Camarón de la Isla. Dice que lo había ya escuchado cantar en un estudio de grabación en Madrid, cuando era un joven delante de su primer trabajo. Dice que le gustó, claro, pero que no le sorprendió. Copiaba demasiado el estilo ¿de Marchena? Ya no me acuerdo. Unas semanas después se lo encuentra en una juerga en Jerez de la Frontera. Y casi entrado el amanecer, le dice Camarón que vayan a ver a las gitanas recién levantadas (qué frase, por cierto). Y llegan a un patio que es una romería, con palmas, cante y guitarras. Ahí Camarón, rojo lava al alba, abre la boca y se pone a cantar. Y entonces sí, Paco de Lucía, el genio de la guitarra, el hijo de la portuguesa Lucía, descubre a Camarón de la Isla, el genio de San Fernando. El flamenco es tiempo y respiración. El tiempo de Paco, la respiración de Camarón.
Arcadi Espada es el hombre más sagaz de España, blasón que lleva sin modestia. Es odiado e incomprendido. Pero su obra es indispensable, como testigo y como protagonista. Sin sus hazañas (periodísticas, docentes, intelectuales y partidistas), el nacionalismo catalán quizá campearía a sus anchas en una angosta España y una Cataluña infernal. Él también podría ser el autor del libro de Kolakowski Por qué tengo razón en todo. Cuando uno está en desacuerdo con él, duele y mortifica esa sana gota de discrepancia.
En el año de 2007, tras años de publicarlo en Letras Libresy de tratarlo no tan asiduamente como uno quisiera, nos avisó Diego Salazar de que Arcadi y familia (Patricia y las entonces niñas Helena y María) estaban en Riotinto. Nosotros estábamos en Punta Umbría, el locus amoenusde Yaiza. Y nos coordinamos para vernos. Primero en una cena en el desaparecido El Paraíso, en el Portil, sobre la carretera antes de llegar a la playa. Ahí, el camarero nos ofreció una ración de langostinos del río Piedras, la perla de la carta. El precio estaba a la altura del escalafón. Cuando ordenamos, sin aspavientos ni euforia, la segunda ración, la amistad quedaba sellada. La grandeza que solo da el hambre de generaciones y la vida al límite. A mi trabajo acudo, con mi dinero pago, ésa es la verdadera ética común.
Luego, una noche en el hotel Santa Bárbara de Riotinto. Visitamos la Corta Atalaya, clandestinos los seis; nadamos en el club de los ingleses; comimos en el restaurante Casas, a los pies de la Gruta de las Maravillas de Aracena, un jamón cuyo olor aún me acompaña cuando me aliso el blanco bigote de la cuarentena. Pero lo mejor fue la noche entre whiskies, mientras un zorro casi domesticado nos vigilaba a imprudente distancia. Ahí, el gran alegato de Espada contra la ficción fue desarmando mis argumentos. Usé a Proust como una madalena, usé mi cartuja de Parma contra el invicto ejército de Napoleón. Incluso rebusqué en el arsenal mexicano, cuya universalidad aún no ha sido descubierta por el resto del mundo. Ahí, escuchándolo, histriónico, exagerado, enojado incluso, salió la voz gutural, cavernosa, de Camarón de la Isla. Y entendí por qué mi mujer lo ama sin necesidad de ocultarlo. La imbatible belleza de la inteligencia.
Hoy, con la crónica de su huida en mitad del confinamiento obligatorio, con la patente de corso del periodismo, Espada vuelve a brillar: todos vamos en ese húmedo Peugeot rumbo a Madrid, que resiste incrédula el embate del populismo. Por cierto, él es pionero de otro moderno “Diario de la peste” (que casualmente empezó en México). Se refería, claro, a la pandemia del catalanismo, al que ahora deberíamos sumar el tercermundismo latinoamericano de Podemos. Contra ambos virus, el simbólico y el real, el timbre de su inusitada voz de sulfato de cobre.
Yo no soy Paco de Lucía, por supuesto, pero esa es otra historia.