Diario de la peste (24). Narcisismo y poder.

El problema de glosar cualquier mito griego es que todo está conectado y cualquier mención (una diosa, un héroe, una ninfa) te lleva a otra y al final tienes que citar a Hesíodo entero para darte a entender. Por eso, en los tratados (pienso en el canadiense formado en Oxford H.J. Rose o en su discípulo Robin Hard) los mismos “personajes” aparecen y desaparecen a lo largo de toda la obra. Quien logró salir de esa madeja de miles de hilos entrelazados con una visión más narrativa fue Robert Graves, que además de erudito en los mitos griegos (y hebreos) era poeta y novelista. En cualquier caso, entrar a la mitología griega es como entrar a El jardín de las deliciasde El Bosco, con una peculiaridad: cada noche los personajes del cuadro se dan la vuelta e interactúan con otros distintos. 

De ese bosque infinito, Sigmund Freud tuvo la clarividencia para proyectar algunos temas y personajes griegos (conocimiento común de los europeos antes de la primera guerra mundial) como emblemas, símbolos de lo que iba descubriendo en sus indagaciones sobre la personalidad humana. Los miles de casos clínicos que atendió (con hipnosis, interpretación de los sueños y otros artilugios casi de mago) lo llevaron a encontrar una suerte de mínimo común denominador en la formación de toda persona, los parámetros de normalidad funcional (siempre relativa) y un método clínico de terapia (el psicoanálisis). Y aunque su teoría ha encontrado severos reparos (en nada le ayudaron a su vigencia los delirios de algunos de sus seguidores) desde la psiquiatría y la neurología (en las que se formó, por cierto), muchas de sus teorías son el lenguaje común en el que los profanos hablamos de temas de psicología. Por ejemplo, de Narciso y del narcisismo.

El joven Narciso, hijo del dios del río Cefiso y de la ninfa Leiriope (a la que viola), era hermoso y deseado intensamente por hombres, mujeres, ninfas y sátiros de toda laya y condición, pero él era frío y arrogante; se sentía tan superior a todos que no podía amar a nadie que no fuera a sí mismo. La ninfa Eco (que ya había sido castigada por Hera a perder el don del lenguaje y sólo repetir los sonidos por haberla distraído con su charla y así ayudar a escapar a las otras ninfas que había retozado alegremente con Zeus) se enamoró de Narciso en un claro del bosque e intentó atraerlo repitiendo los armónicos de la naturaleza (Eco está vinculada al dios Pan y éste, a Dioniso…), pero Narciso previsiblemente la rechaza también. En venganza, la diosa Némesis le juega un cruel ardid: lo lleva a un estanque. Al verse reflejado en el agua, Narciso queda enamorada de sí mismo, hechizado de su belleza, y al tratar de alcanzarse, se ahoga. Para Ovidio, sabio romano y cruel intérprete de los mitos griegos, Narciso en el submundo de Hades sigue enamorado de sí mismo, contemplándose sin fin en la laguna Estigia.

El narcisismo sano es una etapa temprana en el desarrollo de la personalidad del niño cuando adquiere consciencia de su existencia, pero piensa, no sin cierta razón, que todo gira alrededor de él o es una extensión de su propio cuerpo, incluida la magnífica teta materna, fuente de todos sus deseos. Esta etapa termina pronto, y da pie al descubrimiento de que existen otras personas (pequeño detalle) y el marco de relaciones que se pueden y deben establecer con ellas. Las personas que no superan de verdad esta etapa sufren del “trastorno de la personalidad narcisista”, que la Clínica Mayo define así:

“El trastorno de personalidad narcisista (uno de varios tipos de trastornos de la personalidad) es un trastorno mental en el cual las personas tienen un sentido desmesurado de su propia importancia, una necesidad profunda de atención excesiva y admiración, relaciones conflictivas y una carencia de empatía por los demás. Sin embargo, detrás de esta máscara de seguridad extrema, hay una autoestima frágil que es vulnerable a la crítica más leve.”

Lo interesante en el caso de Sigmund Freud fue que no sólo sintetizó esta etapa humana del desarrollo humano, más o menos aceptada por legos y profanos, psicólogos y psiquiatras, sino que estudió un caso concreto de ésta cuando se transforma en dolencia, relativamente común (en diversas escalas) entre políticos y artistas. Se trata de El Presidente Thomas Woodrow Wilson. Un estudio psicológico, uno de sus libros menos conocidos y estudiados. Publicado en 1932, el libro contó con la inestimable ayuda de William C. Bullitt, quien había trabajado con Woodrow Wilson por muchos lustros y conocía de cerca la compleja personalidad del presidente de los Estados Unidos.

El libro no es un estudio clínico en rigor, ya que el presidente Woodrow Wilson no fue paciente del doctor Freud, obviamente. Por ello, es más una aproximación al perfil psicológico a través de las informaciones conocidas de este personaje público, las múltiples biografías escritas sobre él y la información concreta que aportada un testigo de tantos años como fue Bullitt, lo que le valió ser considerado como coautor del estudio.

A ambos autores les obsesionaba Woodrow Wilson por una razón vital y política. Porque ven en su debilidad, e incluso colapso, la razón por la que se frustró el sueño de una paz justa tras la primera guerra mundial. Para Freud-Bullitt, la responsabilidad de Woodrow Wilson en la firma del tratado de Versalles es absoluta. Y las razones son de orden psicológico. Con la simple argucia de hacerle creer que todo era producto de su genio y sus ideas originales, alabando su vanidad sin freno y aprovechando su debilidad profunda (todo narcisista esconde en realidad un complejo de inferioridad directamente proporcional su aparente superioridad), Clemenceau, Lloyd George y el primer ministro italiano Vittorio Emanuele Orlando forzaron a Woodrow Wilson a aceptar y defender un tratado que era lo opuesto a lo que él originalmente había planteado. Tras la firma, por cierto, Woodrow Wilson no volvió a ser el mismo. Sus dolencias e incapacidades se acrecentaron y murió en 1924 en medio de sufrimientos y paranoias indescriptibles.

Para lograr la paz, Woodrow Wilson había lanzado su famosa propuesta de los catorce puntos, una de las razones de la aceptación del armisticio por parte de los imperios del centro (otra, claro, fue el fracaso en la ofensiva de Kaiserschlacht, diseñada por Erich Ludendorff para terminar la guerra con una victoria y que acabó precipitando la derrota alemana). La Sociedad de Naciones fuerte y con atribuciones que había diseñado se volvió casi un senado decorativo de buenas intenciones (Lodge y la política interna le jugaron en contra), y la promesa de un acuerdo entre todos se volvió un cónclave entre tres líderes en exclusiva: Clemenceau, Lloyd George y Woodrow Wilson. Versalles fue un tratado injusto, que traicionó los postulados del plan original. Alsacia y Lorena regresaron a Francia, junto a con la administración de facto de El Sarre. Alemania perdió sus colonias africanas, que pasaron a manos de los ingleses; además, se vio obligada a unas reparaciones que arruinaron su economía y precipitaron el fracaso de la República de Weimar. Versalles fue el tóxico brebaje con el que Hitler y los nazis envenenaron a las masas alemanas.

La moraleja del libro de Freud-Bullitt, un alegato contra los líderes narcisistas, es clara: las decisiones que toman estos personajes (por rechazo a ser contradichos, por fatuidad o miedo) no se basan en la realidad externa (los hechos), son producto de sus fantasmas (traumas) y tienen consecuencias potencialmente devastadoras. La otra enseñanza del libro es la necesidad de las masas (algo ya visto desde otra óptica por Ortega y Gasset en La rebelión de las masas) de confiar en estos los líderes narcisistas que nunca dudan y que parecen tener las respuestas a todos los problemas, por complejos o nuevos que sean. Y que sólo despiertan del hechizo cuando el daño ya está hecho.

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La pregunta clave para México es saber si López Obrador es un líder narcisista o no. Y de serlo, cómo podemos, desde la sociedad civil, atemperar sus afectos adversos sin forzar la legalidad democrática, sin propiciar un efecto búmeran que nos traiga otro líder idéntico (pero de signo contrario) o que la discordia se apodere del país de manera irresoluble o por más de un sexenio. Pero eso será tema de otras entradas de este blog.

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