Leszek Kolakowski (Radom, Polonia, 1927 – Oxford, Inglaterra, 2009) tuvo un empeño mayúsculo en su vida: desentrañar el marxismo para entender los horrores sin fin que se cometían en su nombre. Al principio, desde su Polonia natal, con el deseo de reformar el dogma oficial y abrir un espacio para la autonomía moral de los ciudadanos. Fracasó. Ya en el exilio, abandonó la esperanza de su reforma y lo combatió con la agudeza de una inteligencia analítica sin par.
Como historiador, estaba en contra del determinismo marxista. La historia no es una ciencia, ni está ya escrita, ni conduce a un fin determinado. El azar existe. Todo lo que hacemos, incluidas la teoría y la práctica marxistas, modifican la historia de una manera no predecible y todo avanza sin un propósito predeterminado. Nadie sabe cómo lo juzgará la historia, cuyas verdades cambian con el tiempo. La Roma del siglo XIX no es la misma Roma que la del XX, aunque en todas haya muerto Julio César asesinado.
Como filósofo, creía y defendía la libertad individual, base de todas las libertades. Y por eso quiso reconciliar su fe católica con el credo liberal. Le interesó mucho el pensamiento religioso que se disfraza de política e ideología.
Se exilió en Oxford en el temprano 1968. Mientras los jóvenes occidentales buscaban respuestas al vacío de la sociedad de consumo y la rigidez moral de su tiempo a través de la liberalidad sexual, la exploración lúdica de las drogas alucinógenas o imaginaban paraísos de concordia en la tierra, Kolakowski luchaba, desde un diminuto despacho en la honorable universidad que lo recibía, contra la gran mascarada del socialismo real. También le interesó el hechizo que ese mundo causaba en Occidente, particularmente en muchos de esos jóvenes libertarios. Era una paradoja que no se podía explicar desde la razón, sino desde la religión. Los intelectuales de occidente actuaban como una de esas sectas milenaristas que el propio Kolakowski había estudiado.
En el verano de 1986, convocado por la revista Salmagundi, discutió con George Steiner, Conor Cruise O’Brien y Robert Boyers sobre la responsabilidad de los intelectuales.
Creo que sus palabras, reproducidas aquí, sirven para esclarecer por qué algunos intelectuales siguen aferrados al dogma de López Obrador, aunque en su actuación transgreda sin recato los principios en los que creen, en particular el valor de la ciencia y la cultura y el respeto a la libertad de prensa y al Estado laico. En otra presidencia, las actitudes de López Obrador les hubieran alarmado hasta el paroxismo o la repugnancia. No me refiero a los que están pagados por el gobierno o por el partido, o los que han conseguido una efímera notoriedad por ser sus paladines. (No podemos saber si a todos estos los pondrá en su sitio la historia, becerro de oro que adoran en vano; Clío, su musa, es impredecible y hasta caprichosa, como ya nos advirtió Kolakowski.) Me refiero a los que, de buena fe, luchando con su consciencia y sus prejuicios, siguen en el barco del obradorismo, esa extraña hidra de una sola cabeza.
Imagino que a Kolakowski no le hubiese disgustado que se le cite, largamente, un viernes santo para desnudar a una secta:
Los intelectuales están sujetos con frecuencia a un fenómeno psicológico especial que refleja el hecho de que están divididos entre deseos o actitudes incompatibles. Por un lado, se sienten muy orgullosos de su superioridad y de su independencia. Por otro, es precisamente este sentimiento de independencia del que están orgullosos el que les produce una especie de incertidumbre sobre su pertenencia. Hay en todo ser humano, obviamente, una necesidad de pertenecer a algún lugar. Y esta es una de las razones por la que es relativamente sencillo para los intelectuales identificarse de un modo cerebral con la causa de la gente al tiempo que mantienen sus sentimientos de superioridad intactos. En otras palabras, quiere pertenecer a una élite con necesidades fuera de lo ordinario, pero al mismo tiempo sufren por esa sensación de distancia y aislamiento. La mejor manera de escapar de este dilema es precisamente la identificación cerebral con la causa de los desvalidos. El marxismo es la mejor manera de expresar este conflicto, de reconciliar, aunque sea parcialmente, estos sentimientos contradictorios.
Otra tendencia común en los intelectuales es su constante y desesperada búsqueda de legitimidad. Después de todo, nadie pregunta para qué sirven los plomeros o cuál es la razón de ser de los doctores, pero la pregunta sobre cuál es la razón de ser de los intelectuales es bastante natural y hasta entendible. Y son los intelectuales los que se plantean esta pregunta incesantemente. Esperan eventualmente hallar un tipo de legitimidad social que sienten les hace falta. El otro problema es que el intelectual quiere ser escuchado, y la única garantía institucional de que un intelectual será escuchado es si él se incluye dentro de un establishmenttotalitario. Esto explica por qué muchos intelectuales ansían ser pensadores de la corte o filósofos cortesanos en un sistema totalitario que provee ciertas comodidades, y que garantiza por lo menos en parte una audiencia leal a intelectuales serviles, sin importar cuáles sean los resultados.
[…] De estas memorias [de Nadezhda Mandelstam] podemos advertir cómo la inteligentsiarusa fue en una medida culpable de su propia destrucción. Varias escuelas literarias rivalizaban entre ellas para ser reconocidas por el despótico gobierno comunista y así eliminar a sus competidores. Y esta rivalidad eventualmente le dio a los déspotas una herramienta harto conveniente con la que domar, o domesticar, y eventualmente destruir a la cultura rusa. Detrás de este fenómeno podemos discernir los deseos y las emociones contradictorias que anotábamos anteriormente: tanto ser parte de una élite como estar del lado de los desvalidos, tanto ser independiente como ser aclamado como un heraldo de la razón y un profeta de las masas. Demandas incompatibles pero características, quizá, de esta clase.