Diario de la peste (20). Rafael Tovar y de Teresa

Ayer hubiera cumplido 66 años Rafael Tovar y de Teresa. Creo que la voz de Rafael hace mucha falta en México. Su creatividad, capacidad de convocatoria e imaginación estarían, por un lado, dando la batalla por los creadores de la cultura en México y por las instituciones en donde podían desarrollar su excelencia (docencia, creación, representación), y por el otro, aportando mil iniciativas digitales para sobrellevar la pandemia. Sería referencia ante la doble peste: populismo y coronavirus. 

Lo recuerdo hoy con este texto que escribí para la revista Inundación castálida de la Universidad del claustro de Sor Juana.

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Tipografía renacentista

En una de esas tardes del altiplano en que te mojas aunque lleves paraguas, en el auditorio Torres Bodet del Museo de Antropología, lo vi dialogar con una solvente historiadora británica sobre el fin de la era victoriana. Durante la charla, le precisó, con flema e ironía mexicanas, ciertos detalles de la genealogía de los Romanov. En una cena en Guadalajara, previa a la inauguración de la Feria Internacional del Libro, a la que acudía con la representación presidencial, lo vi sugerir libros y autores a una deslumbrada mesa de amigos, escritores y editores, entre lo que tuve la suerte de encontrarme. No bebía nada y apenas probaba la comida. Nada físico parecía distraerlo de los placeres del espíritu. Perdón, corrijo: de primero pidió tartar Simón Sebag Montefiore, término rojo; de segundo, un filete bohemio Bohumil Hrabal, y de postre, un delicado soufflé Albert Cohen.

Años después, en el Club de Industriales, le pasó lo mismo durante la presentación de su libro sobre los últimos años del desterrado Porfirio Díaz. Los dos connotados biógrafos que lo flanqueaban se tallaban los ojos ante el caudal de información que iba soltando como quien tararea una milonga. Sabía, día a día, lo que Díaz había hecho desde que se subió al Ypirangahasta que entró a Montparnasse en calidad de alicaída osamenta. Lo mismo le sucedía entre músicos, cantantes de óperas y pintores. Rafael Tovar y de Teresa vivía la cultura con la naturalidad con que las plantas hacen la fotosíntesis. No era una moda, ni una escalera social, ni mucho menos un pasatiempo. Tampoco un disfraz. Era su forma de estar en el mundo. Tenía buen gusto, una memoria intimidante y sabía relacionar hechos y personas alejados en el tiempo y el espacio. Decir que era inteligente sería tonto y redundante. Sus circunloquios eran legendarios, pero al final regresaba milagrosamente al punto de partida. Y el viaje había valido la pena. Las alforjas regresaban llenas de pepitas de oro, salvo para el que espera al otro lado de la puerta. ¡Su impuntualidad era producto del entusiasmo!

Nunca lo vi hacer nada sin pasión o por mera rutina. El servicio público era para él otra forma de la creatividad. Creó instituciones que deberían ser el orgullo de México y formó a dos generaciones de funcionarios públicos. Todo, bajo la impronta de la probidad. La televisión cultural, el Centro Nacional de las Artes y el Sistema Nacional de Creadores son tres vertientes de su concepción de la cultura: difusión, formación, realización. La excelencia era su divisa. Y su blasón, un gatopardo novohispano. ¿Fue su aporte para México más grande que el de André Malraux para la Francia de Gaulle? No lo sé; en cualquier caso, fue un mexicano eminente. Odiaba las grillas palaciegas de los sapos eternos y terrosos, las luchas de poder de los pigmeos y el protagonismo de los urogallos alfa. Su única frustración profesional fue la agenda digital: sus sueños iban una era por delante de la tortuga procedimental. En su funeral me consoló ver que mi desconsuelo era compartido por cientos de amigos y colaboradores. Me conmovió la entereza de su familia, con el dolor contenido en homenaje a la estoica elegancia con que él conllevó su enfermedad. Rafael, Leonora, Natalia y María heredan un nombre que está ya inscrito con tipografía renacentista en los altos muros de la gran casa de la cultura mexicana.

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