Diario de la peste (3). René Char

Buscaba, sin saber si lo que encontraría, un poeta que fuera a la vez optimista, conciso y valiente. Quería conciliar el día internacional de la poesía con el enésimo día de cuarentena voluntaria (mientras nuestro gobierno nos condena científicamenteal contagio). Tenía entonces que ser, por fuerza, un poeta francés de la Resistencia. Lo malo es que algunos de ellos, quizá los mejores, no entendieron nunca que el comunismo de catacumba, certeza necesaria en la clandestinidad, era insostenible a la luz del día, con la brisa fresca de las madrugadas abiertas y el pan rebosante a mantequilla del fin del ayuno.

 Y el nombre me vino a la cabeza como un relámpago azul: René Char. Con él, las añoradas mañanas en la Facultad de la Filosofía y Letras de la UNAM a finales de los ochenta, llenas de contagiosa saliva y proximidad. También, la caja transparente de la biblioteca del IFAL, luz racionalista que ocultaba las perversas y amargas lecciones, nunca aprendidas, del pluscuamperfecto del subjuntivo.  

René Char, derrotado dos veces: una por su vocación, cuando abandonó una promisoria carrera de estudiantes de finanzas en Marsella por culpa del flechazo de la poesía. Surrealista de la primera ola, dejó a Breton y el movimiento cuando descubrió que la poesía no puede ni debe ser nunca continuación, manifiesto, dogma, sueño o locura de otro. La segunda derrota, cuando, vencido el ejército francés ante el avance nazi, desatendió la movilización general de su escuadra, perdida en Alsacia, y se integró a la incipiente Resistencia, con el nombre en clave de Capitán Alexandre.

Amigo de Camus, Char es el poeta del color y del paisaje. Cierto, su vocación plástica era casi superior a su poesía, salvo que él sólo pintaba con las palabras. Descreyó del comunismo justo a tiempo, con el informe de David Rousset, Universo concentracionario, que demostraba que los campos de concentración alemanes continuaban en el paraíso soviético.

Aún recuerdo esas mañanas leyendo sus Folletos de Hypos, hipnotizado. Eran tiempos en que la historia solo le sucedía a los otros:

[…] Hacer un poema es tomar posesión de un más allá nupcial que se encuentra bien en esta vida, muy ligado a ella y, sin embargo, cerca de las urnas de la muerte.

Es preciso instalarse al exterior de uno mismo, al borde de las lágrimas y en la órbita de las hambres, si queremos que algo fuera de lo común se produzca, algo que sólo era para nosotros.

Si la angustia que nos vacía abandonara su gruta helada, si la amante en nuestro corazón detuviera la lluvia de hormigas, el Canto volvería a empezar […]

¿Cómo arrojar a las tinieblas nuestro corazón anterior y su derecho de retorno?

La poesía es ese fruto que apretamos, madurado, con júbilo, en nuestra mano en el momento mismo en que se nos aparece, de porvenir incierto, sobre el tallo escarchado en el cáliz de la flor.

Poesía, única subida de los hombres, que el sol de los muertos no puede ensombrecer en el infinito perfecto y burlesco […]

“Tenemos” (fragmento, traducción de Alicia Bleiberg).

Diario de la peste (2). Robarse “home”

Mucho se ha escrito de la afición al beisbol de López Obrador, deporte que permite medir la extensión y profundidad de la influencia norteamericana. De las veinte reglas de los Pantalones Cortos de Nueva York de 1845 a las Series Mundiales de la actualidad, la popularidad del juego está ligada a la extensión cultural y militar de los Estados Unidos. El Caribe, clave en el control y dominio de los dos océanos que bañan sus costas; Centroamérica, como una derivada del Canal de Panamá; México y Canadá, por ser fronteras naturales, y, tras la Segunda Guerra Mundial, países con bases militares (Japón y Corea del Sur, principal, pero no únicamente). En nuestro caso, el beis es popular en el norte, con un brazo que baja por el Pacífico hasta Sinaloa, y en el sureste, por ser área de gravitación caribeña. En Tabasco entró por el activo, y después olvidado, puerto de Frontera.

Según diversos testimonios de vecinos de Tepetitán, su pueblo de infancia, López Obrador era una bueno con el guante y aún mejor con el bat. Su jugada preferida lo retrata de cuerpo entero: al niño Andrés Manuel le gustaba robarse home. La jugada más osada y riesgosa de todo el deporte. Un corredor en tercera, con la pelota en manos del lanzador, trata de anotar corriendo desesperado al plato (o home) sin saber qué le depare el destino. O más bien sabiendo que lo más probable es que le hagan fácil out en el intento. También se trata de una de las pocas jugadas de verdad agresiva en un juego que privilegia la habilidad manual y la estrategia a la destreza física. El corredor desde tercera debe llegar antes que la pelota, sólo posible por un descuido imperdonable del lanzador, o intentar forzar la jugada de suerte que el receptor pierda la pelota en el intento de tocar al corredor. Pete Rose fue una leyenda en la forma en que entraba a home.

La jugada tensa al bateador, del mismo equipo que el corredor, que siente la responsabilidad de hacer contacto con la pelota para evitar lo inevitable, con el riesgo de batear elevado y que la jugada, si van menos de dos outs en la entrada, provoque un doble play vergonzoso. Ruina aún más dolorosa por innecesaria: el corredor ya estaba muy cerca de anotar, factible con casi cualquier contacto del bateador, incluso si es out él mismo (y no es el tercer out, con lo que se cerraría la entrada).

Robarse home es casi suicida e innecesario, pero si se consigue es espectacular y consagratorio. Refleja una pulsión autodestructiva, pero también narcisista: pone todos los reflectores en un solo jugador. López Obrador ha intentado robarse home muchas veces en su carrera política. La ocasión más clara fue en 2006, con el “fraude del fraude”, el cierre Reforma y demás intentos de obtener en las calles y plazas lo que habían negado (por muy poco) las urnas. La “presidencia legítima” que se desprendió de ese engendro fue la botarga que entretiene entre actos, pero ésa es otra historia.

Con la crisis del Covid-19, la presidencia de México quiere robarse home. Su inacción, desoyendo consejos y experiencias de otros países, es una apuesta insensata. Taiwán, China, Corea del Sur y Japón han logrado frenar el contagio. Europa y Estados Unidos luchan con medidas extremas por culpa de su retraso inicial. Lo van a conseguir en unas semanas, pero a un costo excesivo. Así pasa con crisis imprevistas. Nadie quiere sacrificar sus certezas. México está en la línea del desastre. Un sistema de salud endeble y debilitado, una población con altos índices de sobrepeso y diabetes, y un gobierno que niega una pandemia que ya está entre nosotros. Como los soviéticos antes Chernobyl, el gobierno de México esconde la cabeza tras una estampa del Corazón de Jesús.

En el 85, tras los sismo del 19 de septiembre, la sociedad rebasó al gobierno. Ahora pasa lo mismo: los ciudadanos están extremando precauciones por sí mismos y haciendo cuarentena voluntaria. Es emocionante. Se multiplican las voces de solidaridad. Lamentablemente, estas medidas serán insuficientes. Se requiere un plan nacional de obligatorio cumplimiento. ¿Qué va pasar cuando en dos semanas los hospitales, de por sí rebasados, dejen morir a los pacientes en las banquetas? ¿Están dispuestos los miembros del Consejo Nacional de Salud a asumir miles de muertes evitables por el capricho de un corredor suicida en tercera base? ¿Nadie en el gabinete va decir nada, incluidos sus integrantes de mayor edad? ¿Quién será el pitcher que rompa el contacto y obligue, por ley, a regresar a la base?

El beisbol profesional es un juego basado en las estadísticas. Las pandemias también. Necesitamos que López Obrador deje sus hábitos de jugador llanero y se vuelva un profesional. No para su anhelo de las Ligas Mayores, pero sí para el juego que fue electo: privilegiar la salud de sus ciudadanos.

P.D. Ilustra esta entrada el cuadro de Abel Quezada El fílder del destino, que resume la soledad compartida, valga el oxímoron, que sentimos muchos en estos momentos.

Diario de la peste. Literatura contagiosa

Hace once años escribí este ensayo a propósito de la crisis por la pandemia de influenza A (H1N1) que se inició en un potrero veracruzano en el 2009. Se trata de una (re)lectura de tres autores clásicos sobre el tema de la peste: Daniel Defoe, Thomas Mann y Albert Camus. Lo publiqué en Letras Libres. El miedo del gobierno de Felipe Calderón, además de la salud de la población, era que el brote se expandiera por el mundo con un daño reputacional irreparable para el país. Fue injustamente vilipendiado y tildado de tibio, por unos, y de exagerado, por la mayoría. La acción contrasta, como el ébano del marfil, con la indiferencia del gobierno de López Obrador ante el embate del Covid-19 (por su acrónimo en inglés): México podría convertirse en un paria internacional, dentro de pocas semanas, al ser la única economía occidental sin tomar medidas de aislamiento social drásticas.