
En estos días de encierro, en que extraño visitar a mis padres, quedar a comer con los amigos, salir a nadar con mis hijos, cenar y bailar con Yai y demás maravillas que de cotidianas dimos por establecidas para siempre (volverán), una nostalgia fresca y humilde, como una col lopezvelardiana, me atenaza esta mañana: salir por un café. Sin más pretensiones que eso. Y eso me llevó hoy por los vericuetos retorcidos de mi mente al mejor café del mundo: el Café San Marco de Trieste. Y qué alegría repetir “café” cuatro veces en cinco líneas.
Marc Augé habla de los “No lugares” para referirse a los espacios idénticos e impersonales que se reproducen por la corteza terrestre como un hongo apocalíptico: aeropuertos, centros comerciales, franquicias de comida rápida en los suburbios. Y con la propiedad de la generación espontánea en la que creían los sabios antiguos: aeropuertos suburbiales que son centros comerciales donde triunfa la comida chatarra. Frente a estos emblemas de nuestra muerte cultural, George Steiner, no sin cierta coquetería intelectual, afirmaba que la idea de Europa como civilización es inseparable de sus cafés: espacios laicos y tolerantes, de disertación, lectura, intriga y debate. El café como espacio singular, cargado de historia concreta. Historia, además, no objetiva, ya que vive de las diversas versiones y recreaciones de sus usuarios. Historia que habita en la memoria y cambia y se corrige con el tiempo. Desde luego que hay hechos puntuales: el día que se inauguró, el nombre del dueño, el precio de un espresso, pero el resto es literatura y subjetividad. La cita trunca, la confidencia, el desahogo.
Al café San Marco de Trieste llegamos Yaiza y yo sin expectativas. Llevábamos ya tres días a pata de perro por Trieste, pese a la cruel persistencia del bora, el viento que barre (bora-barre) el golfo de Trieste con la fuerza de su nombre mitológico. Trieste, con su abigarrada historia y su belleza serena, nos había deslumbrado. Y si bien habíamos leído en Claudio Magris del café San Marco, era para nosotros tan sólo una parada más. Además, el bora no hacía de mí un anciano alado con túnica de nubes, sino un cuarentón desgreñado, sin el abrigo apropiado, que cruzaba trabajosamente por la Vía Giula el parque Muzio de Tommasini. Una cuadra adelante doblamos obedientes a la derecha en la calle Cesare Battisti y vimos la entrada discreta del mítico café, apenas una boca de madera oscura y dientes de cristal en la planta baja de una pesada edificación de piedra, otro de esos pasteles neoclásicos del imperio austrohúngaro.
Al cruzar la puerta de entrada la discreción se convirtió en esplendor, como también pasa en tantas casas solariegas de la adusta Castilla. La sensación de refugio fue inmediata. Y no solo por el fin del bora en la espalda descubierta. El café San Marcos respira madera noble, vitrinas con repostería vienesa, taburetes de cuero, cojines de colores que no tienen escrita la palabra “prisa” en su dorso, techos altos, lámparas colgantes y esa sensación de recinto rebelde normalizado por el tiempo y el dinero donde me siento tan cómodo.
El café San Marco se fundó en 1914, a “cuarto para las doce” del fin del Imperio Austrohúngaro, que tan dignamente representaba. Saqueado por las tropas serbias, volvió a abrir sus puertas restaurado para pertenecer a otro país: una Italia aún incrédula de heredad de los estragos de la guerra, el principal puerto del Imperio. La historia del café San Marco es la historia de Trieste. Y esta es una historia triste, Altazor. Sin ir más lejos, fue el Palacio de Miramar, en Trieste, del que salieron Maximiliano y Carlota rumbo a aventura americana que terminó en el Cerro de las Campanas. De ahí que al palacio de Chapultepec lo quisieran bautizar como Miravalle, pero esa es otra historia.
Si la afirmación de George Steiner sobre Europa y la cultura es cierta en algún lugar, es en el café San Marco de Trieste. Por cierto, En el castillo de Barba Azul, de Steiner, es quizá la mejor lectura que puede hacerse en estos días de pérdida acelerada del sentido de las cosas. Ahí, el desaparecido erudito francés (aunque limitarlo a una nacionalidad es una estupidez) elabora una elocuente refutación del pesimismo de Eliot sobre la inutilidad de la cultura ante el triunfo de la barbarie. Curiosamente, el cuento de hadas rescatado por Charles Perrault que le da título a la obra de Steiner nos enseña algo útil en estos días: cómo ganar tiempo ante el espanto de la habitación prohibida.
Por las puertas del café San Marco pasaron, escribieron y soñaron despiertos Umberto Saba, Italo Svevo y James Joyce, que veía en la convulsa Trieste un remanso de paz (y riqueza) frente a su agitada (y paupérrima) Irlanda.
Pero si hemos de quedarnos con un libro escrito entre sus mesas de mármol mi elección son las memorias de Marisa Madieri, Verde agua, cuya sobriedad evocativa, no exenta de una tímida sensualidad, me recuerda las mejores novelas de Natalia Ginzburg.
Madieri nació en Fiume, ciudad en la costa adriática que perteneció al Imperio Austrohúngaro. Tras la “matanza inmóvil” de la primera guerra mundial (como definió el historiador François Furet el horror de las trincheras), la ciudad fue disputada por italianos y eslavos del sur. Gabriel D’Annunzio, claro antecedente del fascismo, la ocupó en nombre de la poesía y el futuro y creó un Estado independiente que duró un parpadeo al ser anexionado a Italia por Mussolini. Tras la segunda guerra, la ciudad fue entregada a la Yugoslavia de Tito y reconvertida en la croata Rijeka. Los italianos fueron expulsados y con ellos la familia de Madieri, pese a ser hija de madre eslava. Madieri, parroquiana del Café San Marco, como Claudio Magris, su marido, fue quien le regaló la idea de escribir El Danubio. Ahí nomás.
En el Café San Marco, reconvertido también en una pequeña librería, compramos libretas, libros curiosos y álbumes de fotos y pasamos la tarde perfecta, entre risas, confesiones y lecturas interrumpidas por la felicidad. Las fotos de ese día muestran el inconfundible bigote de la espuma del capuccino y la menos conocida corona de migajas de strudel y tarta sacher.
Volverán los cafés. Volverán.
Sí, volverán los cafés, querido Ricardo. ¡Y ojalá que también los bares! ¡Y espero que volvamos a reunirnos en alguno de ellos!
Volveremos a brindar, querido Carlos. Abrazo grande para todos, y salud hasta Chile, Ricardo