Diario de la peste (13). Luciérnagas en el Quijote.

Descubro, releyendo El caso Moro de Leonardo Sciascia, que Pier Paolo Pasolini cifró, en un ensayo titulado “El vacío de poder en Italia”, todos los males de su país en una metáfora: la desaparición de las luciérnagas. Era una metáfora, pero también una realidad: la contaminación de las acequias, y del campo italiano en general, había producido esa inesperada extinción. Para el poeta, escritor y cineasta, las luciérnagas representaban la salud de la campiña pero también su belleza. La Italia de la democracia cristiana (cuyo emblema era Aldo Moro y sus intrigas de poder) tenía enfermo a su país y, sobre todo, destinado a una fealdad impropia de su historia. El ensayo fue publicado en febrero de 1975 en Il Corriere della Sera, y después recogido en el libro misceláneo Escritos corsarios. Tras el secuestro y asesinato de Moro por las Brigadas Rojas, en 1978, el honesto intelectual que era Pasolini cambió de opinión sobre esa época y su líder más representativo. Aun así, la metáfora se sostiene. 

¿Cuál sería la metáfora adecuada para el gobierno de Andrés Manuel López Obrador? Como se trata de un sexenio a la vieja usanza priista, como el de Echeverría o López Portillo, donde todo se centra en la figura presidencial, habría que buscar en sus gestos, actitudes, decisiones y desplantes, la metáfora que lo defina. Rechazo, por supuesto, las metáforas buscadas por él mismo, de una modestia tan ostentosa que se vuelven su reverso, vanagloria facilona. Por ejemplo, rechazar vivir en Los Pinos (para instalarse en Palacio Nacional), el olvidado Jetta de los comienzos (sustituido por la inevitable caravana de camionetas) o el cacareado fin del Estado Mayor Presidencial (reemplazado por un sistema de seguridad civil, igualmente visible pero menos profesional.

Las opciones son infinitas. ¿Sahumado en copal en la merecida limpia antes de su discurso de toma de posesión en el Zócalo? ¿Enseñando la imagen del Sagrado Corazón de su cartera como “detente” ante el Covid-19? ¿El horrible beso-mordisco en la mejilla a la niña guerrerense? ¿El jugo de piña huasteco y el trapiche de tracción animal? ¿El sombrero de pan en Tenango? ¿Los tacos de barbacoa del Carnerito de Tulancingo, Hidalgo? ¿La sesuda disquisición histórica sobre la maldad de la Colonia, pese al Acueducto del Padre Tembleque, en Otumba? ¿El rechazo del gel antibacterial en plena expansión de la pandemia? 

La respuesta fácil sería el billete de lotería con el avión presidencial, donde todo es mentira, ilegalidad o demagogia. La realidad hecha cachitos, sin reintegro. Pero la relación de López Obrador con la aeronáutica es tal esperpento, desde la cancelación del aeropuerto en Texcoco hasta el espectáculo de su humildad fingida en vuelos comerciales, que más que metáfora, requiere un análisis profundo. Lo mismo pasa con la violencia y el atento saludo a la madre del Chapo Guzmán en su preocupante gira a Badiraguato. 

Para mí la imagen del sexenio, hasta ahora, sucedió hace pocos días en la Rumorosa. Ahí, atónito ante la belleza de ese paraje entre Mexicali y Tecate, y sin mencionar sus pinturas rupestres, que son lo que lo hacen único, arremetió contra unos gigantes y su contaminación visual, “transas del periodo neoliberal” y responsabilidad del “partido conservador”.

—¿Qué gigantes? —dijo Sancho Panza.

—Aquellos que allí ves —respondió su amo—, de los brazos largos, que los suelen tener algunos de casi dos leguas.

—Mire vuestra merced —respondió Sancho— que aquellos que allí se parecen no son gigantes, sino molinos de viento, y lo que en ellos parecen brazos son las aspas, que, volteadas del viento, hacen andar la piedra del molino. Y así se genera la energía eólica.

—Bien parece —respondió don Quijote— que no estás cursado en esto de las aventuras: ellos son gigantes; y si tienes miedo quítate de ahí, y ponte en oración en el espacio que yo voy a entrar con ellos en fiera y desigual batalla.

Diario de la peste (12). Decir adiós.

En la naturaleza la muerte sólo sucede, vacía de sentido moral. La vida es una lucha implacable por la existencia. Acercarse al abrevadero es jugar a la ruleta rusa; cruzar el río un bolado de muerte; cazar o ser cazado, a eso se reduce “un día más con vida”. En la naturaleza no existe ni la vejez ni las minusvalías. Un descuido y tu no-singularidad se convierte en parte de la cadena trófica. En la naturaleza nada está “ahíto de sí”. Todo está en tensión, en un “precario equilibrio”. En la naturaleza sólo hay supervivientes. Ahora que releo sin parar a Primo Levi (al que volveremos en este blog) pienso que en la naturaleza sólo hay hundidos al amanecer o salvados por el momento. 

El franco león o el oblicuo leopardo están sometidos a las mismas reglas: una patada de jirafa, una embestida de búfalo, un joven retador de melena negra, y todo termina. En la naturaleza, además, no hay desperdicio, todo se reintegra. Salvo el marfil de algún cuerno aún altivo o el calcio de alguna osamenta vencida, todo se come, pule, degrada, oxida y desaparece. El lamento de los grandes mamíferos ante el cadáver de un miembro de la manada, que puede ser desgarrador, es resignado, pero sobre todo es breve. No hay luto posible. Todo duelo es inestable. Los cazadores oportunistas y los carroñeros rondan ya cerca, en peligrosos círculos concéntricos. 

             Si tuviera que contestar qué nos hace humanos, pondría en primer lugar la conciencia, y esa conciencia es la cara amable de la conciencia del propio fin. La conciencia de la muerte (que uno ahuyenta incluso en epidemias y guerras) es el verdadero motor de la cultura. Es el elefante en la habitación. Lo que le da sentido al sinsentido de la vida. Y su lógica consecuencia es honrar a los muertos. No hay pueblos sin lenguaje (y su frontera, la poesía), sin fuego, sin tabú del incesto y sin ceremonias luctuosas. 

Quizá lo más perturbador del Covid-19 es que uno no puede despedirse de sus seres queridos, ni abrazar a la grey que los congrega en un velorio, ni llorar en compañía. Los testimonios que he leído en estos días sobre el tema me tienen sobrecogido. Y cada día le hablo a mis padres, para animarlos, pero también para suplicarles que sean rigurosos en su aislamiento. También para decirles, sin decirlo muchas veces, cuánto los quiero.  

Este confinamiento nos ha enseñado que solo lo verdadero es importante: los hijos, la música, el cine, la literatura, la danza, el amor, la conversación, la cocina, el arte, la amistad. Pero todo eso se desvanece en una pesadilla si uno no puede abrazar a sus mayores y con la mano en el corazón decirles buen viaje, gracias por las enseñanzas, que la tierra te sea leve.

Diario de la peste (11). Nuestra última oportunidad

Desde principios de febrero había clara evidencia de que la infección por coronavirus iba a golpear a Occidente de la misma forma en que lo estaba haciendo en Asia. Tiempo para pensar una estrategia común y tomar medidas transfronterizas. Nadie lo hizo y las consecuencias están a la vista. Y lo peor, cada país se rasca con sus propios medios: Europa es un senado de reproches y Estados Unidos, una isla.

Trump (como Bolsonaro) quiso negar la evidencia. Boris Johnson jugó la carta de su inteligencia extrema no compasiva: la única solución es la “inmunidad de manada”, con un detalle que le reveló el algoritmo desarrollado por los matemáticos del Imperial College de Londres: esto podía causar medio millón de muertos y la ruptura del sistema de salud británico. Y reculó a tiempo. Por suerte para él, antes de ser diagnosticado como positivo de la enfermedad. 

En España, la incompetencia de Sánchez-Iglesias ha sido manifiesta. La pareja de gobierno desatendió las señalas de alarma, invitó a sumarse a la marcha sobre el día internacional de la mujer a la ciudadanía y permitió partidos de futbol y actos públicos de toda índole hasta el 9 de marzo. Su rectificación ha sido dramática en los gestos e ineficaz en las medidas. Por ejemplo, los sanitarios españoles no fueron protegidos a tiempo y muchos están de baja por el virus. Si esto pasó en España (país desarrollado, democracia plena, sistema sanitario universal), qué esperar de nosotros. 

En México, la epidemia nos pega en el peor momento posible. López Obrador desprecia la técnica en favor de la ideología, la ciencia en favor de la superstición, la cultura en favor del folclor (no incompatibles, por cierto), la democracia representativa en favor de la democracia asamblearia y las instituciones en favor de la lealtad personal. Pero lo peor es su relación con la economía. Gobierna con el mantra liberal de la estabilidad macroeconómica (para mí algo positivo) pero desprecia lo que haría posible ese deseo (la inversión de la iniciativa privada). Su verdadero talón de Aquiles, ya antes del Covid-19, es la energía. Para todo fin práctico, la reforma energética ha sido cancelada. Y bajo una quimera de buen nombre, “Salvar a Pemex”, ha desperdiciado recursos valiosos, hoy más necesarios que nunca.

Creo, a diferencia de muchos críticos de López Obrador, que Hugo López-Gatell es un funcionario competente y un médico formado con los más estrictos estándares y que en sus manos (previo lavado exhaustivo) estamos en buenas manos. El problema es otro. El primero (y único) es que la personalidad narcisista de López Obrador se niega a reconocer, incluso ahora, que la pandemia no es contra él, no es una conjura neoliberal ni una iniciativa de Calderón. Su plan es seguir con su plan original, incluida obras absurdas, becas populistas y división de la sociedad en amigos-enemigos. Gobierna sólo con dos herramientas: las conferencias de prensa matutinas (versión moderada del Aló Presidentede ya saben quién) y las giras de trabajo. Micrófono y plaza pública para una revolución blanda que cambie a México para siempre. Pocas alforjas para tan largo viaje. Todo lo demás es conservadurismo o tareas para Marcelo Ebrard. Así que la labor del López bueno es convencer al otro López de que estamos ante un escenario no previsto, no dirigido contra él y en el que tiene que modificar sus pautas de trabajo, pensamiento mágico y relación redentora con la sociedad. Lamentablemente, es epidemiólogo, no psiquiatra. Sólo así se puede entender que tras días de postergar las medidas que se requieren, soltara la frase del sexenio: estamos ante nuestra última oportunidad.

La ilustración: Foto fija de Dos tipos de cuidado, de Ismael Rodríguez, con Jorge Negrete (Jorge Bueno) y Pedro Infante (Pedro Malo). 

Diario de la peste (10). Carlos Rangel

Escribí el nombre de Carlos Rangel (Caracas 1929-1988) y no supe qué etiqueta ponerle para tranquilizar el instinto taxonómico que implica todo comentario sobre alguien. ¿Periodista? Sin duda lo fue, no sólo por su trabajo como editor de Momentoo su columna en el semanario Resumen, sino por el programa que por lustros hizo en la televisión de su país junto a su mujer Sofía Ímber. ¿Académico? Sin duda también, con estudios de posgrado en Estados Unidos y Francia en literatura comparada y maestro de la Universidad Central de Caracas y la New York University. ¿Diplomático? Sí, aunque la afirmación es ya más tímida por lo breve de su carrera. Sirvió, sobre todo, en la Embajada de Venezuela en Bélgica como primer secretario. ¿Intelectual? Definición que todo el mundo entiende pero que nadie sabe en realidad qué significa, yo incluido. Intelectual en el sentido de que podía hablar de los asuntos públicos y su voz tenía autoridad, era relevante, sin ser necesariamente ni un experto ni un protagonista de los temas a tratar. ¿Celebridad? Sí, pero no con los alcances de un político fantoche o un beisbolista de las mayores. Lo fue porque junto a Sofía Ímber formaba una pareja poderosa dentro de la alta cultura caraqueña. Ímber fue la creadora y directora del Museo de Arte Contemporáneo, la mejor institución de su tipo en América Latina hasta su inevitable pleito con la revolución bolivariana. Chávez incluso tuvo la delicadeza de destituirla en vivo durante la transmisión de su programa vespertino Aló Presidente

Carlos Rangel, periodista, académico, diplomático e intelectual venezolano, fue sobre todo un pensador liberal preocupado por la deriva totalitaria del continente. Su talante lo determinada su programa de televisión. En ese banal horror que se llama Venevisión de la familia Cisneros (gemelo ideológico de Televisa en México), se empeñó por muchos años en defender el periodismo de opinión exigente y la entrevista retadora. Rangel e Ímber no le daban a la audiencia lo que pedía (para eso estaba Miss Venezuela y ciertas telenovelas en la misma cadena) sino que le ofrecían contenido de alta calidad y apostaban por la inteligencia del telespectador y no a su modorra. Escribí ciertas telenovelas porque Venezuela fue la cuna (junto a Colombia) de una revolución en el formato y alcance de este género, que hunde sus raíces en la novela de folletín del siglo XIX. De la mano de José Ignacio Cabrujas, un pequeño grupo de escritores (Ibsen Martínez, Luis Zelkowicz y Alberto Barrera, por ejemplo) logró lo impensable: darle la vuelta al eterno cuento de la Cenicienta y hacer que la pantalla reflejara de manera más exacta los dilemas de la naturaleza humana. 

Si el talante de Rangel quedó atrapado en los archivos de la gran pantalla, su legado está en un libro: Del buen salvaje al buen revolucionario. Se trata de un intento serio, sistemático, de entender por qué América Latina es la expresión de un fracaso histórico, y Estados Unidos, la culminación exitosa del sueño europeo sobre América.

Escrito entre 1974 y 1975, el libro nace de una sugerencia de Jean François Revel. Por ello se publicó primero en francés, en Editions Robert Laffont, y por ello llevó el prólogo del autor de El conocimiento inútil. El libro de Rangel fue muy polémico en su momento, activamente combatido desde las universidades públicas y la prensa comprometida, incluso repudiado, y luego, lentamente, olvidado, aunque ahí están (como en El ogro filantrópicode Octavio Paz y en La tentación totalitariadel propio Revel, libros coetáneos) las claves para entender la fragilidad democrática de nuestro continente.

En esta relectura (no todo son relecturas, pero esta sí lo es) no me ha interesado tanto la tesis histórica de Rangel, que desprecia, quizá por ser Venezuela una parte relativamente marginal del Virreinato de la Nueva Granada, la fuerza civilizatoria de la Monarquía Hispánica en América para privilegiar los logros democráticos y ciudadanos de las trece colonias británicas de América del Norte. La tesis de Rangel es que las colonias hispanas se basaron en el trabajo esclavo (abierto de los africanos traídos a la fuerza y velado en el caso de los indígenas en las encomiendas y haciendas) y las colonias inglesas en el trabajo de los colonos. La América española era el reino de la Contrarreforma y el absolutismo, y las colonias inglesas, de la libertad religiosa y el derecho consuetudinario. 

Rangel ignora, por ejemplo, que la primera globalización comercial empezó en México con la ruta de la Nao de China. Tras la conquista de Filipinas por Felipe II, expedición organizada y financiada desde la Ciudad de México, España abrió una ruta comercial alterna a la ruta de la seda que conectó de manera comercial Asia, América y Europa a través de los puertos de Manila, Acapulco y Manzanillo, Veracruz y el puerto dulce de Sevilla, más la ruta terrestre por el centro la Nueva España.

En cambio, es deslumbrante el análisis político de América Latina, la necesidad del hombre providencial que por sí mismo puede rescatar a un país o una sociedad y cómo el caudillo decimonónico, dueño de vidas y haciendas, se trasmutó en el revolucionario justiciero. Así, la utopía arcaica del poblador original, puro y angelical, tiene su culminación lógica en la historia, tras una vulgata marxista mal digerida, en el Hombre Nuevo.

Las páginas del libro en que analiza a Juan Domingo Perón son inmejorables, la mejor explicación que he leído para entender cómo un país de los alcances de la Argentina se precipitó ciega a su destino latinoamericano por vía del populismo peronista. Lo mismo hace con el gobierno de Velasco en el Perú. 

Tres figuras son centrales: Víctor Raúl Haya de la Torre, el fundador del APRA peruano y el pensador más dotado del continente para proponer un modelo de izquierda democrática no dependiente de la Unión Soviética; Rómulo Betancur, el restaurador de la democracia venezolana, y la figura mercurial de Fidel Castro, culminación y semilla de todos los males latinoamericanos.

Para México, que analiza con una fineza y una precisión que recuerdan las palabras de Vargas Llosa sobre la dictadura perfecta pero dichas dos décadas antes, la parte más útil hoy es, sin embargo, el análisis del gobierno de Salvador Allende. El chileno interpretó su victoria electoral, en el marco de una democracia representativa e institucional, como una licencia, no concedida ni por las leyes democráticas ni por su espíritu, para hacer una revolución desde el poder, pacífica pero radical. Su fracaso fue el fracaso de tres generaciones de chilenos, y sus ecos, incluida la pútrida dictadura de Pinochet, llegan a nuestros días. Y digo la parte más útil para México hoy porque López Obrador ha dicho de sus años de estudiante en la UNAM que la figura que lo lanzó a la conciencia política fue Salvador Allende.  

P.D. Carlos Rangel se suicidó el 15 de enero de 1988. Imposible entrar en la mente del suicida, pero se sabe que es un comportamiento más genético que vivencial, aunque lo puede disparar hechos concretos. Su mujer decidió ir al programa de televisión compartido como un homenaje a su marido. Su gesto fue malentendido. Hoy sería linchada en las redes.  

Diario de la peste (9). Café San Marco

En estos días de encierro, en que extraño visitar a mis padres, quedar a comer con los amigos, salir a nadar con mis hijos, cenar y bailar con Yai y demás maravillas que de cotidianas dimos por establecidas para siempre (volverán), una nostalgia fresca y humilde, como una col lopezvelardiana, me atenaza esta mañana: salir por un café. Sin más pretensiones que eso. Y eso me llevó hoy por los vericuetos retorcidos de mi mente al mejor café del mundo: el Café San Marco de Trieste. Y qué alegría repetir “café” cuatro veces en cinco líneas. 

Marc Augé habla de los “No lugares” para referirse a los espacios idénticos e impersonales que se reproducen por la corteza terrestre como un hongo apocalíptico: aeropuertos, centros comerciales, franquicias de comida rápida en los suburbios. Y con la propiedad de la generación espontánea en la que creían los sabios antiguos: aeropuertos suburbiales que son centros comerciales donde triunfa la comida chatarra. Frente a estos emblemas de nuestra muerte cultural, George Steiner, no sin cierta coquetería intelectual, afirmaba que la idea de Europa como civilización es inseparable de sus cafés: espacios laicos y tolerantes, de disertación, lectura, intriga y debate. El café como espacio singular, cargado de historia concreta. Historia, además, no objetiva, ya que vive de las diversas versiones y recreaciones de sus usuarios. Historia que habita en la memoria y cambia y se corrige con el tiempo. Desde luego que hay hechos puntuales: el día que se inauguró, el nombre del dueño, el precio de un espresso, pero el resto es literatura y subjetividad. La cita trunca, la confidencia, el desahogo. 

Al café San Marco de Trieste llegamos Yaiza y yo sin expectativas. Llevábamos ya tres días a pata de perro por Trieste, pese a la cruel persistencia del bora, el viento que barre (bora-barre) el golfo de Trieste con la fuerza de su nombre mitológico. Trieste, con su abigarrada historia y su belleza serena, nos había deslumbrado. Y si bien habíamos leído en Claudio Magris del café San Marco, era para nosotros tan sólo una parada más. Además, el bora no hacía de mí un anciano alado con túnica de nubes, sino un cuarentón desgreñado, sin el abrigo apropiado, que cruzaba trabajosamente por la Vía Giula el parque Muzio de Tommasini. Una cuadra adelante doblamos obedientes a la derecha en la calle Cesare Battisti y vimos la entrada discreta del mítico café, apenas una boca de madera oscura y dientes de cristal en la planta baja de una pesada edificación de piedra, otro de esos pasteles neoclásicos del imperio austrohúngaro.

Al cruzar la puerta de entrada la discreción se convirtió en esplendor, como también pasa en tantas casas solariegas de la adusta Castilla. La sensación de refugio fue inmediata. Y no solo por el fin del bora en la espalda descubierta. El café San Marcos respira madera noble, vitrinas con repostería vienesa, taburetes de cuero, cojines de colores que no tienen escrita la palabra “prisa” en su dorso, techos altos, lámparas colgantes y esa sensación de recinto rebelde normalizado por el tiempo y el dinero donde me siento tan cómodo. 

El café San Marco se fundó en 1914, a “cuarto para las doce” del fin del Imperio Austrohúngaro, que tan dignamente representaba. Saqueado por las tropas serbias, volvió a abrir sus puertas restaurado para pertenecer a otro país: una Italia aún incrédula de heredad de los estragos de la guerra, el principal puerto del Imperio. La historia del café San Marco es la historia de Trieste. Y esta es una historia triste, Altazor. Sin ir más lejos, fue el Palacio de Miramar, en Trieste, del que salieron Maximiliano y Carlota rumbo a aventura americana que terminó en el Cerro de las Campanas. De ahí que al palacio de Chapultepec lo quisieran bautizar como Miravalle, pero esa es otra historia.

Si la afirmación de George Steiner sobre Europa y la cultura es cierta en algún lugar, es en el café San Marco de Trieste. Por cierto, En el castillo de Barba Azul, de Steiner, es quizá la mejor lectura que puede hacerse en estos días de pérdida acelerada del sentido de las cosas. Ahí, el desaparecido erudito francés (aunque limitarlo a una nacionalidad es una estupidez) elabora una elocuente refutación del pesimismo de Eliot sobre la inutilidad de la cultura ante el triunfo de la barbarie. Curiosamente, el cuento de hadas rescatado por Charles Perrault que le da título a la obra de Steiner nos enseña algo útil en estos días: cómo ganar tiempo ante el espanto de la habitación prohibida. 

Por las puertas del café San Marco pasaron, escribieron y soñaron despiertos Umberto Saba, Italo Svevo y James Joyce, que veía en la convulsa Trieste un remanso de paz (y riqueza) frente a su agitada (y paupérrima) Irlanda. 

Pero si hemos de quedarnos con un libro escrito entre sus mesas de mármol mi elección son las memorias de Marisa Madieri, Verde agua, cuya sobriedad evocativa, no exenta de una tímida sensualidad, me recuerda las mejores novelas de Natalia Ginzburg.

Madieri nació en Fiume, ciudad en la costa adriática que perteneció al Imperio Austrohúngaro. Tras la “matanza inmóvil” de la primera guerra mundial (como definió el historiador François Furet el horror de las trincheras), la ciudad fue disputada por italianos y eslavos del sur. Gabriel D’Annunzio, claro antecedente del fascismo, la ocupó en nombre de la poesía y el futuro y creó un Estado independiente que duró un parpadeo al ser anexionado a Italia por Mussolini. Tras la segunda guerra, la ciudad fue entregada a la Yugoslavia de Tito y reconvertida en la croata Rijeka. Los italianos fueron expulsados y con ellos la familia de Madieri, pese a ser hija de madre eslava. Madieri, parroquiana del Café San Marco, como Claudio Magris, su marido, fue quien le regaló la idea de escribir El Danubio. Ahí nomás.

En el Café San Marco, reconvertido también en una pequeña librería, compramos libretas, libros curiosos y álbumes de fotos y pasamos la tarde perfecta, entre risas, confesiones y lecturas interrumpidas por la felicidad. Las fotos de ese día muestran el inconfundible bigote de la espuma del capuccino y la menos conocida corona de migajas de strudel y tarta sacher.

Volverán los cafés. Volverán.

Diario de la peste (8). El dilema del gobierno.

México parece tener la epidemia de COVID-19 bajo control. Ajeno al exponencial crecimiento de los países del resto del mundo que la padecen, la curva en México no crece. Los contagios (cuya información está estrictamente centralizada y se anuncian una sola vez al día) crecen, pero en un número fijo, nunca mayor a dos dígitos. Esto debería ser motivo de alegría e incluso de legítimo orgullo. Las causas de este suceso médico sin precedentes podrían ser tres:

1.- La sociedad se adelantó al gobierno (al seguir los desastres externos en una era globalizada) y guardó sana distancia a tiempo, actuando por su cuenta, lo que ha logrado frenar el crecimiento, sobre todo en las grandes urbes. Como en el 85, tras los sismos, la sociedad fue más rápida y eficaz que su gobierno. El problema de esta hipótesis es que desafía la lógica de todo contagio colectivo: la cuarentena no puede ser parcial. Si la mitad de la población decidió acatar las sugerencias del presidente de seguir con su vida normal, como él mismo hace (despreciando incluso el gesto simbólico de ponerse gel en las manos antes de entrar en un salón abarrotado de periodistas), entonces el virus sigue rodando entre nosotros, con la gelatinosa proximidad con que vivimos los mexicanos: en el metro y las combis, en las fondas y los parques, en los mercados públicos y en las oficinas de gobierno. Con un problema adicional: la notoria carencia de jabón y agua corriente en los baños públicos. Puede darse incluso la situación en que las clases medias y altas, bien pertrechadas en sus casas, tengan una tasa de infección menor con el tiempo y muchos mejores recursos hospitalarios a su alcance. 

2.- El clima: se trata de un virus estacional, como la influenza, y en el verano del hemisferio norte se frena. México está justamente en el periodo del año más seco y cálido (más allá de su latitud) y la capacidad de contagio del virus es menor. Por eso se anuncia que el pico llegará en el corazón del verano, con la temporada de lluvias. El problema de esta hipótesis es la forma en que parece estar desplazándose el virus en el hemisferio sur, ajeno a esta lógica estacional. 

3.- La magia: la raza mexicana (¿?¿?) es ajena a los virus extranjeros; la fuerza del Detente del Sagrado Corazón de Jesús está subvalorada; la sanación del pueblo por el pueblo es real. E incluso la altamente moral y científica “hipótesis Barbosa”, en estudio para ser incluida en Science, de ser un virus que sólo afecta a los ricos de cuna (no a los nuevos ricos como él, hijos de la política). 

Los dos países con los que tenemos más contacto habitual, Estados Unidos y España, enfrentan un crecimiento alarmante de los contagios y los muertos. Incluso se da esta paradoja: en San Diego y Tijuana, ciudades hermanadas por el cruce de frontera más intenso del mundo, el panorama es radicalmente distinto: La pesteal norte, El primer hombreal sur. 

Permítanme, por lo tanto, que descarte las causas del “segundo milagro mexicano” y ofrezca una hipótesis, compartida por muchos: el limitado número de contagios es proporcional al limitado número de pruebas. Estamos ante un subregistro colosal de la enfermedad. Vamos a ciegas.

Con esto no trivializo el dilema del gobierno, entre enfrentar la pandemia con medidas extremas (y afectar la economía de supervivencia de millones de personas) o privilegiar la economía popular pese al riesgo sanitario. Entiendo las reservas del gobierno para declarar una reclusión social rígida: la mayoría de la población vive al día, muchas casas no tienen las mínimas condiciones de higiene y los costos humanos de una debacle económica pueden ser mayores que apretar los puños e invocar el estoicismo del pueblo. 

La clave sería, en cualquier caso, que el debate entre políticos y científicos en el interior del gabinete no sea determinado por el capricho personal del presidente. Curiosamente una calamidad así, que pone sobre la mesa de nueva la idea de un nosotros colectivo, podría ser la gran oportunidad para el presidente de convertirse en el líder de todo el país. El verdadero Juárez nació con la fatalidad de la invasión francesa: más hijo de los zuavos que de Guelatao. Para ello, tendría que reconocer que sus planes iniciales son irrealizables, que la división de la sociedad entre partidarios y adversarios es inconveniente y que gobernar con gestos y encono es un camino peligroso.

Me gustaría que el sistema de salud estuviera haciendo pruebas a todo su personal para garantizar que la primera línea de frente a la epidemia está en condiciones. Y que trabajara como si ya estuviéramos en el pico de la pandemia. Adecuando camas y hospitales, construyendo nuevos, comprando y fabricando de manera masiva de equipo de protección y respiradores. Y exigiendo el apoyo del sistema privado, con una cuota de camas y equipo a disposición del público en general.

Me gustaría que el gobierno hiciera un llamado a la solidaridad de la sociedad civil. Se llevaría una grata sorpresa. La fuerza industrial y científica de México es enorme. Solo hay que saber invocarla y encauzarla. 

Me gustaría que estuviéramos en cuarentena general, con los servicios mínimos garantizados (producción, distribución y venta de alimentos y medicinas) y con normas claras e iguales para todos, con un calendario y una métrica claras. 

Me gustaría que hubiera instrucciones nítidas para todos los niveles de gobierno y una coordinación armónica de la federación.  

Me gustaría que las decisiones gubernamentales de los próximos meses estuvieran guiadas por la medicina y la ciencia, por los técnicos y no por los rudos del gabinete. Por el cerebro y el corazón, no por la epidermis o el hígado. Me gustaría que le presidente dejara de ser un foco de contagio simbólico para volverse una fuerza moral.  

Me gustaría una estrategia de apoyos masivos a las clases bajas y medias, a los micro y pequeños empresarios que incluyera el aplazamiento del pago anual de impuestos a personas físicas (y morales hasta cierto tope) mientras dure la cuarentena.

Si la lógica del avestruz continúa, en las próximas semanas vamos a ver la saturación del frágil sistema de salud, miles de muertes evitables y dolor sin fin, sobre todo en el pueblo llano. México será, además, un país aislado y desprestigiado. Las consecuencias pueden ser impredecibles. Llanto y crujir de dientes, por usar palabras bíblicas.Al presidente de México le importan dos cosas: el amor del pueblo (valor inasible y manipulable por asesores y validos) y su lugar en la historia. Ambas variables están en el aire y, lamentablemente, parecen ser incompatibles. ¿Águila o sol?

Diario de la peste (7). Yai da clases

Una de las dos sorpresas agradables del confinamiento ha sido ser testigo, discreto e invisible, de Yaiza dando clases a distancia a sus alumnos de periodismo de la Ibero, de español en Centro y de ética y deontología en la maestría de comunicación del Instituto Ortega y Gasset. Sobria y precisa, sin concesiones, con seca educación (más castellana que andaluza, he de decir), los lleva de la mano por dos caminos que convergen: buenas lecturas y praxis cotidiana. No leen paparruchadas académicas. Ni pensadores postmodernos. Leen clásicos de sus materias: ayer, sin ir más lejos, trabajaron con el ensayo de Orwell “La política y el idioma inglés”, con Todos los hombres del presidentede Carl Bernstein y Bob Woodward y con El periodista universal de David Randall. Y aprenden en la práctica, como si fuera un taller medieval, con el maestro artesano y sus aprendices. Ninguna duda es pequeña. Todo se repasa y analiza. Sin necesidad de citar a Foucault y Deleuze. Trabajan mucho, practicando el oficio: deben llevar un diario, en el formato que quieran; deben hacer crónicas y entrevistas de actualidad, saliendo al mundo; deben distinguir las noticias de la propaganda, opinión de información, deben leer y escribir. Y la maestra Yai, estoica, los lee y los corrige. Los lee y los corrige. Les quita sus ideas preconcebidas (hijas distorsionadas del marxismo académico), sus clichés (de clase), pero no los adoctrina. He aprendido tanto. Y gratis:

“… la historia del periodismo es indisoluble de la historia de la democracia…”

“¿Alguien ha leído Bel-Ami, de Guy de Maupassant?”

 “… la estructura de las series de televisión nació en las novelas por entregas que incluían los periódicos, como reclamo, al final de sus páginas…”

“… eso que dices no es información, es tu opinión…”

La música de sus ideas me remite a dos amigos en común: Pedro Sorela y Arcadi Espada. De Pedro Sorela, la exigencia mayéutica (cuestionar lo que hacen para que encuentren por sí mismos las respuestas correctas) y de Arcadi Espada, la exigencia con la verdad (Arcadi, por cierto, el periodista más agudo e inteligente del idioma).

La paradoja final, por supuesto, es que Yaiza educa a los hijos de la élite mexicana, pero si su familia tuviera que vivir de esos ingresos, tendríamos que hace milagros con las ollas y las cestas (que ya los hace) para no morir de hambre. La desproporción entre lo que cobran esas universidades y lo que le pagan a su cuerpo docente es una vergüenza nacional, una más. 

Coda: Cuando Pedro murió, hace ya casi dos años, en Madrid, escribí unas notas apresuradas en su recuerdo para el homenaje colectivo que sus amigos hacíamos por e-mail para consolar, en la distancia, a su hija Inés, que recién lo había convertido en abuelo. 

Pedro Sorela (Bogotá, 1951-Madrid, 2018):

La muerte de Pedro Sorela me provoca perseverante tristeza y negra melancolía.

Tristeza por el amigo que en vida era todo definición y contorno y ahora es tan sólo frágil recuerdo colectivo, silueta artificial, efímero trending topic. Pedro, en vida, era un torbellino de impaciencia, un malhumorado memorable, capaz de desplantes y arrebatos épicos. Lo vi pelearse con meseros en París, taxistas en Barcelona, encargadas de librerías en Madrid… siempre con razón y siempre injusto. Pedro era capaz de quejarse por el clima del paraíso, la suavidad del terciopelo, la ligereza del viento. Perdía los nervios con los alumnos, los amigos, los meseros y las parejas. Y creo que fue duro con muchos por muy poco. Comidas que terminaban abruptamente por llevar la discusión hasta un callejón sin salida, cenas en que la tensión se cortaba con cuchillo, desplantes olímpicos, y célebres rompimientos. Pero, entonces, ¿por qué estás tan triste?, ¿lloras como loco a un loco? No, al contrario, Pedro era cuerdo como un samurái y honrado como una mula minera. Pedro era leal y derecho, sin dobleces. Sus cornadas eran limpias, de frente, bajando la testuz. Además, en la intimidad y la confianza, sin armadura, era tierno, perspicaz y solidario. Fue un gran padre y un gran amigo. Lo que pasa es que Pedro vivía en guerra con los valores impuestos en el mundo, con la notoriedad de los idiotas, con las identidades cerradas y las fronteras siempre artificiales. Además, Pedro odiaba la superficialidad pueblerina de la vida española, esa cansina tontería de nuevo rico, la conformidad colectiva, la pomposa banalidad de su ignorancia, el ruido ambiente, la canción del verano, los desentonados decibeles de operación triunfo. Pedro era un moderno, a lo Thomas Mann, en un mundo posmoderno, a lo Pedro Almodóvar. Recordemos, carajo, con el respeto que se merece, a alguien capaz de batirse en duelo por defender Tierra de los hombres de Saint-Éxupéry de la prisión de la fama a la que lo condenó su Principito

Me acuerdo las cenas en su casa, donde cada comensal tenía vaso y plato únicos, con su lugar escrito en la mesa con esa caligrafía perfecta. Y las risas cómplices, ya en la copa, con sus experimentos en la cocina. Pedro tenía solvencia en la alquimia de los colores y los olores, y, al mismo tiempo, era capaz de matar un plato de lenta y probada eficacia por una ocurrencia de último minuto, por puro capricho estético. ¿Garbanzos con alcachofas? Cierto, pero Garbanzos de a libra, en todo caso.

El motor de Pedro era la creación y la belleza. Se propuso vivir como un artista y lo logró. Hizo teatro experimental, dibujo de línea, crónica de viaje sin concesiones turísticas, novela de largo aliento, ensayos de resistencia, entrevistas espejo y cuentos inclasificables. Todos sus textos tenían vocación de estilo, compromiso con la prosa, aire de mar y peces de colores. Además, Pedro fue el cupido discreto que me presentó a Yaiza, flecha envenenada de felicidad con la que espero irme a la tumba.

La muerte de Pedro también me produce una negra melancolía por el treintañero que fui y ya no soy, por los cinco años en el barrio de Chamberí de Madrid, en un inmerecido ático de la calle Miguel Ángel. Por la libertad y la locura, por los amigos y los libros, por las ideas y el papel impreso. Por todo aquello que ya no vale nada para nadie. Por Félix Romeo y por Pedro Sorela.

Pedro tenía un único pasaporte, el de ciudadano distinguido de un país inmaterial llamado Nobleza de Espíritu. La capital estaba en Risco del Pájaro (en el barrio de Prosperidad) y sus habitantes eran Nicole y Mario Muchnik, Mercedes Monmany, Berta Vias Mahou, Martín, Antón y Nicolás Casariego, Carlos Franz, Aurora Sotelo, Juan Cruz, Jorge Eduardo Benavides, Julio Trujillo, Esther Bandahan, Tania Carreño, Juan Villoro y Yaiza Santos. Incluso yo, un forajido monocorde en tierra de artistas y políglotas, logré colarme alguna vez gracias a una visa fugaz y restringida. Adiós, amigo querido, gracias por dejarme atisbar un rincón minúsculo de tu tierra indómita, donde el sol es un disfraz y los cuentos invisibles.

Diario de la peste (6). Un guante de mercurio y otro de seda

La mano es la verdadera arma secreta de la evolución. Con el pulgar oponible, se convierte en un instrumento de precisión capaz de crear instrumentos aún más precisos que nos han llevado de las cavernas a la Soyuz.

De la era de piedra a la era digital, la mano es el centro de todo lo que nos hace humanos. La mano habla (lenguaje de signos), la mano actúa (mímica), la mano crea (pintura, escultura), la mano vota. Las manos suman y restan. Las manos son la lógica nada oculta de la era decimal: de diez en diez hasta llegar al álgebra, los algoritmos, la teoría de cuerdas.

Unas manos entrenadas pueden hacer música de una madera cóncava y ahuecada, atravesada por cuerdas. Unas manos al aire dirigen un cónclave de manos especializadas: tú, chelo impaciente, más tranquilo. Tener manos de cirujano es un elogio inmerecido. La mano y el placer son gemelos univitelinos. De las manos brota el fuego.

La amistad es, en el fondo, saber echar una mano cuando se requiere. Las manos son una metáfora del amor, de la concordia, de la justicia (mani pulite).

Leer la mano es adivinar el futuro (quiromancia), que está inscrito en las líneas de la palma, pero conocer algo como la palma de la mano es ser un experto audaz y seguro.

Los pactos, los acuerdos se sellan con un apretón de manos.

Se brinda alzando las manos.

Las manos señalan la ruta y mandan callar. Llevan el ritmo y ovacionan. Son legión los que viven por un aplauso (políticos y artistas van de la manoen esto).

Las manos cosen, tatúan, escriben, alientan.

Con las manos se recibe la vida y se entierra a los muertos.

Pulgar a arriba, vives, pulgar abajo, mueres. Ave, César.  

El puño es la metáfora perfecta del comunismo y del boxeo: inutiliza a las manos. Las vuelve instrumento, arma. 

La mano autómata es la perfecta señal del fascismo. Obedecer en rebaño. 

Las serpientes no tienen manos.

El alma se salva con una caricia. 

La infancia, tiempo de cosquillas.

Alzar las manos es señal de indefensión. No meter las manos, de incapacidad o indolencia.

Dejar a alguien con la mano tendida al aire es una afrenta irreparable. 

Recibir una bofetada de la vida a tiempo es otra cosa. No, aún no aprendo.

Una carta manuscrita es íntima y verdadera. Aun plagada de mentiras. 

La firma, incluso digital, es decir con un garabato: “soy yo”. 

Darse la mano después de perder es la señal que permite que el juego siga. Civilidad.

El trabajo manual y la felicidad están interconectados.

Las manos insultan con garbo, celebran con euforia, amenazan con fuerza.

Las manos son mas rápidas que el ojo: así nace la magia.

Las manos ellas sí, pulen, fijan y dan esplendor. 

Las manos son nuestra luz. Son la pluma. Pero también son la espada. Por eso torturan, matan, ahorcan, presionan.

Sólo las manos requieren la prueba de la parafina.

Tener la mano pesada es el elogio de los orangutanes de la política y de la familia.

Manu militari, la expresión latina de la fuerza de las armas sobre la fuerza de la razón.

Lavarse las manos, como Poncio Pilatos, fue un acto de cobardía simbólico. Un desentenderse.

Hoy, aislarse es un acto de comunión social, y lavarse las manos, una prueba de compromiso con los demás.

Diario de la peste (5). Un primor

Las palabras del presidente causaron verdadero estupor. En su twitter personal @lopezobrador escribió: “Me la comería a besos, pero no puedo por la sana distancia. Es un primor”, junto un video donde una niña ataviada con el traje mixteco, en Tlaxiaco, le recita de memoria una composición. Sostenida en vilo, de manera incómoda para padre e hija, la niña demuestra buena memoria y control de los nervios.

El tuit refleja la característica más preocupante del presidente: su absoluta incapacidad para aceptar la crítica. En realidad, el tuit es una respuesta a los reproches que había recibido días antes por besar, casi morder, el cachete de una niña. También es casi una ironía ante el estado de alarma ciudadana por la extensión de la pandemia del Covid-19 y la inacción del gobierno. En dos semanas, que no diga nadie que no podía saberse o evitarse.

Lo que no se ha hecho es revisar las palabras aprendidas por la niña y su significado. Hagamos un repaso:

El compromiso con el Sureste quedó en el olvido hace más de tres generaciones [medidas a lo Ortega y Gasset, el abandono es desde 1945, con la llegada de Miguel Alemán al poder. Medidas a lo Luis González y González, el abandono es desde 1975, congruente con la ideología oficial de culpar todos los males a un enemigo cómodo e inventado: el neoliberalismo, salvo que se brinca el sexenio de López Portillo].

Usted es el hombre que nos devolverá esa gran cultura, la grandeza del pasado [toda cultura que depende de un hombre para recuperar su grandeza perdida tiene serios problemas, o su grandeza era fingida y frágil. La idealización del pasado indígena es pura demagogia, el mito del buen salvaje de nuevo entre nosotros].

Usted, presidente, tiene el poder de evitar cientos de muertes cada año, por falta de atención en un hospital de especialidad [qué miedo un funcionario que quita y da vida. Lo perverso de esta lógica sería su opuesto: por lo tanto, también tendría el poder de causarlas sin esos hospitales]. Muchos antes de usted nos prometieron algo que jamás cumplirían, nos ilusionaron, nos dieron la espalda con absoluta indiferencia a nuestras necesidades [ese algo, el hospital de especialidades, empezó en ese tiempo oscuro, terrible, esas tinieblas lúgubres del neoliberalismo y su inauguración, otra vez pospuesta por cierto, pero la niña cómo iba a saberlo, es gloria máxima del presidente actual. Oportunismo de la peor ralea].

Presidente, estamos con usted, su gran proyecto de nación. Nosotros somos sus aliados en esta cruzada para rescatar a México. Su cuarta transformación cada día se fortalece más y ya nadie la puede detener [nadie debe ofrecer, en una democracia, su apoyo irrestricto y acrítico. Menos de un menor sin derecho al voto, aunque se infiere que habla en nombre de los mixtecos. Nadie debe pedirlo. La democracia no puede ni debe ser producir cambios definitivos. Todo es revisable, reversible, y las minorías tiene derechos también]. Cuando se vaya y esté en su oficina [inconcebible en un hombre de poder que esté en el futuro en algún lugar distinto a una oficina] o en algún lugar del país [o de gira permanente], recuerde que Tlaxiaco lo quiere y le vivirá eternamente agradecido por darle esto que beneficiará a muchos mixtecos, generaciones hablarán de usted y su capacidad de entender nuestras necesidades [y será leyenda su figura, por supuesto, por venir en plena pandemia a no inaugurar un hospital].

¡Que viva el presidente Obrador! [Nos comemos el López, por común.] ¡Que viva el verdadero amigo del pueblo! [Desde luego, hay falsos amigos del pueblo.] ¡Que viva el presidente de los compromisos cumplidos! [Hospital aún no inaugurado, perdón que insista.] ¡Que viva el presidente humano! [Ciertamente los ha habido animales.] ¡Que viva el presidente que dormía con los más necesitados! [La biografía personal sobre su estancia con los chontales vuelta mito popular al año y medio de gobierno.] ¡Que viva el presidente de la esperanza! [Mucha falta nos va a hacer.]

El narciso requiere la aceptación permanente, universal, incuestionada. Su inseguridad es tan grande que necesita reafirmarse todo el tiempo. La gente que trabaja con él lo sabe y permite estas cosas. Pobre, hay que animarlo, la derecha está desatada. Qué oportunistas.  

—Muuuuu. No te puedo dar beso. No te puedo dar besos, pero te quiero mucho. Te quiero mucho y qué bien lo dijiste. [Palabras para cincelar en mármol del presidente de la esperanza.]

Un tercero. Siempre hay un tercero dispuesto aparece:

—Oiga, el día primero que regrese tiene que decirlo en público otra vez.

[Pero qué gran idea:]

—Sí, ¿en público lo vas a decir el día primero? ¿Sí? Te invito. Voy a regresar yo. Bueno, pues, adiós. [La puerta de la camioneta se cierra.]

Eso era el cambio, entonces. La ridícula construcción de un culto a la personalidad que se sostiene en nada. Dejemos la crisis autoinducida, el retroceso democrático, la división de la sociedad. Lo grave es que ante esta disyuntiva no haya piloto. E imaginemos una distopía:

Un país sin crisis. Gobernado democráticamente. Con abundante inversión privada, sobre todo en el sector de la energía. Debate de altura en los medios. Un aeropuerto estratégico a punto de inaugurarse. Y un presidente, Meade o Anaya, que desde Los Pinos (aséptico y funcional), atendiendo sólo al comité sanitario y científico, guarda cuarentena, tras tomar en tiempo y forma medidas sanitarias y económicas. Los aliados apoyan. La comunidad científica aplaude. Qué suerte que tuvimos tiempo para aprender de Asia y Europa. Y entonces sí, la fuerza de la sociedad mexicana, ese pueblo bueno, se desborda, como siempre, con gestos de solidaridad en todos los ámbitos y niveles. Casi hay una competencia por ayudar más y mejor. Desde Palenque, el candidato derrotado de Morena, expresidente legítimo, es una de las pocas voces en discordia: él lo haría mejor.  

Pero, claro, no podía saberse.

Diario de la peste (4). Fados en Lisboa

La cuarentena voluntaria, ante la indolencia criminal del gobierno mexicano, es una excusa perfecta para visitar recuerdos y mecerse en su aroma a junco y capulí. Una pausa en la rutina familiar: tender la cama, dorar la milanesa, baile en grupo, repaso de las mecanizaciones. La memoria voluntaria, esa cana al aire de la conciencia.

Hace un cuarto de siglo, caminábamos por las callejuelas de Alfama. Intenso olor a sardinas asadas, a esa hora en que la luz de la tarde aún lucha con las sombras de la noche, perdidos y con un oporto de más en el cuerpo, dimos por fin con el local de fados que la guía turística señalaba como “no turístico”. Genuino. Ese estúpido afán de los visitantes de ser los únicos no locales entre locales que regía mis vagabundeos turísticos. Y encima querer pasar desapercibido. La puerta cerrada. Pero la música abierta. Tocamos después de forcejear levemente con la cerradura. Una caricatura de portuguesa de la enciclopedia de los lugares comunes nos dice con nerviosos movimientos de su bigote que nao podemos pasar, que o local é reservado para uma festa particular. Aunque no soy precisamente docto en lenguas extranjeras, logro entender vagamente que “no podemos pasar, que el local está reservado para una fiesta particular”. Y tras sus cariñosas palabras, nos cierra la puerta en las narices. Entonces decido insistir, con el coraje del que lo tiene todo perdido. Y vuelve abrir la puerta, ahora sí de mal humor. Le explico que estamos de luna de miel, que somos mexicanos, no españoles, que mañana dejamos Lisboa temprano, y que, por favor, nos deje entrar. Y nos vuelve a cerrar la puerta, pero de una manera más dulce, casi melancólica. Ya nos íbamos, derrotados, cuando la puerta se abre de nuevo y nos llama: 

— Eles são realmente lua de mel?

—Sí, lo juramos por la Virgen de Fátima.

—Podem acontecer.

Eso sí, al entrar nos separó. Ella, majestuosa como todas las sirenas de tierra adentro, en una mesa adelante, rodeada sólo de mujeres. Yo, en la fila de atrás, con los amigos portugueses. Mágicamente me aparece una copa de vino tinto (verde) que será rellenada sin pedirlo por el resto de la noche. Grandes bandejas de pan campesino. Y un solo plato, igual para todos, de bacalao con crema. En el escenario, ante una viola que parece tocarse sola (sin la cacofonía de la rima interna) y una guitarra portuguesa (que es casi el mismo instrumento, pero como tiene otro nombre, suena distinto), se van alternando los propios comensales, que suben a cantarle a alguien escondido entre el público. Jamás pensé que el fado pudiera ser festivo. Muy pronto descubrimos que estábamos de convidados de piedra en la fiesta de cumpleaños de una fadista. Hubo abrazos, risas. Brindis enportuñol. Incluso cantamos “Las mañanitas”. Por suerte para la festejada, desde las mesas. Pero muy pocas palabras. No era necesario. A veces el lenguaje es una ventana en silencio. ¿Turismo bonzo por fin? No. ¿Comunión de almas? La mejor prueba es que no hubo cuenta ni pago alguno ni amago de hacerlo.

¿Estuvo de verdad Dulce Pontes? ¿Marta Dias? ¿Cristina Franco? No lo puedo afirmar. Pero sus rostros, en la penumbra del lugar, los recuerdo, idénticos a las portadas de los discos que al día siguiente compramos en el Virgin de la Plaza de la Victoria y que ahora atesoro, pese a Spotify.